Hablemos del chalet de 600.000 euros de Pablo Iglesias e Irene Montero

En la tele de mi casa, un grupo de tertulianos llevan alrededor de una hora y media debatiendo sobre el chalet que Pablo Iglesias e Irene Montero se acaban de comprar en Galapagar, un lugar cercano a la sierra norte de Madrid. Pablo e Irene, Irene y Pablo, pagarán una hipoteca de 800 euros al mes cada uno hasta finiquitar el pago de la casa, valorada en 540.000 euros.

El chalet, según informan en televisión, tiene habitaciones, cuartos de baño, cocina, piscina, un jardín… Aunque me importa poco la vida privada de cualquier cargo público que no me robe, a estas alturas del programa conozco ya tantos datos relativos a esta casa y su hipoteca que estoy a punto de arrancar a opinar sobre si deberían o no cambiar algunos azulejos o sobre si es mejor el plazo fijo o el variable.

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La tertulia en la mesa del estudio de televisión solo se interrumpe para conectar en directo con representantes de todos y cada uno de los partidos políticos (PP, PSOE, Podemos y Ciudadanos) que, sin entrar en azulejos, también opinan sobre el “Chalet Gate”. Un asunto que ha obligado a Irene Montero a justificar su decisión en este comunicado en Facebook.

Siempre he pensado que es un error que la vida privada de los representantes públicos sea tema de conversación y me sentía orgulloso de que en España fuese habitual que no supiéramos ni nos importase cómo es el techo bajo el que viven Soraya Sáenz de Santamaría, Pedro Sánchez o Albert Rivera, ni qué notas sacan sus hijos en el colegio, siempre que todo sea legal.

Es más, me gusta que del hijo de Rajoy no se sepa más (ni nos importe) que aquella colleja que le dio su padre en la COPE. Son vidas privadas que nada tienen que ver con su cargo, siempre que al niño no le regalen un máster con 12 años por ser “hijo de”, claro está.

Pero este caso es distinto, me dice un amigo y me enseña el famoso tuit del 2012 en el que Pablo Iglesias criticaba que el recién nombrado ministro de Economía, Luis de Guindos, hubiese invertido comprándose un ático en la Moraleja. El tuit lo conozco porque es el que lleva adornando la tertulia en esas pantallas gigantes que hay tras la mesa de opinadores desde que encendí la tele. “¿Entregarías la política económica del país a quien se gasta 600.000€ en un ático de lujo?”, se preguntaba Iglesias en Twitter seis años antes de meterse en una hipoteca similar a su crítica.

¿Quién podía dejar pasar la oportunidad de señalar las diferencias entre ellos, los de los áticos de lujo y nosotros, la gente? Pablo Iglesias, desde luego, no la dejó pasar

El problema no es el chalet, es la incoherencia, señala un tertuliano y todos asienten, que es, más o menos, lo que llevan haciendo desde hace una hora y media en esa tertulia, con unas u otras palabras. Lo cierto es que tienen razón. Es incoherente. Podemos y Pablo Iglesias encontraron un filón político del que abusaron. El de autoproclamarse “la gente” en contraposición con la mayor banda de saqueadores con corbata que hemos conocido.

La tentación era grande, desde luego. Los sinvergüenzas son tantos, sus políticas para unos pocos son tan dañinas y la urgencia por echarlos tan fuerte que, ¿quién podía dejar pasar la oportunidad de señalar las diferencias entre ellos, los de los áticos de lujo y nosotros, la gente? Pablo Iglesias, desde luego, no la dejó pasar.

Demasiado jóvenes y vírgenes políticamente como para que el eslogan fuese “¿Entregarías la política económica del país a quien se gasta 600.000€ en un ático de lujo, cosa que me parece bien siempre que se lo haya ganado de forma legal y ética, eso es lo que tendremos que discutir”? Como lema hubiese sido una mierda. Demasiado largo y con un final nada Braveheart. Sí, Podemos en general y Pablo Iglesias en particular pecaron de exceso de épica popular, confundiendo denuncia con moralina. El discurso de la pureza tenía una hipoteca tan alta que no la pudieron pagar.

Apago la tele cansado de conocer datos sobre el chalet de Iglesias y Montero con la sensación de haberle dedicado más tiempo a informarme sobre su casa que sobre la mía propia cuando alquilé este pisito de sesenta metros cuadrados, que me parece un palacio maravilloso, y que me convierte en “gente” con denominación de origen.

Qué pérdida de tiempo, no vuelvo a caer, pensé, y caí en la cuenta de que no era la primera vez que caía. Hace unos años las tertulias e informativos de medio país hablaban del piso de Ramón Espinar, otro miembro de Podemos con experiencia en las noticias de carácter inmobiliario. Otro caso de incoherencia, claro. Podemos y la incoherencia, la incoherencia y Podemos. Y es que no hay nada más incoherente que la gente. Ese sí que sería un buen lema.

De algún modo sí que lo somos. Llevamos cuarenta años de democracia sin ver incoherencia ni hacer debates especiales porque un partido que no condena el franquismo se dedique de lunes a domingo a dar lecciones de democracia.

De algún modo tenemos muy interiorizada la idea de que los que piden mejoras de vida para quienes peor están, tienen que vivir con una mano delante y otra detrás. Si no, son hipócritas

¿Se imaginan una tertulia en la que se discuta la incoherencia de Rajoy por haberse autodenominado guardián de la democracia mientras en las pantallas del plató se muestra una foto (en esa época no había Twitter) del presidente con el ministro franquista y fundador del PP Manuel Fraga? Yo no.

¿Se imaginan una reforma fiscal del PP que beneficia a las clases pudientes junto a una foto de Dolores de Cospedal vestida de mantilla en un acto cristiano? El problema no es la reforma fiscal, el problema es la incoherencia de presumir por ser el partido de los católicos, diría el tertuliano y todos asentirían si alguna vez algo así pasase en un especial de hora y media. Pero no, no pasa.

¿Se imaginan una tertulia hablando del chalet de Albert Rivera, vecino de Cristiano Ronaldo o Borja Thyssen? El problema no es el chalet, diría alguno, el problema es que siempre esté hablando de las clases medias y él viva junto a la élite económica. Tampoco pasa.

La exigencia de coherencia solo apunta a una zona. Ha sido así siempre. De algún modo tenemos muy interiorizada la idea de que los que piden mejoras de vida para quienes peor están, tienen que vivir con una mano delante y otra detrás. Si no, son hipócritas. Han de superar un casting de estética y comportamientos de lo que se espera de un pobre para ser coherentes.

A Ada Colau llegaron a afearle que tuviera una casa al tiempo que pedía que otros también pudieran tenerla. De la boda del líder de IU Alberto Garzón, se habló equiparándola a la de un jeque. Comieron marisco, dijeron algunos, como si el marisco creciese en los árboles del barrio de La Moraleja y el líder de Izquierda Unida lo hubiera robado.

No tiene sentido, pero el caso es que sucede. La trampa funciona. A mí me pasa. Veo esas imágenes del chalet con piscina de Iglesias y Montero y pienso que no conozco a nadie que, siendo “gente”, tenga una vivienda así. Y me choca mucho. Y de algún modo, olvidando nombres, chalets o partidos, es preocupante que nos choque que quien puede permitirse lujos, se preocupe públicamente por que otros también puedan permitirse algo.

Cuando consigamos la coherencia absoluta, quien no puede defenderse a sí mismo, será el encargado de defender al resto

En la búsqueda de una coherencia, la “gente”, debería estar sola, observándose incoherencias, criticándose entre sí. Que nadie con un título universitario hable en nombre de la gente, porque muchos no lo tienen. Que nadie con graduado escolar hable en nombre de los pobres, porque aún queda gente que no sabe leer ni escribir.

Cuando consigamos la coherencia absoluta, quien no puede defenderse a sí mismo, será el encargado de defender al resto. Y todo será tan coherente como una mariscada en el barrio correcto.