Los astrólogos y una buena parte de internet dicen que Mercurio retrógrado causa estragos en la comunicación, que la aparente trayectoria en reversa del planeta impide el tránsito fluido de los mensajes y su correcta interpretación. Es una mala época para la producción periodística, dicen los que creen en la simbología milenaria y su relación con la rotación relativa de los planetas. Y sí, hay problemas en la comunicación, pero son más causados por la pandemia del coronavirus y sus efectos en la interacción entre las personas que por el mal trabajo de Hermes, mensajero de los dioses asociado al planeta Mercurio.
Por un lado, para los que escogemos y podemos hacer cuarentenas rígidas en países como Brasil, en los que ninguna medida restrictiva gubernamental fue impuesta, o los que fueron obligados a hacerlas, en ciudades como Buenos Aires y Bogotá, este tipo de circunstancia de vida implica una reducción drástica de nuestra comunidad comunicativa. Al estar la mayor parte del tiempo en nuestras casas reducimos el grupo de personas con las que nos comunicamos a lo largo del día. Además, escogemos apenas comunicarnos con personas cercanas, o colegas de trabajo, lo que borra la comunicación que, aunque breve, teníamos repetidamente con desconocidos en el comercio, en el transporte público o en los ascensores.
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Cada vez hablamos más con gente que habla como nosotros y que sabe las mismas cosas que sabemos. Nuestras burbujas de información y de habla fortalecen sus membranas. Para quien pasa lapsos de quince días en casa antes de volver al mercado son dos semanas en que la información que se obtiene sobre el exterior es toda pasada por pantallas: redes sociales, noticieros, periódicos o mensajes de audio o texto. Cuando yo era niña, conocía el mundo a través de los canales de televisión que pasaban documentales de la torre Eiffel, de los elefantes peregrinos en las sabanas africanas, de las pirámides de Egipto con los camellos diminutos en sus faldas, de los cruces de los enormes ríos amazónicos. Eran lugares a los que podría no ir nunca, pero los veía y creía que los conocía, aunque en realidad conocía apenas lo que me mostraba la pantalla.
Ahora, en el encierro, vemos las ciudades en las que vivimos como si fueran la misma construcción exótica: calles vacías con letreros en las vidrieras que anuncian entregas en casa o negocios que fallecen; o calles llenas de gente que se habla cerquita, sin tapabocas; gente que compra, vende, se abraza y besa sin temor al virus. Una de esas calles puede ser paralela a la otra, pero no lo sabemos, porque tenemos apenas imágenes del exterior que sirven a una narrativa y no a otra. Estamos viviendo un mundo más fragmentado y eso nos requiere más esfuerzo cognitivo. El afuera y el adentro nunca estuvieron tan distantes; estamos tan cerca, pero nos comportamos tan distinto.
Lo comentamos con nuestros amigos por mensajes de texto, llamadas o videoconferencias y nos vienen ecos de nuestras mismas ideas. En el peor de los casos, lo escribimos en Twitter, esa versión más hostil aún de la mesa de almuerzo familiar: hay conversaciones cruzadas, nadie tiene tiempo de elaborar cualquier argumento con profundidad y gana el que se retire más tarde, el que grite más fuerte o el que tenga seguidores más comprometidos. Como se ha estudiado bastante —hasta se le ha dado nombre: efecto de desinhibición en línea — las personas tienen menos escrúpulos a la hora de comunicarse por internet. Cosas que no diríamos en vivo florecen en cada esquina de las redes sociales, tonos más altos, insultos más virulentos. Antes del confinamiento, teníamos un equilibrio entre comentar un tema polémico una noche con nuestros amigos, permitiéndonos la mesura y el diálogo profundo, y las largas horas en redes sociales compartiendo comentarios puntuales y excesivamente condensados de asuntos difíciles. Hoy, más que todo, tenemos lo segundo y por muchas horas más.
Eso sin contar el hecho de que estamos intentando equilibrar el aislamiento con la hipercomunicación. Como no nos tenemos que mover de un lugar a otro, nuestras agendas se llenan de compromisos en los que se hace más que todo hablar, pero se habla muy diferente de como lo hacíamos antes, cuando salíamos a comer o a bailar, al cine o al teatro: estábamos juntos sin que hablar fuera la actividad principal. Además está el delay, el barullo de los micrófonos, que diferentes de nuestro sentido del oído no filtran ruido y lo capturan todo con la misma intensidad. Nos toca hablar en turno, cosa que para muchas culturas parece poco natural. Sentimos que ya pasó el tiempo indicado para un comentario, que el chiste ya no va a caer en el lugar apropiado, o que nos va a tocar repetirlo hasta que quede bobo. Estamos aprendiendo, sin embargo, y nuevos flujos de interacción y comunicación se establecen con reglas y gestos que surgen autónomamente de nuestras necesidades comunicativas y sin necesidad de manuales. Pero no es lo mismo. Tenemos que aprender y aprender toma tiempo y energía. Estamos cansados, no sin razón.
Por otro lado, porque el virus viaja en las gotículas de saliva que expulsamos al hablar, estornudar o toser, muchos países han adoptado la obligación de uso de tapabocas en lugares públicos. Es una medida necesaria, sin duda, pero quien ya ha salido a la calle usándolos puede percibir que la comunicación con los otros se ha tornado más difícil. Cuando vamos a un lugar ruidoso como un mercado, por ejemplo, donde suenan las ruedas de los carritos, el mismo disco de siempre con música de fondo de los noventa, las botellas, los paquetes, los pitos de las cajas registradoras, etc. creemos que le entendemos a las cajeras porque las oímos, pero mucho en nuestra comprensión tiene que ver con la correcta interpretación de gestos faciales y con lectura de labios. Hacemos un veloz trabajo de rompecabezas y juntamos la sílaba que llegó plena con un cierto movimiento de los labios y, claro, la ya conocida rutina de pasar las compras, pagar, que nos entreguen el recibo, etc. Parte de eso ya no está disponible y nuestro paso por el mercado se hace más demorado y nos cansamos más; tenemos menos recursos para comportarnos correctamente en circunstancias cotidianas.
Aunque esto del tapabocas parezca un problema menor, para 466 millones de personas sordas y deficientes auditivas alrededor del mundo esto es un asunto o grave. Imagínese que por algún motivo en su lengua oral no se pudiera usar más el tono de la voz, o alguna parte de la gramática. Eso es lo que pasa con los hablantes de lenguas de señas que tienen que usar tapabocas. Los gestos faciales son parte constitutiva de sus lenguas, no apenas las posiciones de manos y brazos, como algunos creen. En el mundo, se estima que haya más de 144 lenguas de señas habladas con más de mil hablantes. Esos hablantes conviven permanentemente con personas que no son sordas y que no hablan su lengua materna (para usuarios de lenguas de señas, las lenguas de los países en donde viven son lenguas extranjeras) y que esos hablantes ahora tienen la mitad de la cara cubierta. Quien antes se valía de la lectura de labios para la comunicación está teniendo un problema grave de mutismo ajeno. En algunos lugares del mundo han surgido iniciativas para crear tapabocas con una especie de ventana plástica transparente que permite dejar la boca y sus gestos a vista, pero desafortunadamente es una medida en la que piensan mayormente los sordos y deficientes auditivos y sus círculos, mientras que deberíamos pensarlo todos.
Es un nuevo momento —me rehuso a llamarlo ‘nueva normalidad’— y entre las muchas cosas que están cambiando, la comunicación es una de ellas. No quiere decir, necesariamente, que sea para peor, pero es un cambio y tenemos que pensar en él, observarlo, identificar los puntos claves y los efectos en poblaciones específicas.