Pasé una tarde con Poli Díaz

Poli Díaz

En la esquina de la casa en la que vive Poli Díaz con su novia Lola hay un descampado entre casas bajas y bloques de ladrillo visto de media altura. Todos ellos tienen las ventanas muy pequeñas, porque las casas de la clase obrera tienen siempre las ventanas muy pequeñas y muchas veces están en edificios de ladrillo visto, como estos. Edificios que lo mismo podrían estar en Fuenlabrada que en el Pino Montano de Sevilla o el Sant Andreu de Barcelona. El de Poli y Lola está en Vallecas.

En una esquina unos cuantos juguetes se apilan junto a cartones y garrafas, tirados. Al lado hay una fuente y un hombre se lava en ella. Se ha traído gel y la espuma del jabón que cae de su cabeza rapada llega hasta los muñecos. Un niño juega con un perro en el descampado, porque Vallecas es uno de los pocos barrios de Madrid donde aún quedan descampados a los que se puede pasar, que no están vallados y cumplen las funciones de los parques y plazas de los que las instituciones se olvidan, porque a Vallecas no llegan ni turistas ni Madrid Central.

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A la derecha, en un muro blanco hay una pintada en verde y negro: “La suerte nunca se olvida”. Y dos tréboles de cuatro hojas, uno de ellos a medio rellenar. Carlino, productor, y Albatros, uno de los cámaras implicados en el documental de Poli Díaz, llaman al portero de la madre de Poli y preguntan por él.

En su vivienda, que está al lado de la de su madre, no hay timbre porque no hay ni luz ni agua. Entran al portal, saludan a la mujer y golpean la puerta de Poli, de madera oscura, que está a apenas dos metros de la que da entrada al portal. Los portales de la clase obrera, como sus ventanas, son estrechos. Poli no abre hasta pasados unos minutos. Saluda y vuelve a entrar. Se cambia la camiseta que lleva por un polo de Lacoste y Albatros enciende la cámara.

“Tiene un relato estándar, aprendido, que va contando desde hace años a quienes se acercan a él, y eso no nos servía porque no es verdad. Es una máscara”

Pero la historia de Iván L. Gimeno, el director de El Potro, el documental que hemos venido a filmar, con Poli Díaz empezó mucho antes de encender, hace tres meses, la cámara por primera vez. “Los viajes para localizar a Poli son un documental en sí mismo. De la desconfianza inicial pasamos a la colaboración y de esa fase a la de conocer al verdadero Poli. Él tiene un relato estándar, aprendido, que va contando desde hace años a quienes se acercan a él, y eso no nos servía porque no es verdad. Es una máscara. Para poder ahondar en el personaje y superar esa barrera ha sido clave la labor del productor, Carlino Sánchez Cuenca, que es quien conoce los códigos y maneras de Vallecas”, dice Iván.

Hoy Iván no ha venido con nosotros para que Policarpo Díaz Arévalo, nacido en el 67, con siete campeonatos de España de peso ligero y ocho campeonatos de Europa ganados, 44 victorias, 28 de ellas por knock-out, y solo tres derrotas, no se ponga nervioso.

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La madrugada del 27 al 28 de julio de 1991 Poli Díaz se disputó el cinturón mundial unificado con Pernell Whitaker en Virginia. El combate hizo que dos millones y medio de españoles, un 72% de la cuota de pantalla, se levantaran a las 5:30 para ver el campeonato mundial de boxeo, un deporte que normalmente pasa sin pena ni gloria en nuestro país. Poli estaba entonces en su mejor momento, pero perdió. Y ahí empezó su caída.

Después vino el despilfarro: llegó a gastarse dos millones de euros en coches, relojes y drogas. Vinieron los platós y las exclusivas, los escándalos y los rodajes de porno. Su primera película, dirigida por Nacho Vidal, se llama “El Potro se desboca”. Llegaron la adicción y la depresión. Pero también llegó, años más tarde, la lucha por estar limpio, por renacer, cual ave fénix, de las cenizas.

En eso pienso mientras salimos de su casa con Lola, su novia, a la que conoció en la Iglesia del Padre Ángel de Chueca y el equipo de rodaje. A pocos metros de su casa Poli empieza a hablar, muy bajito pero con picardía, como con vergüenza, del Vallecas en el que fue niño, aunque fue niño durante muy poco tiempo.

En seguida dejó el colegio y se puso a vender chatarra, a andar por el barrio con los amigos y a tener y dar algún que otro susto. Mira las esquinas de su barrio con ternura, habla de un Vallecas que fue y ya no es. La suya también es la historia de una España que fue y ya no es, como si su ascenso y caída fueran una metáfora de lo que ocurrió en nuestro país en la década de los 90.

“El Poli es claramente un símbolo de su época. Estamos hablando de un boxeador sobresaliente y ganador en un momento, los primeros 90, donde no había donde elegir por decirlo de algún modo”, comenta Iván López Jimeno. “Previo a Barcelona 92, de orígenes humildes, carismático… Sin duda fue engañado durante mucho tiempo y se aprovecharon de él, una sensación que puede compartir toda una generación o incluso varias. En todo caso, tanto en su relato como en el de esas generaciones hace falta un poco de autocrítica: nos engañaron, sí. Pero probablemente lo sospechábamos y preferimos mirar para otro lado y lamentarnos después”.

“No éramos delincuentes, tener alguna cosa con la justicia no es ser un delincuente”

Andamos hasta el que fue su colegio pero no tiene muy claro cuándo lo dejó. Unas veces dice que a los 8 y otras que a los 14. Pronto entró en el gimnasio de boxeo y como no tenía para pagar la cuota le dijo al dueño que la pagaría días después de empezar, cuando su perra, que estaba embarazada, pariera y pudieran vender los cachorros.

Pero como su perra no estaba embarazada no pudo vender los cachorros, así que nunca pagó. Empezó a ayudar en el gimnasio, a limpiar, a hacer servicios con los que costeaba lo que aprendía. Cuando vemos ese gimnasio, el primero en el que se enfundó unos guantes, se lamenta de que años después, cuando se atrevió a entrar tras una larga depresión vio que no había allí “ni una foto suya”.

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Pasamos por un callejón y habla de un navajazo antes de cumplir la mayoría de edad que cuenta a cámara a regañadientes, ante la insistencia de Carlino, que hace de productor, mentor y cable a tierra de Poli con el mundo. “No éramos delincuentes, tener alguna cosa con la justicia no es ser un delincuente”, le dice Poli. Carlino le mira de reojo y le responde que bueno, que un poco sí. Poli no quiere ser un juguete roto y en los últimos años solo ha acaparado portadas por sus excesos. Pero en su barrio sigue siendo El Potro, el púgil que llevó Vallecas a lo más alto.

De camino a su guardería, de la que cuenta que le expulsaron por pegarle una patada a la directora de crío, porque se negaba a ir y se encaramaba a la espalda de su hermana, pataleando, cada vez que llegaba, se le acercan dos niños que obviamente nunca le vieron boxear, pero le conocen igual. Y se le acercan igual.

“Poli, soy futbolista”, le dice el niño, que debe tener 6 o 7 años, mientras le tiende la mano. El Potro responde “con dos cojones” y le choca. La niña se ríe y se despiden.

Unos metros más adelante, en una de las plazas de Vallecas en la que Madrid todavía se parece a un pueblo o sigue siendo un pueblo unos chavales le saludan desde lejos desde lejos. Él sonríe y les devuelve el “buenas tardes”. Dos adolescentes le piden una foto en la puerta de un ultramarinos, porque en Vallecas aún quedan ultramarinos, y le dicen que un amigo suyo, con el que se juntan en el bar, siempre les cuenta “las historias de Poli”.

“Cuando le pregunto que dónde va a colocar la foto con Juan Carlos I que le acaba de traer Carlino me dice que la va a llevar al Cash Converters”

Desde el parque de Madrid Sur se ve todo Madrid y llegamos mientras cae el sol. El cámara coge un plano de Poli mirando al frente, donde se ven las Cuatro Torres, el edificio de Telefónica y si fuerzas un poco la vista se intuye incluso Madrid Río. Poli ve la Puerta de Alcalá y recuerda el día que desayunó con Sophia Loren en un restaurante a los pies del emblema de Sabatini.

“No pudimos hablar mucho porque ella no tenía ni papa de español y yo no hablaba inglés, pero había vivido más que yo”, dice. Poli tiene fotos con artistas y políticos, con deportistas de élite como él e incluso con el Rey. Cuando le pregunto, ya en su casa, que dónde va a colocar la foto con Juan Carlos I que le acaba de traer Carlino me dice que la va a llevar al Cash Converters para sacar pasta. Y se ríe.

Es la primera vez que el equipo del documental pasa a su casa, un habitáculo minúsculo y sin agua corriente “pero muy limpio porque Lola se ocupa de tenerlo todo en orden”, dice sonriendo a su novia. Ella se disculpa porque hay unas cuantas prendas sobre la cama. Por el tejado improvisado de uralita —porque la casa es en realidad un patio reconvertido en vivienda— se cuelan los ladridos de un perro. Poli saca unos periódicos y unos cuadros y empieza a hablar a cámara de la época en la que los golpes se los daba el contrincante y no la realidad. Uno de ellos es una página del ABC con una crónica. La foto que ilustra el texto es la de un Poli más joven pero con los mismos hombros pronunciados, la misma pose digna y la misma mirada.

Le digo que es Alberto García Alix, que me gusta mucho. “Sí, un fotógrafo muy rockero”, me dice Poli y baja la mirada a la crónica, que dice así: “‘Todos los hombres se desprecian a sí mismos por no haber sido soldados o por no haberse echado al mar’, declaró aquel glorioso definidor de exactitudes que fue Samuel Johnson y acaso ahí esté —sin saberlo— la verdadera razón por la que Policarpo Díaz, a golpes de bolea en el calavero del Campo del Gas, ha podido convertirse en el ídolo del boxeo español”. Es del año 88 y su párrafo de cierre dice “conocido por los carteles como El Potro de Vallecas, Madrid reconoce en él al legítimo heredero de la gloria popular de Antonio Ruiz, alias El emperador de Vallecas(….) A los veinte, Poli ha descubierto que ya no tendrá que despreciarse a sí mismo, y sin necesidad de hacerse a la mar o ser soldado”.

A los 52 tampoco. Carlino le pregunta, justo antes de salir de su casa, mientras el foco aún le apunta, que cómo ha hecho para no perder la ironía, el humor y la sonrisa en todos estos años. Le dice que la procesión va por dentro. Que nadie es culpable de su pena, pero que tampoco es para tanto. Que nunca es para tanto. Le digo que qué piensa del dinero, él que lo ha tenido todo y ahora duerme bajo un techo de uralita, en una casa sin luz ni agua. Me dice que el dinero se necesita para vivir, pero que nunca, nunca da la felicidad. Y se despide del equipo de El Potro hasta la próxima.

Sigue a la autora en @anairissimon.

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