Hace unas horas tuve la oportunidad de recordar una clasificación en la que no pensaba desde que la aprendí en una clase de biología en la prepa, algo que tiene que ver con formas de explotación o solidaridad entre las especies, o algo parecido. (Una disculpa a cualquier biólogo que lea esto: yo sé que esas palabras no tienen mayor sentido en su disciplina, pero como esto es una columna de política, no puedo evitar pensarlo en esos términos). La nomenclatura es, aproximadamente: cuando organismos de especies distintas establecen una relación en la que ambos salen beneficiados (o que les resulta indispensable para sobrevivir), se dice que hay una simbiosis; cuando uno de los organismos sale beneficiado y el otro no se ve dañado ni beneficiado, es una relación de comensalismo; y si uno de ellos se beneficia, mientras que el otro se ve dañado por esa asociación, se habla de parasitismo.
Recordé esto cuando platicaba sobre los partidos políticos y el punto era que ellos cumplen casi todos los criterios para ser parásitos nuestros, excepto ser de una especie diferente. Y digo que son de nuestra misma especie porque en ocasiones llego a tener opiniones generosas incluso acerca de lo que más odio. Pero en vista de la forma en que sus integrantes establecen, en el más pleno sentido, estructuras que para todo efecto funcionan como mafias legalizadas con el fin de vivir a costa del resto de la población (excepto de los más acaudalados, que son sus superiores jerárquicos y para los que en muchos sentidos trabajan), me queda claro que ellos no se consideran a sí mismos como integrantes de la misma especie que nosotros.
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Parecería difícil, en medio de esa fosa séptica, señalar al peor representante de “nuestros” partidos. Pongo esa analogía de la fosa en razón de que ahí todo está revuelto, de la misma forma en que los partidos establecen complicidades entre sí y amalgaman su ideología hasta volverse indistinguibles, aunque también porque puestos a elegir el peor ingrediente de los que integran ese caldo, la competencia se pone ruda. Con todo, no hace falta más que darse un paseo por la historia y presente del Partido Verde para darse cuenta de que su fetidez brilla con luz propia y que, si hubiera una oportunidad de comenzar a desmontar nuestro sistema de partidos, su desaparición sería el lugar ideal para comenzar.
Desde su fundación, ese “partido” ha sido un organismo poco interesado en el diseño de políticas públicas y mucho más en el cabildeo de medidas para beneficiar a grupos de interés formados por los accionistas de empresas del más alto nivel. Es decir, casi lo mismo que el resto de los partidos, pero de forma más plena. El mejor ejemplo de esto es cómo sus legisladores están, prácticamente todos, relacionados con los corporativos más poderosos del país (de forma destacada, las televisoras, como lo ha documentado Jenaro Villamil). Su estrategia casi siempre ha consistido en mantener el registro por medio de la atracción de los votantes que habitualmente desconfían de la política “tradicional”, pero que (ya sea por falta de información o por simple misantropía) se inclinan por un gobierno autoritario y por medidas que, en la práctica, implican una forma de limpieza social. Gracias a esa permanencia del registro, pueden aliarse con el partido “grande” que más los necesite en las elecciones, en una forma de asociación más simbiótica que parasitaria.
El Niño Verde. Su esplendor no me deja agregar algo. Foto vía.
Una de las figuras más visibles de ese “partido”, desde su creación, ha sido Jorge Emilio González, el Niño Verde (hay que aclarar que ese niño tiene 42 años, pero se merece el apodo que lo infantiliza por la sobreprotección que lo rodea y, sobre todo, por su capacidad intelectual). Y además de ser el heredero casi universal de esa franquicia que se hace llamar “partido”, es tal vez su integrante más representativo: con un desconocimiento total de la complejidad cultural de su país, experiencia casi nula en política (en el sentido original de la palabra, que implica un servicio público; no entendida como grilla), asquerosamente rico, tonto y con una vida llena de episodios que podrían servir para varias novelas de Tom Wolfe: extorsión, cobro de sobornos, trata de personas y complicidad en, al menos, una muerte en hechos que siguen sin aclararse.
Sobre todo, es representativo por la impunidad: el “partido” Verde parece siempre inmune a la aplicación de la ley, lo que es una ironía que se cuenta sola, tomando en cuenta que casi todas sus campañas se tratan de crear leyes más estrictas o aplicar con dureza las existentes. Recordemos que ellos fueron los que propusieron, por ejemplo, la pena de muerte para los secuestradores, con bonitos anuncios espectaculares que era imposible no encontrar con sólo salir a la calle en cualquier ciudad.
Muchas organizaciones (como Human Rights Watch y Amnistía Internacional) han demostrado que aplicar castigos más estrictos, incluyendo a la pena de muerte, no hace que disminuya el índice de delitos. Por otra parte, en un país como el nuestro, en el que se obtienen tantas condenas a partir de confesiones bajo tortura y en el que los culpables de delitos graves quedan sin castigo en el 95 por ciento de los casos (y son con frecuencia encubiertos), muchos de los sentenciados por secuestro tienen gran probabilidad de ser, en realidad, inocentes. Si se aplicara la pena de muerte sin reformar a fondo el sistema judicial (algo que se le ha olvidado proponer al “partido” Verde), se estaría abriendo una fábrica de ejecuciones injustas.
Es muy posible que los militantes y legisladores de este “partido” sepan todo esto y que, por lo visto, no les preocupe, si se trata de ganar votos y mantener el negocio. Por otra parte, si se diera el caso de que no estén al tanto del asunto (vamos a darles el beneficio de la duda), estaríamos hablando de una grave y profunda ignorancia, y regalarles cargos políticos a ignorantes de ese calibre me parecería más riesgoso que hacer parkour en las vías del metro.
Uno de los spots ilegales que han estado difundiendo. Aprovechen la oportunidad para ver esta obra maestra de la ciencia política.
Como sea, ellos no dejan de lamentar frente a todos que la iniciativa sobre la pena de muerte no se haya convertido en ley. Nos lo han estado recordando a través de una campaña de spots y, otra vez, anuncios espectaculares que por estos días son casi omnipresentes. Y lo peor, se trata de una campaña ilegal: como tal vez sepan, este 2015 es un año electoral, en el que se eligen diputados federales y locales, además de gobernadores en 17 estados y más de mil presidentes municipales. Antes de que empiecen formalmente las campañas, está prohibida la propaganda en espacios públicos. Pero este “partido” parece darse cuenta de que no es un partido, y por eso no piensa seguir las reglas: desde el año pasado que comenzó su actual ronda de autopromoción, fue señalado públicamente como infractor, y a inicios de año, el Instituto Nacional Electoral le ordenó retirar la propaganda. Como se podía esperar, esa orden le importó menos que un kilo de prepucio y mantuvo sus anuncios espectaculares y spots en las salas de cine (hasta esta semana, seguían transmitiéndose). El INE le reiteró la orden y lo amonestó públicamente, pero no se ve que les haya dolido mucho. A lo más que llegó es a aclarar que esa publicidad va dirigida a los afiliados y no al público en general. Lo que quiere decir que está prohibido que los veas si no eres parte de su club privado. Y si no tuviste otro remedio más que verlos (como casi siempre es el caso), pues, no sé, debe ser tu culpa.
El gran problema de esta campaña es que, como casi todas las que ha emprendido este “partido” en los últimos años, su contenido implica una forma agresiva de difundir ideas autoritarias y, con frecuencia, extremistas. Así como llamaban a apoyar la pena de muerte, han estado muy activos promoviendo medidas con un alto calibre de hipocresía. La prohibición de usar animales en los circos, por ejemplo, echó mano de un tema que puede concitar apoyos por vía de la afectividad inmediata, pero que tiene alcances muy limitados, pero no se acompañó con una propuesta para regular los métodos agresivos de crianza y ejecución de animales destinados a nuestro plato. Los verdes también parecen (“parecen”, dije) muy indignados ante el cobro de cuotas en las escuelas públicas, pero no hablan de la crisis estructural de nuestro sistema educativo, que ha orillado a que en muchos casos esas cuotas sean indispensables para su funcionamiento. O está el ejemplo de joyas como presumir su lucha contra la contaminación, en lonas de plástico capaces de cubrir edificios enteros (y con mensajes que implican contaminación ideológica, podríamos decir).
Razones como las anteriores son las que han inspirado iniciativas como la de @pavidonavido, que propone crear un partido que tenga como principal iniciativa la desaparición del “partido” Verde, o la de @unaestefanía, que se inclinaría por métodos más efectivos (que por momentos me inclinaría a compartir). (Aclaramos, si eso fuera necesario, que se trata de deseos simbólicos, que no deben interpretarse desde la literalidad y, de ninguna forma, representan amenazas fácticas o platónicas. Sólo deben entenderse como síntomas del hartazgo ante esa forma de parasitismo). A esas ideas, yo sumaría la de, digamos, NO VOTAR POR ELLOS. De la forma que sea, me parece que ya estuvo bueno.
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