Hasta las entrañas: tacos de vísceras en Tepito

A doña Guadalupe le tocó vivir, o mejor dicho, sufrir la Revolución cuando era niña. Para protegerlas, su padre la escondía a ella y a su hermana Josefina en una especie de túnel desde el cual veían pasar a los caballos que traían en el lomo a los soldados o a los revolucionarios. Los esfuerzos del hombre para cuidar a su familia funcionaron, sin embargo, el movimiento armado le quitó la vida, razón por la que Guadalupe, Josefina y su madre dejaron la casa, por el rumbo de La Villa, al norte de la Ciudad de México, y se trasladaron a la calle de Mecánicos, en el barrio de Tepito, en la parte que hoy pertenece a la delegación Venustiano Carranza.

Sin alguien que trajera el sustento a casa, la niña que contaba entonces con ocho o nueve años, se fue a conseguir trabajo y lo encontró en un lugar donde tenía que picar bofe, el pulmón de la res, destinado al consumo de los gatos. Después aprendió a hacer tortillas y sopes que llevaba a vender a la Alameda Central. No sabía leer ni escribir, sin embargo, salió buena para los números, las cuentas y sacar porcentajes.

Videos by VICE

Unos seis años después se mudó a la calle de Caridad, a la vecindad marcada con el número 32, donde ya pudo vender trozos de chicharrón con “gordito”, del carnudito —como se le llama a la piel esponjada del cerdo con algo de tejido adiposo—, y carne cruda, vísceras de res, para ser más precisos, las cuales guardaba en un refrigerador de madera, de esos antiguos, cubiertos por dentro de aluminio para conservar el frío. Pero no se fue a vivir sola: llevaba en brazos a su primer hijo, Nicolás, que era un bebé.

Foto por @sonyazz


En ese entonces en Tepito había muchas pulquerías, “casi una en cada esquina”, dicen los más viejos habitantes del barrio. Las señoras salían de sus casas con sus cazuelas y anafres a ofrecer pancita, migas, taquitos de cabeza y placeros, longaniza y, sobre todo, trozos de carne, tortilla u otro alimento pasado una y otra y otra vez por grasa: las llamadas fritangas. Frente al modesto negocio de Guadalupe se encontraba la ya desaparecida pulquería “Los Tigres”, la misma donde el mítico boxeador Raúl Ratón Macías, cuando era niño, compraba curados para don Gabriel, su papá.

Viendo que los amantes del neutle siempre buscaban algo de comer antes de rendirle tributo a la diosa Mayahuel bebiendo el jugo del maguey, un día Guadalupe puso en un cazo algo de las entrañas que vendía: un trozo de hígado, unas cuantas tripas, algo de bofe y más. El rico aroma a carne frita y grasa con sal que salía de esa gran cacerola sobre el anafre hizo que se acercaran los primeros clientes. Así comenzó la taquería que hoy lleva el nombre de “Las Corazonas”.

Por aquellos años Rafael trabajaba en el rastro donde Guadalupe compraba la materia prima para sus tacos. El hombre manejaba una camioneta en la que repartía la carne. Le gustó esa mujer de carácter fuerte, luchona, brava, que le hablaba de igual a cualquier persona y trataba de “cabrones” a quienes se le querían “subir a las barbas”. Al final la hizo su esposa. Y aunque aparentemente él era el hombre de la casa, la que realmente mandaba era su mujer. Así hasta que ambos murieron, primero él y después ella que perdió la batalla contra el cáncer en el 2001.

La mujer no se despegaba de su taquería, ni siquiera cuando le daban esos intensos calambres de ovarios o dolores agudos en la espalda baja, que anunciaban que su embarazo llegaba a su fin. Hasta el último momento ella estaba al frente del negocio. Cuando ya no podía más, le mandaba a hablar a Lucecita, la “rinconera”, que con su conocimiento de partera tradicional y de herbolaria ayudaba a que sus hijos aumentaran la población del barrio. Diez veces acudió Lucecita a la vecindad de Caridad 32. A su hija la más pequeña, la que lleva el nombre de la matriarca y muchos conocen como La Güera, le toco ser recibida por un médico en un hospital de la colonia Roma; para entonces el cuerpo de doña Guadalupe ya no estaba tan fuerte. Eso sí, luego de dar a luz se tomaba los 40 días que recomiendan de reposo.

Una vez pasada la cuarentena la mujer regresaba a su local y sus hijos con ella. Ahí los cuidaba y los acostaba en una caja que colocaba a un lado del refrigerador para que durmieran mientras ella y su marido despachaban los tacos. Los niños mayores llegaban de la escuela y se ponían a ayudar. Prácticamente todos crecieron entre el olor de las menudencias fritas, el calor que desprende el cazo, el sabor de la salsa roja con chile de árbol. Desde ahí vieron cómo la calle empedrada se llenaba de puestos ambulantes, que luego se quedarían ahí, fijos; cómo la pulquería “Los Tigres” desaparecía para dar paso a algún local con mercancía de fayuca; cómo la luz del sol sería detenida por las lonas de colores colocadas por los vendedores.

Foto por @RobertGalicia_.

Poco más de 60 años doña Guadalupe estuvo en el local metiendo la mano al cazo, picando vísceras freídas en su propia grasa con sal y su toque especial; preparando tacos y dando de comer a los glotones de Tepito y otros barrios de la ciudad. El negocio de la familia Cortés García prosperó, tanto que dio para educar a 11 hijos. Hoy sobreviven sólo cuatro, uno es abogado y los otros tres atienden la taqueria que les heredó su mamá.

Antes de morir, doña Guadalupe tomó una decisión inteligente para no crear conflicto entre los hermanos Sergio, María del Pilar y Guadalupe, La Güera. En su testamento dejó escrito que María del Pilar y Guadalupe atenderían el negocio de lunes a viernes, la primera por las mañanas y la segunda en las tardes; Sergio trabajaría ahí los fines de semana todo el día. Lo que saque cada uno en su turno depende de su propio esfuerzo y también de “si las vacas tienen leche o no”, como dice Pilar.

Guadalupe y Pilar salen muy temprano de sus casas para estar en el rastro, en la calle de Aluminio, a unas cuadras de Tepito, a las cinco de la mañana, y elegir la carne para los tacos, la de mejor calidad: que el páncreas para los de pajarilla, el pulmón para los de bofe, la matriz para los de nana y el cuajo, el músculo que une los intestinos para los de manzana, el estómago para los de molleja, además de la longaniza, el suadero, la ubre, el hígado, la moronga y el bistec de lomo.

En cuanto las menudencias llegan, ya sea que alguien se las entregue más tarde en su local o que ellas las lleven desde el rastro, las hermanas comienzan a picar la cebolla y el cilantro, rebanan los pepinos y los rábanos, parten los limones, lavan las ramitas de pápalo, esa hierbita que intensifica el sabor de la carne; cocinan los nopalitos con hierbas de olor y jitomate picado, cebolla y chile; cuecen los frijolitos y, sobre todo, preparan las salsas cuya receta está en sus cabezas y que hacen, según sus modestas palabras, “como Dios les da a entender”: la roja, de chile de árbol, casi la misma que preparaba doña Guadalupe, nada más que ella la hacía más martajada; los chiles chipotles con ese adobo que los hace picosos y dulces a la vez; la salsa brava de habanero, que hace llorar a más de uno; la de chile de árbol con morita y el guacamole.

Foto por @sonyazz

A las ocho de la mañana Pilar comienza su jornada y pone el cazo con la carne. Es la hora en que ya empieza a adquirir vida laboral el barrio. No tardan en aparecer los vendedores de los puestos semifijos, los locatarios, los que salen a trabajar fuera de Tepito y no les da tiempo desayunar, el comprador que llega por mercancía desde Cancún cada dos semanas y si no se come sus tacos del cazo, a diez pesos cada uno, siente que no vino al DF, o el de Guadalajara que va exclusivamente a engullirse unos tacos de pajarilla y de bofe porque no los preparan igual en otro lado.

Algo han de saber estos comensales al igual que los tigres, leones y demás depredadores que instintivamente lo primero que comen de su presa, antes de los músculos, son las entrañas, pues de ahí obtienen vitaminas, minerales, aminoácidos y otros componentes necesarios para su nutrición. Seguro si vivieran en Europa o Estados Unidos sufrirían por la falta de estos tacos, ya que en esas regiones las vísceras no tienen tan buena reputación, así que se desechan o se le dan a los perros.

Unas cuatro horas después, como a las 12 del día, Guadalupe comienza a preparar sus propios insumos necesarios para acompañar los tacos, y mete en el cazo con grasa hirviente las primeros vísceras que ella venderá. A las 2:30 de la tarde comienza el espectáculo del cambio de turno. Pilar saca los pocos trozos de carne que no vendió y los coloca en una pequeña tinaja de plástico. Después, de la mesa donde comen gustosos los degustadores de tacos, recoge los contenedores con las salsas, los nopales, los rábanos y pepinos, los limones, el pápalo. Quita las servilletas, los envases de refresco vacíos, los platos con el papel de estraza que absorbe la grasa y restos de bofe, hígado, ubre fritos, salsa y cebolla . “Tantito, patrón. Los molesto. En un minutito estoy de nuevo”, dice Pilar.

Los comensales, sin dejar de masticar, levantan sus platos y botellas de refresco a medio tomar para que la mujer quite la lona naranja que utiliza como mantel y ponga otra del mismo color, limpia. Vuelve a acomodar las pequeñas tinas con los complementos para los tacos, las servilletas, las hierbitas. Los clientes depositan sus platos en la mesa nuevamente puesta mientras Guadalupe está en el cazo revisando la carne que ya está lista para servir, le agrega un chorro de sal a la que aún se fríe y pica tripa para preparar el taco de un señor que está de pie. Sólo pasaron dos minutos. Ha comenzado el turno de La Güera.

Las manos de La Güera y de Pilar son blancas, muy bien cuidadas, limpias, las uñas cortas y sin barniz. Sus palmas están rosadas por el calor que expulsa la tortilla caliente y tienen una pequeña callosidad en los montes de Júpiter, Saturno, el Sol y Mercurio —así llamados en la quiromancia—, por la presión que hacen al sostener el mago de plástico blanco del cuchillo de ocho pulgadas. Sus brazos están desnudos hasta los codos, la manga larga no aplica porque mermaría en mucho su habilidad para picar las partes de la res cuyos nombres no son tan rimbombantes como rib eye, sirloin o entrecot, pero que rebasan las expectativas de los exigentes paladares de los consumidores de tacos que llegan al local.

En cuanto aparece un cliente, Pilar se mueve rápido, atenta a todo:

“¿De qué te doy , hijo? ¿de bofe? Cómo no. Siéntante, ahí hay lugar”.

Entonces se acerca al cazo. Está montado sobre un tambo que hace las veces de una enorme parrilla de estufa, al que se le ha quitado la tapa y cortado la base. El contenedor está ladeado, para que la carne que ya está al punto sólo se caliente y la grasa que suelta cocine perfecto los trozos que aún les falta estar fritos. Toma un pedazo de carne de color oscuro, casi negro, parece hígado. Lo pasa al tronco que tiene todo taquero y comienza despedazarlo; con una mano maneja el cuchillo, con la maestría que le ha dado toda una vida en el oficio, y con la otra sostiene dos tortillas donde coloca la carne.

“De bofe, hijo. Ahí están las salsitas, rabanitos, pepino, pápalo. ¿Qué vas a tomar?”

No termina de hablar cuando ya está en el refrigerador sacando un Sidral Mundet que entrega al comensal.

El muchacho le agrega un poco de salsa morita, cebolla y cilantro, le da una mordida al taco y se lleva una gran sorpresa. El sabor no es fuerte como se lo hizo creer el color negro. Parece que está masticando un pedazo de maciza, pero es un pulmón. Pide entonces uno de pajarilla. Le recuerda al hígado, aunque más poroso y un tanto seco, pero eso no merma en el gusto.

En un pequeño lapso en que nadie pide nada, Pilar esboza una sonrisa mientras ve a sus clientes mordiendo las tortillas que envuelven las vísceras fritas que ella y sus hermanos preparan. Parece un pintor que se aleja de su cuadro para apreciarlo al considerar que por fin ha dado el pincelazo final. Lo mismo le pasa a La Güera. Lo mismo le pasa a Sergio.

Pilar y Guadalupe no paran de trabajar mientras hablan, nada las quita de su labor: alimentar al hambriento y al antojado. De estar todo el día, toda la vida, en el local uno pensaría que ya se les fue el gusto por comer vísceras. Pero no. Al contrario, a La Güera le gusta comer sus tacos, son como sus hijos porque no tiene preferencia por alguno, todos le gustan por igual. A Pilar le ocurre lo mismo: “Es que a nosotras nos criaron con esto”, dice con una mezcla de ternura y antojo. La manzanita le gusta mucho, la ubre también. Se lleva la mano a las comisuras de los labios. Está salivando. Se le hizo agua la boca.