Hace un par de meses la Armada interceptaba dos lanchas de la organización ecologista Greenpeace en aguas atlánticas cuando los activistas intentaban abordar el buque Rowan Renaissance, encargado de realizar prospecciones para Repsol cerca de las Islas Canarias. Dos activistas resultaron heridos, Fomento ordenó la retención del Artic Sunrise en el puerto de Lanzarote como medida cautelar hasta que Greenpeace depositara un aval de 50.000 euros y, en función de lo grave que un juez considere la infracción, la organización podría enfrentarse a sanciones de entre 60.000 y tres millones de euros. No es propósito del presente texto entrar a valorar si la actuación de la Armada es propia de cavernícolas descerebrados o un firme cumplimiento del deber; o si la gente de Greenpeace son unos perroflautas inconscientes o, más bien, nobles idealistas. Pero servirá de premisa de lo que está por contar.
El articulista de Foreign Policy Evgeny Morozov se planteaba lo siguiente en un artículo titulado Brave new world of slacktivism : “¿Por qué molestarse con sentadas y el riesgo al arresto, la brutalidad policial o la tortura cuando uno puede hacer una campaña igual de ruidosa en el espacio virtual?”. Lo que el bueno de Morozov intentaba introducir en su artículo era el concepto de slacktivism o armchair activism (activismo de vagos o activismo de sillón), entendido como esa satisfacción que nuestra conciencia revolucionaria experimenta al firmar una petición online, subir a Twitter nuestra propia versión del Ice Bucket Challenge o dar a me gusta a la página de Facebook de alguna ONG, sintiendo que está todo hecho, que ya hemos aportado nuestro granito de arena. ¿Es entonces este slacktivism una versión edulcorada del conformismo? ¿Son el activismo en Internet y el activismo a pie de calle formas excluyentes? ¿Sirve de algo ser un Martin Luther King frente al ordenador?
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Francisco Polo sabe algo de esto. En el 2007 puso en marcha una campaña desde su blog personal, instando al gobierno socialista de entonces a que dejara de producir y vender bombas de racimo, unos juguetitos de clientela selecta (Gadafi, por ejemplo). “Fue la primera campaña creada por un estudiante que opositaba en pijama desde su habitación. Cuando ganamos, al siguiente día dejé la oposición”, recuerda Polo. Efectivamente, ganaron: el 3 de diciembre del 2008 España firmaba en Oslo el Tratado de Prohibición de las Bombas de Racimo. Aunque otorgar a Polo y a la viralización de su campaña el laurel del triunfo supondría olvidar el trabajo previo de otros.
En plena inercia activista, Polo descubre lo que él define como “emprendimiento social” y crea Actuable (The Actuable Network SL), que se convertiría en la mayor plataforma de peticiones online de habla hispana. Un año después, Change.org, su hermana mayor estadounidense, la compra, convirtiendo a Polo en director de Change.org en España y facilitándole un respaldo logístico y económico.
El modelo de negocio de Change.org es sencillo: cuando un usuario suscribe o apoya una petición —intentaremos evitar el uso del término firma utilizado por la empresa por las implicaciones legales del mismo, ausentes en el funcionamiento de Change.org—, el portal le sugiere otras peticiones en las que el usuario podría estar interesado. Esta promoción de unas peticiones respecto a otras es el manantial de donde la web obtiene su financiación de manos de ONG, asociaciones y demás organismos o individuos interesados en dar difusión a su causa. De modo que cuantos más miembros conformen las bases de datos de Change.org, mayor es el escaparate promocional que el gigante del activismo online puede ofrecer. Actualmente cuentan con unos 80 millones de usuarios, pero ¿cuántos de ellos son ciertos y cuántos duplicidades? ¿Cómo es de exhaustivo el control de la web sobre el registro de sus usuarios? La respuesta a la primera pregunta es algo compleja; la respuesta a la segunda es simple: escaso, al menos en términos de duplicidades a pequeña escala.
Jorge Izquierdo, colaborador de La Marea, escribió un artículo muy crítico contra Change.org hace unos años. Afirma que “es inverificable la calidad de esas firmas” y que “cualquier blog, cualquier web seria, te envía un correo de validación en el que tienes que hacer clic. Se está buscando abiertamente engordar el número de ‘firmas’, lo cual es una competencia desleal a las plataformas de recogidas de firmas reales que siguen el procedimiento de cualquier web”.
Polo se defiende de las críticas con alguna cifra y con reminiscencias de aquel esquivo e inmortal “si no es por no ir” de José Mota . “No es por no hacerlo. El sistema no es infalible, nunca verás a un emprendedor contento. Si hubiera un sistema que mantuviera el equilibrio entre usabilidad y eficacia, no te quepa la menor duda de que lo usaríamos. A mí me interesaría decir ‘son tantas personas y no hay ningún fallo’”. Y continúa: “nuestro equipo de ingenieros ha generado mecanismos automáticos antispam, sistemas de traqueo de peticiones que están recibiendo muchas firmas desde una misma IP con muchos correos válidos, o cuando se meten firmas a una velocidad no humana”. Según cifras facilitadas por el propio Polo y que no tenemos posibilidad de contrastar, “el número de gente que intenta meter firmas falsas es minúsculo, un 0,3 por ciento”, que ascendió hasta un 1,9 por ciento en el caso concreto de la petición de dimisión de Rajoy y la cúpula del Partido Popular . “El PP intentó desprestigiar a la plataforma, pero saben que si hay 500.000 firmantes, 499.900 son usuarios reales”, remarca Polo.
Esa usabilidad de la que habla Polo es la que hace de Change.org una plataforma con gran potencial mediático y, por tanto, más propensa al uso masivo por parte de todas esas huestes de activistas caseros. Y es esa misma usabilidad, esa rentabilidad del clic, la que a veces no gusta cuando se habla del activismo online. En esta línea, el columnista del británico The Guardian Micah White escribía: “El problema es que este modelo de activismo acrítico abraza la ideología del marketing. Se acepta que las estrategias de la publicidad y la mercadotecnia usadas para vender papel higiénico puedan construir también movimientos sociales. Esto manifiesta por sí mismo una fe extraordinaria en el poder de los números para cuantificar el éxito. La obsesión por el análisis de los clics transforma el activismo digital en clictivismo. (…) Y los clictivistas equiparan el poder político al aumento del porcentaje del número de clics”.
Aunque Polo rehusó hablar de cifras aludiendo a la falta de obligación por parte de las empresas norteamericanas de hacer públicos sus balances anuales, ahí van algunos numeritos: la revista Forbes ya calculó en su momento que Change.org habría facturado unos 15 millones de dólares en 2012. ¿Y Change.org España? En realidad no existe Change.org España, sino una herramienta en su página web que la traduce en función del país desde el que accedas, pero sí sigue existiendo The Actuable Network SL, que facturó 879.000 euros en 2013 (unos 100.000 euros menos que Twitter España) frente a los 675.000 euros que generó en 2012.
Muchos como Micah White se esfuerzan en remarcar esa línea divisoria entre la batalla por las ideas y la batalla por los números, entendiendo que el fomento de la segunda —clics, me gustas, tuits, retuits, posts compartidos, peticiones firmadas, etc.—, va en detrimento de la primera. Aunque también hay quien las entiende como parte de un mismo crisol inconformista. Obviamente, a Polo este concepto de slacktivism y sus connotaciones peyorativas no le hace mucha gracia. Y como él, Edurne Rubio, responsable de ciberacciones de Amnistía Internacional en España, lo considera “una expresión fea y elitista que desprecia ciertas formas de movilización. En la época en la que vivimos, que yo cuelgue algo en Facebook hace que otras diez personas estén informadas”.
Hay quienes dicen que no podemos medir el impacto de una idea en las mentes de la gente, pero sí podemos medir sin embargo el número de likes. Pero ¿en qué medida se está sobredimensionando el voluntarismo o la implicación de estos revolucionarios virtuales frente a aquellos que, al menos, se han molestado en salir a gritar a la calle? La directora de comunicación de Greenpeace, Laura Pérez, lo tiene claro: “Aquí no estamos para juzgar si un activismo es mejor que otro. No son compartimentos estancos. Hay gente que se cuelga —de una fachada— para protestar contra la energía nuclear y también firma la petición, y gente que firma pero que no se puede colgar. Yo creo que es sumatorio, y que haya una plataforma como esta —Change.org— no hace que haya menos activistas. En Greenpeace no tenemos menos activistas porque existan las redes sociales”.
Así, el activismo cibernético se enfrenta a dos polémicas profundamente enraizadas en su esencia misma, especialmente por tratarse de una realidad relativamente joven que aún no ha sido objeto del merecido análisis científico y social. En primer lugar, frente a la —a priori— férrea convicción del activista clásico, se plantea si esta nueva versión de activismo, que no requiere tiempo, dinero o apenas complicidad, alimenta la futilidad de la voluntad activista, o si, por el contrario, está originando un nuevo modelo de revolucionario con zapatillas de estar en casa igual de respetable. Y en segundo término, no existe una plena certeza sobre si esas cifras funcionan, actuando como acicate contra empresas y gobiernos preocupados por la imagen que la opinión pública tiene de ellos, o si tan solo suponen catarsis general sin más consecuencias que la indignación frente al ordenador.
Laura Pérez aclara que “hay una relación directa entre el número de firmantes y las posibilidades de éxito. Ni Greenpeace ni nadie puede ganar una campaña sola. Nuestra campaña de protección del Ártico no dice ‘GP pide la protección del Ártico’ sino ‘Más de un millón de personas piden…’ La denuncia pública tiene mucha más fuerza para provocar el cambio y te facilita muchísimo. Tener el respaldo de la gente te hace generar victorias”.
Unicef Suecia fue más pragmática. Hacia mediados del 2013 lanzó una campaña bajo el título Likes don´t save lives . Consiguieron viralizar una serie de vídeos en los que se veía a varias celebridades suecas intentando pagar un almuerzo, un jersey o un corte de pelo con likes, así como diferentes banners en los que podía leerse “Danos a me gusta en Facebook y vacunaremos a cero niños contra la polio”. Además, realizó una encuesta entre la población sueca de la que entresacaron que uno de cada siete suecos pensaban que dar a me gusta a una organización en Facebook era igual que donar dinero a la misma. Nos ahorraremos el comentario al respecto de esto último.
José Manuel Guerra, profesor de Psicología Social de la Universidad de Sevilla, también alude a la frivolidad del clic y la volatilidad de las cifras. “Se lucha a través del número de gente que mueves, aunque esto puede ser muy ficticio, porque pueden no ser tantos usuarios. El compromiso a veces es muy light, no es algo que busques expresamente, puedes pertenecer a una línea muy lejana a los precursores de la idea. Lo que representa es lo que representa: que no te importa darle a un clic, pero no significa que vayas a hacer una acción en contra del promotor”, y añade el concepto de desinhibición online acuñado por John Suler, en virtud del cual el internauta tiende actuar en la red de manera algo diferente a como lo haría en un contexto no virtual. “¿Por qué hay gente que vota una cosa y es incapaz de reconocerlo? Porque hay presión hacia cierto partido y somos muy vulnerables a la presión; la gente es muy débil emocionalmente”, puntualiza el académico.
En España apenas se ha estudiado el fenómeno del activismo en la red, pero el mundo anglosajón ya lo ha hecho por nosotros. Kirk Kristofferson, Katherine White y John Peloza concluyeron en su estudio (The nature of slacktivism: How the social observability of an initial act of token support impacts subsequent prosocial action) que la exposición pública que implican algunas de las formas de activismo en internet (compartir en redes sociales, mensajes en cadena por correo electrónico, etc.) satisface la necesidad de emprender acciones futuras dotadas de “mayor significado” (donaciones, voluntariados, etc.).
“Yo diría que el activismo de vagos es más una voluntad de representar el papel de un apoyo simbólico sin costes que un apoyo dotado de significado”, explica Kristofferson. “Claro que el activismo es algo que debemos combatir. Mientras las organizaciones sin ánimo de lucro están dedicando una significativa cantidad de tiempo y dinero a sus campañas de apoyo simbólico con el empeño de generar un apoyo significativo, los resultados de nuestro estudio muestran que esas campañas pueden no estar siendo tan efectivas como se espera. Encontrar nuevas formas de incrementar el apoyo significativo es muy importante. Nuestro trabajo muestra que centrar la atención en la relación entre los valores del sujeto y la causa a la hora de mostrar un apoyo simbólico reduce el slacktivismo público”.
Mifirma.com es otra vertiente del activismo online. Esta organización sin ánimo de lucro busca, en palabras de Julián Valero, uno de sus cinco integrantes, “ofrecer una herramienta de democracia directa” actuando como soporte de recogida de firmas para Iniciativas Legislativas Populares (ILP). Frente a lo que pudiera pensarse, Valero cree la labor de Change.org es “magnífica y un ejemplo de cómo hacer presión política, pero el destinatario de la propuesta no está obligado a nada”.
La Plataforma de Afectados por la Hipoteca se valió de este portal para recoger algunas de las firmas que le permitieron llevar su ILP contra los desahucios y en favor de la dación en pago al Congreso. Pero la relativa complejidad que requiere el uso de plataformas como Mifirma.com las hace infinitamente menos populares que otras como Change.org. Para firmar una ILP a través de esta web es necesario un certificado electrónico —por ejemplo, el DNI electrónico— pero, como Valero lamenta, puede haber problemas con “Java, con el cortafuegos, con las ventanas emergentes, puedes tener el DNIe pero no lector… Son una serie de barreras”.
Sin duda Internet ha equilibrado la relación entre el gobernante y el gobernado al dotar a los ciudadanos del poder que la información garantiza. Y pese a que internet está impregnando nuestras acciones cotidianas exponencialmente, sigue siendo una realidad paralela, adicional, que no debe confundirse con la realidad física. O al menos eso opina César Cruz, responsable de la comunicación de Democracia Real Ya, una asociación que debe en parte su popularidad a la difusión de internet. Sin embargo, Cruz no concibe la movilización, física o virtual, sin una estructura organizacional que la respalde. “Existe una doble vertiente. Si nos quitan las herramientas de internet, ¿en qué nos quedamos? Por un lado ayuda a la difusión, pero ¿de qué sirve tener 500.000 seguidores en Facebook si no puedes juntar 4.000 en una plaza?”, se pregunta Cruz, quien entiende el activismo web como una versión “mucho más fugaz porque no hay una convicción detrás”.
La visión del profesor Guerra es algo más optimista. En su opinión, “la mayoría de la gente sigue pensando que es buena pese a vivir en una sociedad egocéntrica. Cuando le das la sensación a alguien de que ayuda a otro alguien, eso funciona. Hombre, si quieres reforestar el planeta habría que coger una pala, pero preguntar ‘¿está usted de acuerdo con que el gobierno destine tanto dinero a reforestar tal zona?’ es mucho más sencillo. Son mecanismos más simples pero eficaces”.
Enumerar los éxitos que el activismo online ha podido generar no parece justo —o al menos preciso—, de igual manera que no se antoja justo hablar de cómo una ley fue aprobada gracias a tal manifestación, o cómo tal recogida de firmas detuvo tal maniobra empresarial, porque se trata de un maraña compleja y las distintas partes de la misma se alimentan unas a otras; un conjunto de acciones en el que unas pierden efectividad sin las otras, y viceversa. De igual manera que de nada sirve dar a me gusta en Facebook si no estás dispuesto a donar un céntimo o a echar una mano en tu día libre, de poco sirve proclamar una sentada ante equis organismo o una marcha frente a tal institución eludiendo la profusión que las nuevas tecnologías facilitan.
Por supuesto que la revolución será televisada. Y tuiteada. Y compartida. Cosa distinta será dónde y cómo vas a estar tú para verla.