Quizá nos recuerden a los Moradores de las Arenas de
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La Guerra de las Galaxias, pero esto no es el planeta ficticio de Tatooine, esto es Baluchistán. Es normal que no tengas ni idea de dónde está, aunque leas con regularidad la sección internacional de tu diario favorito, porque el conflicto que vive esta zona es uno de los más silenciados del mundo. Baluchistán Este fue anexionado por Pakistán en 1948. Baluchistán Norte y Oeste están bajo control afgano e iraní, respectivamente. Aunque la “comunidad internacional” se haya olvidado de las personas que lo habitan (por no hablar de los más de 7.000 desaparecidos en los últimos 3 años), en ningún caso se le ha pasado por alto su enorme valor energético y estratégico. La arena que hay bajo las sandalias de estos gue-rrilleros esconde uranio, petróleo y gas, entre muchos otros tesoros. Los intereses americanos en este territorio se deben al oleoducto TAPI (Turkmenistán-Afganistán-Pakistán-India), que pretendían construir en el 2010 (lo llevan claro); y los intereses iraníes e indios se deben el IPI (Irán-Pakistán-India), cuyo trazado ya está aprobado. Por lo visto, lo único interesante de esta zona para los media es Quetta, capital del Baluchistán pakistaní y hogar del líder talibán Mullah Mohammed Omar. Pero esto nada tiene que ver con los guerrilleros baluches, cuya guerra es muy diferente a la de los talibanes: ellos simplemente no quieren ser parte de Pakistán.
Nuestro punto de partida se encuentra en el Baluchistán pakistaní. No puedo desvelar el nombre, porque sería dar demasiadas pistas sobre el paradero de los que fueron mis anfitriones. Las primeras dos horas de camino se hacen de noche y en un 4×4 de cristales tintados. El conductor y su copiloto cubren su cara con un turbante mientras que Said, mi contacto, y yo, viajamos con los ojos vendados por “motivos de seguridad”. Pero, la verdad, no me siento muy seguro. Aún así, resulta fácil adivinar el momento en el que el vehículo abandona la vía principal y se adentra en el desierto. La parte trasera del coche “culea” entonces al ritmo de “Paadha, Baloch”, un himno popular de la zona que suena desde los altavoces: “¡Levántate Baluche, estamos en guerra!”, canta Savzal Bugti, un músico tan popular como proscrito en Pakistán.
A la una de la mañana, el conductor y su acompañante nos dejan en manos de otro guerrillero. Así comienza la segunda parte de esta singular travesía: una marcha a pie imposible, en mitad de la noche y a través de un escarpado paisaje de granito. “Tened cuidado por donde pisáis”, avisa nuestro guía. “Aquí no va a venir la Media Luna Roja a buscaros”. Son cinco horas sin luna de ninguna clase en las que está prohibido encender una linterna o torcerse un tobillo. Al final, la silueta de un guerrillero rezando sobre un risco se recorta contra el amanecer. Hemos llegado.
“Salaam, heriat, tik-tak”, nos saludan en baluche con sendos apretones de manos dos guerrilleros que acaban de aparecer de un bosque de bloques de granito negro. Seguidamente, llenan una cantimplora en el río y nos la ofrecen tras mezclar el agua con limón y azúcar. Cuatro cantimploras más tarde, el sol se alza ya en toda su plenitud. Sorprende la total precariedad del campamento. No hay ningún tipo de construcción, ni chabola, ni siquiera una cueva en la que refugiarse en las frías noches de invierno o durante un eventual bombardeo. Los guerrilleros podrían abandonar el campamento ahora mismo y apenas dejarían tras de sí más rastro que el de las piedras ennegrecidas por el fuego donde ahora mismo cocinan la carne de cordero.
“Descansad aquí. Después desayunaremos y podréis hacer vuestro trabajo”, nos indican nuestros anfitriones, refiriéndose a una alfombra baluche extendida sobre la que probablemente es la piedra más plana en muchos kilómetros a la redonda. Pero la tentación de rendirse al sueño es vencida por la curiosidad que despiertan las voces de unos niños desde la distancia. Llegan desde una familia de nómadas. Al pastor, tocado con un kulla (el casquete rojo baluche), le siguen parsimoniosamente una pareja de camellos en fila. El primero lleva los enseres, que se reducen prácticamente a la tela negra de una haima y unos utensilios metálicos para cocinar; sobre el segundo descansa su mujer, que lleva un bebé en brazos. Sus cuatro hermanitos se encargan de llevar las ovejas a la orilla del río para abrevar. Tanto la madre como las hijas visten el colorido pashk, un vestido tradicional baluche adornado con remaches metálicos y motivos tribales.
“Por favor, no saques fotos a los pastores”, me pide uno de los guerrilleros. Además de las evidentes razones de seguridad, está el hecho de que fotografiar a una mujer baluche es un tabú que sobrevivirá a varias generaciones. Junto al nomadismo, otro claro indicador de la balochiat, algo así como la “baluchindad”.
Si resulta imposible saber dónde nos encontramos, tampoco es fácil adivinar quiénes son nuestros anfitriones. Resulta que la resistencia de este pueblo se reparte entre una plétora de grupos armados como el BLA (Ejército de Liberación Baluche), el BRA (Ejército Republicano Baluche), el BLF (Ejército de Liberación Baluche) y Lashkar e Baluchistan (Ejercito de Baluchistán). Esta ensalada de siglas no es más que el fiel reflejo de una sociedad marcadamente tribal.
“Nosotros somos
Lashkar e Baluchistan”, me aclara el comandante de este batallón de 20 hombres, que dice tener 40 años y que oculta tanto su cara como su nombre. Le llamaremos Amir, “líder” en lengua baluche. “Existen varias organizaciones armadas además de la nuestra pero no hay rivalidad alguna entre nosotros. De hecho, estamos todos perfectamente coordinados”, asegura Amir ante un generoso desayuno a base de cordero. “Eso sí, todos perseguimos un mismo objetivo: la liberación de Baluchistán”.
Si bien todos los grupos insurgentes de Baluchistán Este comparten una agenda común, no hay sintonía entre éstos y sus compatriotas bajo control iraní. Los baluches son sunitas en su gran mayoría, lo que no supone un problema en Pakistán pero sí en el vecino Irán, donde el poder está en manos de los farsis chiítas. Así las cosas, la resistencia baluche frente a Teherán tiene un marcado corte wahabí, mientras que en Baluchistán Este los grupos armados antes mencionados son seculares y de corte marxista.
Sorprende la inscripción “BNP” grabada en una enorme piedra. Son las siglas del Partido Nacionalista Baluche, del que reniegan estos guerrilleros para quienes la lucha en el parlamento del BNP y el BRP (Partido Republicano Baluche) se ha demostrado inútil. “Nosotros también hacemos política, pero con las armas. En Pakistán no hay otra manera”, afirma Amir, citando a Khair Bakhsh Marri, líder histórico de la resistencia y sardar (jefe tribal) del clan de los Marri, el más grande de Baluchistán Este.
¿Y qué hacén exactamente? “Nuestras operaciones consisten en sabotajes a torres de comunicaciones e infraestructuras del ejército. Colocamos minas de carretera al paso de un convoy del ejército o de los Frontier Corps (la policía militar), o les disparamos con los RPG (bazoka de fabricación rusa)”, explica el comandante. Este modus operandi es el mismo del resto de las organizaciones armadas baluches.
Tras la muerte de Balach, el hijo de Khair Bakhsh Marri, en 2007, el cabeza visible de la insurgencia baluche en su conjunto es hoy Brahamdagh Bugti, líder del BRA. Este joven de 28 años es nieto de Akbar Bugti, sardar de los Bugti, fallecido hace tres años tras bombardear Islamabad la cueva en la que se refugiaba. Circulan infinidad de rumores en torno al paradero y las actividades de Brahamdagh. Se dice que tiene su cuartel general en Spin Boldak, una estratégica localidad afgana a medio camino entre Kandahar y Quetta (la capital de Baluchistán Este). También se apunta a que el BRA recibe entrenamiento de manos de las tropas anglo-norteamericanas que, presuntamente, estarían “usando” a la guerrilla baluche para controlar el flujo de talibanes en la frontera Af-Pak. “Esos rumores los difunde Islamabad para alimentar la teoría de que India y USA nos están ayudando pero lo cierto es que seguimos esperando a que alguien lo haga”, asegura Amir justo antes de colgarse su kalashnikov al hombro e invitarme a conocer al grupo de guerrilleros que dirige.
Tanto el comandante como sus combatientes visten el shalwar kamiz, ese conjunto de camisa holgada hasta las rodillas y pantalones bombachos cuya hegemonía resulta aplastante en Asia Central y el Subcontinente Indio. Tras una presentación ya “oficial” ante el resto del grupo, conozco a un guerrillero que dice tener 25 años, y que responde al nombre en clave de Enqelab (“Revolución”, en lengua baluche). Según cuenta, su vida y la de su hermano cambiaron drásticamente por una necesidad tan básica como la de hidratarse.
“En mi aldea todavía no hay ni agua corriente, ni gas ni electricidad”, arranca Enqelab tras posar su bazooka en el suelo. “Mi hermano mayor y yo solíamos acercarnos a las juntas de los tubos que llevan el agua a la planta de gas de la región de Sui. Aflojábamos las tuercas con una llave inglesa y recogíamos el agua que necesitábamos en un bidón de plástico de cinco litros. Un día, la policía vino a casa y se llevó a mi hermano. Lo acusaron de sabotaje a instalaciones del gobierno. Pasó seis años en la cárcel y hoy no se puede valer por sí mismo debido a las secuelas de las torturas que sufrió.”
La planta de gas a la que se refiere Enqelab es la más importante de Pakistán, a la vez que uno de los desencadenantes del levantamiento en armas de los baluches. Sui es el paradigma del expolio a manos de Islamabad de unos recursos enormes: gas, carbón, uranio, oro, petróleo… Pero quizás lo más humillante sea el hecho de que el gas de Sui ni siquiera llega a las humildes casas de adobe que descansan sobre la reserva.
Bair (“Venganza”) también es baluche pero, curiosamente, cubre su rostro con un turbante tradicional de la región de Sindh. Junto con los baluches y los pastunes, los sindis son otros de los “ciudadanos de segunda” en un país donde la etnia dominante son los punyabíes. Bair llegó hace tres años desde Quetta, la capital de Baluchistán Este, donde era miembro del BSO (Organización de Estudiantes Baluches). Su condición de activista urbano le costó un arresto de dos meses durante los cuales fue torturado a diario. Desde marzo de 2005, más de 7000 activistas políticos, sociales y de Derechos Humanos han sido secuestrados, torturados o asesinados a manos de los servicios secretos, que son los que realmente gobiernan el país. Algunos de los capturados aparecen muertos a los pocos días; otros se pudren en la cárcel, y a los más afortunados se les deja libres para que los irredentos a su alrededor depongan sus intenciones tras escuchar los terribles relatos de tortura. Como el que cuentan a mí ahora.
“Mi celda era un habitáculo húmedo y sin luz de dos metros por uno”, explica Bair bajo su turbante rojo. “Era como estar enterrado en vida. Sólo me sacaban para golpearme, siempre cabeza abajo y con los ojos vendados. Me desmayaba a menudo, y buscaba cualquier cosa que pudiera ayudarme a acabar con mi vida. Nunca pensé que saldría vivo de allí pero, al final, me soltaron. No sería capaz de pasar por lo mismo otra vez o correr el riesgo de ser arrestado y arrojado después al desierto desde un helicóptero. Por eso me uní a Lashkar e Balochistan.
Bair es la excepción en un grupo del que la mayoría de sus integrantes proceden de un entorno rural. Son provincias que carecen de las infraestructuras más básicas como un hospital o una escuela. Así las cosas, a nadie extraña que el 80% de los baluches de Pakistán sean analfabetos, una cifra extensible a esta comunidad guerrillera.
No obstante, todos estos guerrilleros hablan baluche y urdu con total fluidez, y muchos incluso hablan el pastún y el brahui. Uno de estos políglotas es Girok (“Relámpago”), aunque su dominio de cuatro lenguas no le ha servido de gran ayuda hasta el día de hoy. Después de que el ejército pakistaní destruyera su aldea al sureste del país, él y su familia se vieron obligados a cambiar la soledad en la llanura del desierto baluche por las montañas de basura a las afueras de Karachi, una urbe de más de 20 millones de habitantes. Según diversas organizaciones internacionales, cerca de 80.000 familias han corrido la misma suerte en los últimos tres años.
“Me he pasado la vida huyendo y lamentándome de mi mala suerte. Eso se ha acabado”, sentencia Girok mientras se acaricia la cicatriz en su antebrazo derecho. No se la hizo una bala perdida en el fragor de la batalla; fue un cuervo “demasiado territorial” con el que se cruzó en aquel vertedero en el que vivía, y del que comía. Desde allí, Girok no tardaría en llegar a Lyari, el barrio donde viven la mayoría de los baluches de Karachi. Se trata de un distrito cuya febril actividad se paraliza únicamente cuando Brahamdagh Bugti es entrevistado por un canal extranjero, generalmente de la vecina India, archienemiga de Pakistán. Lyari fue la última escala de Girok antes de llegar a este inhóspito paraje.
Umit (“Esperanza”) es otro de los guerrilleros a los que el comandante exime de sus tareas para compartir un rato con nosotros. El resto monta guardia desde imponentes atalayas de piedra, oteando el horizonte con desconfianza. Imposible olvidar que, con 600.000 soldados, el de Pakistán es uno de los ejércitos más numerosos del mundo, a la vez que uno de los mejor abastecidos con armamento americano de última generación. En cualquier caso, Umit descarta una operación terrestre a gran escala sobre esta zona.
“Este es un terreno muy escarpado en el que no hay carreteras por las que transportar a las tropas. La única opción es desde el aire”, asegura confiado el guerrillero, refiriéndose a los helicópteros artillados y a los cazabombarderos F16. En ese caso, sólo queda esperar a que este baluarte de granito sea todo lo fuerte que aparenta.
“Islamabad está usando contra nosotros las armas que le dio Washington para combatir a los talibán”, se queja Umit, que empuña hoy el kalashnikov que ya usara su padre en otros tiempos. Él es el último de una familia cuyos miembros han participado en los cinco levantamientos baluches desde que Pakistán ocupara su tierra en 1948. En cualquier caso, la mayoría de sus antecesores no tuvieron que enfrentarse a los helicópteros Cobra que sobrevuelan la zona. Algunos de ellos llegaron desde Teherán antes de la revolución islámica del 78. Según parece, el sha, Reza Pahlevi, regaló dicho armamento Made in USA a Pakistán para sofocar una insurgencia baluche que amenazaba con extenderse al Baluchistán bajo control iraní.
“¿Por qué hemos de sacrificar nuestro derecho a la libertad perteneciendo a una federación que domina una sola nación?”, exclama Umit, en mitad de un silencio levemente rasgado por el viento caliente del desierto. No sé qué responderle, claro. Esta es la pregunta que retumba en los oídos de los baluches desde hace ya más de 60 años. Una fórmula más o menos retórica, pero que no esconde más que la ideología y el anhelo más básico de todo ser vivo, algo que todos podemos entender: sobrevivir a toda costa.