Bienvenidos a nuestra columna Confesiones de Restaurante, donde le damos espacio a las voces no escuchadas de la industria restaurantera, ésas que están tras bambalinas. Entérate de lo que ocurre en la parte obscura de tus restaurantes favoritos. En esta entrega, un cocinero de restaurante de hotel nos cuenta cómo es pasar la víspera de Navidad y Año Nuevo trabajando en la cocina.
Antes tenía una familia que me extrañaba en la cena de Navidad o en la de Año Nuevo. Mi esposa me enviaba mi regalo al restaurante, me llamaba a media noche y ponía a mis hijos al teléfono para que juntos gritaran: “¡Feliz Navidad, papi!”. Me guardaban un poco de la cena y a veces hasta me enviaban mensajes de texto para contarme cómo la estaban pasando sin mí, extrañándome.
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Eso ya no pasa. Ya todos se acostumbraron a mi ausencia. Ya ni siquiera me preguntan si estaré, saben que mi lugar durante esas fechas está en la cocina. Aunque ya no sé por qué.
En el mundo restaurantero trabajar en víspera de Navidad y de Año Nuevo no es novedad. La regla es que si eres el más joven de los cocineros, te toca trabajar las noches en las que todo el mundo está descansando, embriagándose, pasando el mejor rato del año. Yo he pasado seis años perdiéndome las celebraciones familiares con tal de cumplir con mis labores en la cocina. Al principio lo hacía porque era joven y sentía que si perdía el trabajo me iba a ir muy mal, y ni modo. Después me hicieron jefe de cocina y pues, el capitán nunca abandona el barco, ni siquiera para ir a cenar con la familia.
Creo que ya nadie me extraña en casa. Ni yo a ellos. Bueno sí, pero no tanto. Después de todo, yo he elegido pasar estas noches con mi más grande amor: la cocina.
Aún así es difícil trabajar en restaurantes durante esta época, porque mientras uno se está jodiendo el lomo, la gente está en la fiesta, brindando, celebrando. A veces, cuando veo a los comensales pasándosela tan bien, me da la nostalgia. Y la culpa. Ésa es peor. Yo debería estar abrazando a mis hijos, no malabareando con sartenes. Debería cortar el pavo para ellos, no para desconocidos. Pero cuando llegan estos pensamientos prefiero hacerme tonto, para no sufrir. Soy muy bueno haciendo eso.
Luego pienso: Mis hijos algún día entenderán. Mi esposa también. Ellos saben que trabajo para darles lo mejor, aunque eso signifique no tenerme a mí. Y no sé, igual y sí, pero creo que también saben que la verdad sí disfruto pasar Navidad y Año Nuevo en la cocina. Es mi decisión. Y en esa decisión dejo a una familia por otra —mis compadres cocineros son mi familia también—.
Tratamos de hacerlo lo más divertido posible. Ponemos música a todo volumen, bebemos ron, vodka, vino, lo que haya, hacemos bromas, nos reímos. Y cuando el último comensal se van, ponemos música de Los Ángeles Azules y nos emborrachamos. Pues sí, sólo así uno puede sobrevivir a la vida de cocinero.
También hacemos una cena especial. Claro, pues no se vale que solo cocinemos cosas deliciosas para los demás y no para nosotros. A veces horneamos un pavo y nos preparamos tortas con pavo y aguacate, otras hacemos costillas, bacalao, una piernita al horno, lo que sea, el chiste es comer diferente a los demás días, romper de la rutina. El restaurante donde trabajo –dentro de un hotel en la Ciudad de México— no nos da nada especial, nosotros hacemos una cooperacha (reúnimos dinero) y compramos todo para cocinarnos una buena cena. Tampoco nos da tiempo extra, así que tenemos que buscarnos ratos libres para preparar nuestra cena. Sí, es trabajo extra, y por eso la bebida también es extra en estos días. Tal vez por eso bebemos más en diciembre.
Siempre he sabido que para ser chef hay que abandonar la vida social —al menos la que ocurre fuera del restaurante—. Siempre me lo he creído. A veces dudo, a veces creo que mi familia me necesita, pero siempre termino aceptando que no, que me necesitan más acá, chambeando.
Puede ser que sólo sea una cosa emocional, o psicológica, no sé. Pero las noches de Navidad y Año Nuevo siempre me parecen infinitamente más cansadas. Termino agotado, tanto, que cuando regreso a casa no puedo reponerle el tiempo que les quité a mis hijos una noche anterior. Solo quiero dormir, dormir el cansancio y dormir la borrachera. A veces duermo 18 o 20 horas. Mucho. Mi esposa me regaña, se enoja conmigo, se decepciona. No puedo consolarla. Nunca entenderá mi vida, que es doblemente intensa que la suya.
A veces hay lágrimas. O siempre, más bien. Siempre lloramos, lloro yo, llora ella, lloran mis hijos. Quizás algún día deje de afectarnos a todos y aceptemos que soy una de esas personas que trabajan para que la gente pase el mejor Fin de Año de su vida. Tal vez yo acepte que prefiero pasar Navidad y Año Nuevo cocinando.
Como fue contado a Margot Castañeda.
Este artículo se publicó originalmente en diciembre de 2015.