Pete Maravich, el borracho que hubiera sido Jordan

Ni Michael Jordan ni LeBron James. Pete Maravich debería haber sido el mejor jugador de baloncesto de todos los tiempos, pero no lo fue y nunca lo será. Pistol Pete fue un visionario, un chaval tocado por la varita mágica que revolucionó el deporte de la canasta en los setenta. Si hubiera jugado en nuestros tiempos, sería trending topic a diario y el sujeto de incontables recopilaciones de Youtube, pero él no encontró su MTV, como Madonna, o los tabloides, como Donald Trump.

Pete fue una mezcla de Stephen Curry y J.R. Smith, pero lo fue demasiado pronto. Su talento prodigioso, combinado con su tendencia a la autodestrucción, le convirtieron en un jugador incomprendido. Todo ello, combinado con su afición por los extraterrestres, la bebida y Jesucristo, le convirtieron en el juguete roto por antonomasia.

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En medio de una pachanga de baloncesto, de la misma manera en que empezó todo, un ataque de corazón se lo llevó con solo 40 años, un final trágico que desafortunadamente parecía escrito a medida. Nueve meses antes de su muerte, a Pete se le había roto el alma con la pérdida de su padre, Press, el hombre que explica su brillante carrera profesional y también su ruina personal.

Press y Pete Maravich, meses antes de la muerte de ambos. Imagen cedida por Jackie Maravich / Contra

En el nombre del padre

Press Maravich, hijo de inmigrantes serbios, vio su sueño de jugar a baloncesto roto poco antes del nacimiento de su primer hijo, Pete. Como otros muchos padres, no tardó demasiado en volcar todas sus aspiraciones vitales en su primogénito. Entrenado en la disciplina militar, Press se convirtió en un (magnífico) entrenador de baloncesto obsesivo y controlador y también se consumó como un malísimo jugador de póker.

Desde muy pequeño, Pete mostró unas habilidades sobrenaturales con la naranja, que no hicieron más que acrecentarse con las dementes rutinas de manejo de balón que le obligaba a realizar su padre. Ese niño botaba el balón en medio del cine e incluso desde la ventanilla de un coche en marcha, y más adelante en su trayectoria Pete reconoció que en su juventud se convirtió en un “androide del baloncesto”.

Así, con el GPS mental programado rumbo a la fama, Pete fue creciendo a un ritmo despampanante. Todo el día pensaba en la canasta, y en el instituto se pasaba horas y horas estudiando a las estrellas del momento —nombres de calado como Oscar Robertson y Jerry West—. Eso sí, cuando se imaginaba a sí mismo en los momentos decisivos de un partido apretado, él no era ni Oscar ni Jerry, él era Pete Maravich.

En su etapa preuniversitaria, Pete ya atemorizaba a los rivales con actuaciones de más de 40 puntos, pero a la vez empezó a desarrollar los malos hábitos que convertirían su biografía en una tragedia. Lo primero es que no sabía decir basta, y por lo tanto entrenaba hasta que le sangraban las palmas y jugaba partidos lesionado; como su padre, era un adicto y un obseso, así que cualquier cosa que se proponía la hacía a lo grande.

Lo segundo es que si sus compañeros de equipo se bebían tres cervezas, él se tomaba ocho en el mismo rato y acababa metido en una pelea; de momento, todo eso se compensaba —a pesar de las resacas— con sus exhibiciones sobre la pista. Con menos de 18 años, esta era su frenética vida.

Pete Maravich se describió como un “androide del baloncesto” durante su infancia. Imagen vía The News & Observer / Contra

Pistol

Tras pasar su etapa en el instituto alejado de su padre, este obligó a Pete a unirse a su proyecto con los LSU Tigers de la Louisiana State University. En gran parte, Press utilizó el reclamo de llevar consigo a su hijo para conseguir el puesto de entrenador. Las expectativas eran muy altas, y a ese adolescente con peinado beatle-esco ya le llamaban un Globetrotter desteñido. Evidentemente, ni los más osados podían haber pronosticado lo que venía a continuación.

Pistol Pete —el apodo y el mito— nació de esa etapa universitaria. En LSU, un equipo corto de estatura y experiencia, el solista en medio de la orquesta que era Maravich brilló más que nunca. En sus cuatro años colegiales promedió unos números de escándalo: 44,2 puntos de media que acompañó de 6,5 rebotes y 5,1 asistencias de media. Estas cifras, de hecho, son más increíbles cuando te acuerdas de que en esa época no existía la línea de tres, y si le llamaban Pistol era precisamente por disparar desde cualquier distancia.

En toda la historia de la NCAA, nadie ha superado los 3 667 puntos totales que anotó Maravich entre 1967 y 1970. Cuando metía solo 40, el tío declaraba a los medios que estaba “de bajón”, y lo relevante es que no estaba bromeando. Pete era un perfeccionista que nunca se daba por satisfecho. Él solo cargó con el peso del equipo, y su padre lo sabía muy bien —”tiene más presión que cualquier otro chico en toda América”—, pero tampoco le importaba.

Cuando superó el récord de anotación de Oscar Robertson, aunque él no lo sabía, Pete había alcanzado su cumbre deportiva. Poco después su padre dictaría sentencia antes de que su hijo diera el salto a la NBA: “es el mejor jodido jugador de baloncesto que jamás he visto”.

Press Maravich, a la izquierda con americana, observa a su hijo mientras es manteado tras superar el récord de anotación de la NCAA. Imagen cedida por Contra

El perfeccionista imperfecto

Incluso antes de alcanzar la NBA, varios analistas de la época ya intuían los problemas del chico maravilla. Especialmente atinado fue el análisis de Gene Ward, de The Daily News: “Es un perfeccionista que nunca conseguirá la perfección. Se pone el listón demasiado alto; ni él ni nadie podrían alcanzarlo jamás, ya que es, antes que nada, un innovador”.

En 1970, el niño prodigio abandonó el paraguas paterno y firmó el mejor contrato de la historia de la NBA —en ese momento— con los Atlanta Hawks. Allí, rodeado de jugadores negros, volvió a sumar otro elemento de presión a su ya pesada mochila vital. Era, como en su momento lo fue Jerry West, la gran esperanza blanca de un deporte eminentemente afroamericano.

La NBA era, por entonces, un espectáculo mucho más frío y conservador. El showtime, popularizado por Los Angeles Lakers de principios de los ochenta fue, en realidad, una invención de Pete y Press para arrancar sus curiosas rutinas de calentamiento. “Él era el verdadero showtime“, les comentó Magic Johnson a los hijos del jugador tras su fallecimiento.

En los setenta, sin embargo, todas las filigranas de Pete era vistas como un elemento improductivo y, sobre todo, innecesario.

Pistol Maravich eligió el número 44 en su temporada de debut en la NBA para recordar a todo el mundo su promedio de anotación en la universidad. Imagen vía AP / Contra

La derrota persiguió a Pistol también en su etapa profesional. Mientras él producía individualmente a un magnífico nivel, sus equipos nunca terminaban de despegar. Ante esta disyuntiva, Maravich se entregaba a la otra competición de su vida: la bebida. Algunos excompañeros le definieron como una esponja; lo que todos tenían claro es que el tío llevaba la cuenta de copas igual que la de los puntos, y que lo raro era cuando no se pillaba un pedo del copón antes de los partidos.

Tras cuatro temporadas en Atlanta, los New Orleans Jazz le reclutaron como estrella de su nuevo equipo de expansión. “Algo dentro de mi me decía que todavía tenía que superar cualquier cosa que hubiera hecho en el pasado. Pensé que la única manera de continuar siendo aceptado por el público era anotar 68 puntos noche tras noche”, escribió en su autobiografía el jugador.

Se refería a su gran noche en el Madison Square Garden, el 25 de febrero de 1977. Pistol disparó 68 puntazos en el coliseo de los New York Knicks en una época en que solo Wilt Chamberlain y Elgin Baylor habían conseguido exhibiciones comparables. Era una ironía, pero toda la pasión y exaltación que él traía a las gradas le provocaban estrés y miseria. Le quedaban pocos años en la NBA, y nunca consiguió traducir sus dotes individuales en triunfos colectivos.

La puntilla fue su última etapa con los Boston Celtics, donde se acercó más que nunca al anillo que hubiera curado todas sus heridas —y lesiones, que en muchas ocasiones cortaron en seco sus mejores años. Tras quedarse a las puertas de la gran final, Pistol se retiró por un problema crónico en la rodilla en 1980. Al año siguiente, un tal Larry Bird y sus Celtics se harían con el título. Perdedor.

Ovnis, zumos naturales y religión

Para ahogar sus penas, Pete recurría a cualquier método. La bebida fue el más recurrente, pero Maravich también se pasó a la dieta vegetariana—en una ocasión pasó 25 días sin comer nada más que zumos naturales— y buscó respuestas en la ovnilogía. Entre otras excentricidades, pintó un mensaje dirigido a los extraterrestres en el tejado de su casa: TAKE ME, llevadme.

A pesar de encontrar un refugio terrenal en su esposa y dos hijos, Pete siguió muy vinculado a un sufrimiento más profundo, sus padres. Helen, su madre, se había suicidado en 1974 víctima del alcoholismo y la depresión. Después de su retirada, Maravich fantaseó en más de una ocasión con el suicidio. Por las noches no dormía, y se levantaba con las sábanas mojadas pensando en meter su Porsche a 200 por hora en el centro.

Pistol Pete, un jugador con pintas de estrella de rock que se refugiaba en el alcohol para huir de su eterna decepción consigo mismo. Imagen vía AP / Contra

Sin el baloncesto, a Pete le costó encontrar motivos para seguir viviendo. Su aspecto se ensombreció, y ese guaperas con pintas de estrella de rock se quedó en una figura escuálida que miraba a su alrededor con los ojos vacíos. Cuando a su padre le diagnosticaron cáncer, todo dejó de tener sentido.

A Pete le costó soltar el cuerpo inerte de Press en el hospital. Su esposa Jackie recuerda que, cuando lo hizo, susurró un premonitorio “te veré pronto”. A pesar de abrazar la religión cristiana con mucho fervor —y abandonar por fin su alcoholismo depresivo—, Pete Press Maravich fallecía nueve meses después a causa de un ataque cardíaco.

Quizás sea cierto que un corazón roto puede matar.

Sigue al autor en Twitter: @GuilleAlvarez41

Este relato se ha basado en el libro biográfico Pistol. La increíble historia de Pete Maravich , de Mark Kriegel.