Campos de jardala cerca de Chefchauen
Según el Observatorio Europeo de las Drogas, el 11,2% de los jóvenes del viejo continente fumaron porros en el último año. Si perteneces a ese porcentaje y el canuto que te fumaste fue de polen, da por su puesto que éste salió del Rif, región del norte de Marruecos que aspira a no dedicarse solo a la exportación de alijos y huevos culeros, sino también al consumo turístico interno.
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Son miles las familias que viven del kif -variedad local de cannabis- y sus derivados (además de hachís, mermeladas, harinas, tejidos, cosméticos…). El diputado del partido marroquí Autenticidad y Modernidad (PAM), Mehdi Bensaid, contabiliza en 80.000 las familias que viven del cultivo de kif en el norte de Marruecos, y al respecto su formación política aboga por establecer un marco legal a la producción, industria y comercialización del kif para evitar la criminalización de los agricultores humildes al ser comparados con los grandes terratenientes y señores de la droga.
Así, muchos habitantes de la zona han decidido abrirse al mundo y quitarse el estigma de la peligrosidad asociada al narcotráfico para convertirse en un centro de referencia de lo que se ha dado en denominar ‘turismo cannábico’. En ese sentido, la punta de lanza de esta tendencia aperturista es el municipio de Chefchauen. Normalmente, el turista fumeta random que viaja a la zona suele visitar esta localidad, que con los años ha acabado convertida en una suerte de parque temático moruno, perfecta para una escapada tranquila en la que perderse por sus agradables y sinuosas calles azules con los ojos bien rojos.
Nosotros, que fuimos con la intención de documentar, en la medida de nuestras posibilidades, las circunstancias en las que viven los productores de kif (partiendo de la base de que no íbamos a arruinarnos las vacaciones pareciendo ‘demasiado periodistas’ a ojos de las autoridades) decidimos comenzar nuestro periplo desde el corazón de Ketama, en Tlata Ketama concretamente, y desde allí subir hasta Chefchauen grabando y fotografiando lo que pudiéramos sin llamar demasiado la atención.
Para llegar hasta el Rif cogimos un autobús en Fez. Durante el trayecto, un chaval de poco más de 20 años, mellado y perteneciente a las Fuerzas Auxiliares Marroquís (los conocidos como Alis, paramilitares diseminados por todo el país, responsables de, entre otras cosas, hacer el trabajo sucio a España en lo referente al hostigamiento constante a los inmigrantes subsaharianos que tratan de saltar la valla de Melilla) no ocultó a ningún pasajero su entusiasmo por poder dedicar su permiso a ponerse fino de canutos rifeños, tanto que en una parada aprovechó para arrancar una mata de un campo próximo y subírsela al autocar gritando con voz ronca “marijuana marroquino”.
Poco antes de llegar a nuestro destino, pasados decenas de extensos campos de maría, algunos lindando con los arcenes, grupos de hombres sentados en los escasos quitamiedos de la sinuosa carretera hacían señales a los pasajeros de los vehículos llevándose los dedos índice y corazón a la boca, materializando una invitación a fumar con tan universal gesto. Viendo aquella bienvenida, junto con el verdor rutilante de las plantaciones, la euforia salpicada de turbación por lo que vendría a continuación nos sacó del sopor de las casi dos horas de autobús que llevábamos hechas.
Nos apeamos en Tlata Ketama sin tener la más puta idea de donde dormiríamos esa noche. No obstante, la duda se resolvió pronto porque, ni un minuto después de bajar del autobús, una furgoneta paró junto a nosotros y desde dentro un hombre con sus dos hijos adolescentes llamaron nuestra atención y nos invitaron a acompañarles a su casa, donde podríamos “comer, dormire, fumare, todo tranquilo”.
Nuestro guía y amigo, marroquí con pasaporte argelino sin el cual el viaje se hubiera topado con mil barreras idiomáticas, intercambió con ellos varias palabras en árabe y dio el visto bueno. “Es un agricultor humilde y padre de familia, nos fiamos de él”. Vamos.
Mohamed, que así se llamaba nuestro anfitrión, nos llevó hasta sus dominios. Mohamed vive con su familia en una finca que se extiende hasta la cima de la cresta montañosa que recorre aquella parte del valle, en la que se veían algunos campos sin recoger y la mayoría ya cosechados. “Ahora solo jardala”, explicaba Mohamed en referencia a la variedad de cannabis pakistaní que los agricultores de la zona llevan algunos años plantando y cuya recolección es más tardía que la variedad tradicional.
Al llegar nos condujo a una habitación con bancadas acolchadas alrededor de una mesa, estancia precedida por un recibidor sin más mobiliario que un lavabo y todo ello anexo a un cuarto con una letrina. Desde fuera se podía observar que este apartamento improvisado era de nueva construcción, según nos aclaró Mohamed la empleaban desde no hacía mucho para recibir a visitantes y turistas, a quienes agasajaba con té, pastas, frutos secos y un hachís blando y rubio como una magdalena.
Italianos, franceses, españoles, checos habían pasado por allí para disfrutar del hachís de la zona. Mohamed y su hijo mayor Hakim nos explicaron con amargura su aversión por la gente de Chefchauen ya que, según decían, se dedicaban a difundir entre los turistas la idea de que los pueblos del valle de Ketama son peligrosos a causa del narcotráfico, cosa que suponía para los municipios de la región una merma de los beneficios derivados del turismo, que absorbe mayoritariamente la célebre, inmaculada, gentrificada y por ello turísticamente más atractiva Chefchauen.
Mohamed enseñando sus plantas
Nuestro hospedero, humilde agricultor de kif, había montado una improvisada casa rural anexa a su propia casa para recibir turistas con hospitalidad en grado sumo. También recibía y hacía negocios con muleros, pero de eso nos enteramos después de boca del otro hijo de Mohamed, que en ningún momento dijo su nombre y que solo venía a sugerirnos, con mirada y sonrisas foscas, que nos tragáramos medio kilo cada uno para subirnos a España. Declinamos su oferta varias veces, pero a fuerza de insistir acabó por provocarnos cierta incomodidad.
Y es que solo habíamos ido a disfrutar del buen hachís y a conocer la zona, por eso pagamos por adelantado, para evitar cualquier malentendido a la hora de irnos que desembocara en alguno de nosotros o todos cruzando la frontera de Ceuta con medio kilo de polen en las tripas. Por 1300 dirhams (130 euros), dormimos cinco personas durante dos días (en los bancos de la habitación antes descrita, eso sí) y comimos platos deliciosos preparados por las culturalmente tímidas y esquivas hijas de Mohamed.
Tras esta agradable estancia de dos días fuimos a Issaguen para coger un taxi hasta Chefchauen. En Issaguen, a pesar de que el rey apostó por la localidad para que capitaneara la prosperidad de la provincia, no hay nada que tenga un especial atractivo más allá de las zonas boscosas que se encuentran por toda la zona. Es más, por momentos da angustia la insistencia de los lugareños que se te acercan a ofrecerte para fumar, para traficar o sencillamente para hospedarse tal como hizo Mohamed dos días antes.
Finalmente escapamos de estas versiones sui géneris de los relaciones públicas de Issaguen y conseguimos un taxi para subir hasta Chefchauen, pero al llegar nos volvimos a encontrar con estos conseguidores, con un estilo menos agresivo, que se acercaban a ofrecerte cualquier cosa que necesitaras; alojamiento, comida y porros principalmente. Seguimos a uno de ellos hasta uno de los muchos hostales para mochileros que hay en la ciudad y le preguntamos si podía llevarnos a una plantación y a ver el vareo. Sin problema, se dedican a eso, pronto arreglamos el plan.
Abdel enseñando el vareo antes de intentar tangarnos
Al guía que encontramos al llegar a Chauen se sumó otro que hablaba español de haber vivido en Valencia, ciudad donde también perdió los dientes a fuerza de fumar chinos. Llamaron a Abdel, un conocido propietario de una furgoneta que hacía las veces de taxi ilegal, que nos trasladó por caminos sin asfaltar hasta una casa a medio construir rodeada de campos de maría en lo alto de una colina próxima a la ciudad. Antes de subir quedamos en que les daríamos 15 euros cada uno por la visita, pero una vez arriba parecieron olvidar lo pactado y nos pidieron 50 euros a cada uno, cosa que nos rompía el presupuesto, por lo que comenzamos a discutir hasta rebajarlo a 25 euros por barba y sumando a la visita un trozo de hash de unos 15 gramos.
La excursión acabó tensa pero sin incidentes. Tampoco podíamos apretar demasiado puesto que dependíamos de ellos para bajar de donde quisiera que estuviéramos. Ellos no quedaron plenamente satisfechos con el negocio que hicieron con nosotros, además desconfiaron al vernos grabar el proceso de extracción con un despliegue de cámaras casi profesional, por lo que durante la vuelta en la furgoneta, en una costera que por nuestro peso no podía subir, nos tuvimos que apear todos. Nosotros rayados perdidos pensando que nos estaban emboscando. Nuestro guía, que practica artes marciales, con la cara tapada y el trípode en la mano caminaba amenazador hacia los dos moros que nos habían querido tangar con la visita a la plantación. Estábamos todos preparados para darnos de hostias.
Finalmente la cosa quedó en nada, ni ellos ni nosotros, todos colocados, queríamos jodernos el día dándonos de palos, por lo que llegamos a Chefchauen sin problemas, nos despedimos de ellos fría pero afablemente y nos fuimos al hostal a relajarnos y descargar el material. Por la noche nos pegamos la fumada de despedida en la terraza, invitando a todos los extranjeros que se hospedaban allí a fumar del polen del que habíamos hecho acopio en los últimos tres días. Al fin y al cabo, aunque periodistas, solo éramos turistas cannábicos.