Desde hace 15 años, aproximadamente, las colonias Roma y Condesa en la Ciudad de México empezaron a transformarse, combinando los edificios clásicos construidos en las primeras décadas del siglo 20 con restaurantes y tiendas modernas. Con los años, muchos lugares han dejado de existir, desde establecimientos de servicios y tienditas que no aguantan el bombardeo de los oxxos, hasta carnicerías y fruterías tradicionales. Así estas colonias van cobrando un nuevo crisol que poco a poco se va perdiendo en los límites de la gentrificación.
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Sin embargo hay quienes aguantan estos embates, personas que han vivido en estas dos colonias mucho antes que las boutiques y el metrobús, o que incluso sus familias han estado ahí por generaciones.
Dentro de estos personajes se encuentra don Enrique. Toda persona que haya vivido o trabajado en la calle Montes de Oca, en la Condesa, conoce a este guardia de seguridad. Su pasado es un misterio. Algunos dicen que era un joven militar de una sierra que escapó del ejercito al no acatar una serie de órdenes en contra de una población indefensa; otros dicen que fue parte de un servicio secreto. Hoy es el encargado de la seguridad de tres establecimientos ubicados en la calle de Montes de Oca y Amatlán.
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Todos los días llega impecable y se planta desde muy temprano por la mañana para cuidar de una joyería, una miscelánea y un restaurante. La última vez que lo vi me platicó en voz muy bajita: “Esta calle es como mi casa. Llegué acá hace ya más de 30 años y me ha tocado ver todos los cambios que ha tenido la colonia. Hace unos años no había la cantidad de comercios ni valet parkings que ahora invaden la tranquilidad del barrio. Hay que estar más pendiente que nunca”.
Caminando unos metros en dirección a la Avenida Mazatlán se encuentra la Cerrajería Millán, sitio en el que trabajan don Antonio y sus hijos. El negocio lleva cuatro generaciones y esperan poder seguir ayudando a cualquier desafortunado que olvide sus llaves durante mucho tiempo más.
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Durante la conversación Antonio sacó un recibo y me dijo: “Éste es el recibo de nuestra primera renta: en ese entonces se pagaban unos centavos, ahora los costos son casi irreales. Justamente este incremento de precios ha generado que varios de nuestros vecinos comerciantes se hayan tenido que mudar a otros sitios; los precios son estratosféricos”, señaló.
“Éste es negocio lo comenzó mí abuelo. Le hemos trabajado a una gran variedad de personajes, desde actores, escritores, secretarios de estado y comerciantes de la zona, hasta gente que nunca hemos sabido a ciencia cierta a qué se dedica”, me cuenta don Antonio. “Esta cuadra era muy tranquila. Yo jugaba futbol en esta calle mientras mi papá trabajaba. Somos una familia de cerrajeros; éste ha sido nuestro oficio y lo seguirá siendo”.
Al cruzar Mazatlán se encuentra una farmacia que provee de medicamentos, agua y abarrotes al Edificio Condesa. Ahí, desde hace muchos años está Beto, quien desempeña un trabajo que difícilmente encontrarás en barrios modernos: es el diligenciero, capaz de llevarte desde una caja de ansiolíticos hasta unos chicles y un botellón de agua.
Platicando con él te das cuenta que se sabe casi de memoria todos los pedidos de los vecinos de la zona. “Normalmente siempre piden aspirinas, fritos y cosas así para curarse la cruda”, me dijo. “Creo que lo más extraño que me han pedido es que le tome unas fotos a un cliente; me dijo que eran para un pasaporte que se iba a sacar”.
Cerca de ahí encontramos a otro clásico del rumbo. Don Charlie lustra zapatos desde hace 40 años frente al Sanatorio Durango. Su trabajo no solamente consiste en dejarle los zapatos como nuevos a sus clientes, sino también en escucharlos pacientemente como un terapeuta. “Mi primera casa estaba a unas cuadras de acá, vivíamos en la portería de un edificio. Al pasar los años nos fuimos a vivir a la Roma a un departamento de la familia. Cuando comenzaron a incrementar los precios de la renta, la familia quiso vender y nos mudamos al Estado de México, a una casa de esas que hacen en serie, pero yo en este lugar he trabajado siempre”, recuerda.
“El oficio de bolero es muy especial. La gente viene y me cuenta sus cosas. No podrías creer la cantidad de cosas que la gente me cuenta. Algunos son menos personales y me hablan del tiempo, se quejan de los políticos, del tráfico, mientras otros me cuentan toda su vida y sus pecados más profundos, como tener una segunda casa o cosas así. Hubo uno que me dijo que se relajaba por el masajito que sentía a través de la boleada, y que eso hacía que desembuchara todo lo inconfesable”.
Cruzando la Avenida de los Insurgentes encontramos el Mercado de Medellín. Ahí en el centro figura una de los personajes más emblemáticos del rumbo: don Carlos Palma, alías El Yucateco, quien vende productos yucatecos desde 1968. La primera vez que llegué a comprar a su local me dijo: “mira paisano, yo llegué a la Ciudad de México como fotógrafo, pero los cabrones del sindicato (de fotógrafos) no me dejaron prosperar, así que me puse a vender recado colorado, naranjas agrias, bizcochos salados, Soldado de Chocolate y horchata, y desde entonces llevo acá todos estos años. Traigo habanero fresco, epazote, frijolito hecho con manteca y todo lo que se puede encontrar en el Mercado Lucas de Gálvez en Mérida, Yucatán”.
Es así como en estas colonias aún se pueden encontrar personas que responden a oficios de muchas décadas. Lo impresionante es que —a pesar de que los nuevos locales traen consigo los incrementos en los precios de renta y piso— ninguno de estos comerciantes se queja; simplemente sobreviven mientras ven cómo día con día la Roma y la Condesa dejan de ser lo que alguna vez fueron para convertirse en la nueva cara de la ciudad.