Sexo

Gente nos cuenta sus historias más locas con rollos de una noche

Ah, los rollos de una noche. Todos hemos pasado por ahí. Y a medida que crece el espacio que media entre la pubertad y el momento de sentar la cabeza, da la sensación de que somos más que nunca los que hemos pasado por ahí. Pero ojo, porque no todos los rollos de una noche son iguales: aunque la mayoría consisten básicamente en ponerse ciega de chupitos y desnudarse delante de un desconocido, también los hay que incluyen sangre o incluso machetes.

Varias personas me contaron cómo fueron sus polvos de una noche más raros. Estas son sus anécdotas.

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Kim, 23 años

Nos conocimos por Tinder. Él tenía 38 y yo, 21. Decidimos vernos para comer en el Soho. Mientras esperamos la comida, el tipo me dijo que tenía un hijo de 19 años y que quería comprobar que eso no me hace sentir incómoda porque yo tenía más o menos la misma edad. Me atraía tanto que no me importó. Después de la comida, cogimos un taxi y fuimos a su casa en Hackney, que estaba abarrotada de obras de arte superlocas. Llegamos y preparó dos gin-tonics y un baño con velitas y tal.

Cuando salimos del baño, puso un disco de Prince y encendió el fuego de la chimenea. Procedimos a hacerlo en una alfombra frente al fuego, luego trajo un poco de coca y seguimos follando y esnifando coca hasta medianoche o así, momento en que fuimos a la cama y seguimos allí. A la mañana siguiente, me hizo un café, llamó un taxi y me envió a casa. Al día siguiente, me manda un mensaje diciendo que estaba atravesando una crisis y que no debería salir con chicas de la edad de su hijo. No he vuelto a saber de él.

Nick, 25 años

Cuando estudiaba, fui a una fiesta en la que todos los chavales querían liarse con una chica que se parecía a Sasha Grey. Allí todo el mundo estaba podrido de pasta. El caso es que estaban tocando la guitarra acústica alrededor de una hoguera mientras que un colega y yo bebíamos cerveza y nos intentábamos camelar a esta chica. Al final todos acabamos quedándonos sobados en una habitación, y a eso de las cinco de la mañana me levanté para ir a mear y oí que la chica llamaba a la puerta. La dejé entrar.

Ni siquiera había podido hacer pis aún cuando de repente se puso a besarme la polla. Al final lo hicimos en el baño, pensando que estábamos siendo silenciosos como ninjas, pero cuando acabamos y abrimos la puerta, nos encontramos a todo el mundo despierto y partiéndose de risa. Resulta que estábamos follando contra la pared de la habitación en la que estaban todos durmiendo.

Sasha, 25 años

Había un chico al que veía mucho en Snapchat. Siempre me preguntaba qué hacía y reaccionaba a mis selfis con el emoji de los ojos muy abiertos. Después de dos semanas así, le dije de qudar y era supermono: cara bonita, sonrisa bonita… Guapísimo. El caso es que nos pusimos al tema y el tío se corre en mi boca, pero luego me dejó la polla dentro, me cogió la cabeza para que no la moviera y me dijo, “¡Sigue chupando, sí!”. Pero no podía moverme, ni él tampoco se movía, así que me limité a succionarle la polla. Estuve así cinco minutos hasta que se volvió a correr.

Cuando acabamos, se empezó a liar un porro, puso el teléfono a cargar e hizo varias llamadas. Yo estaba a lo mío con el móvil cuando me preguntó si tenía una toallita. Le pasé una toallita del paquete que había a mi lado, pensando que quería limpiar algo, pero cuando me giré para mirarlo, vi que ha sacado un cuchillo ENORME, el más grande que he visto en mi vida. Le di la toallita de bebé sin decir nada, porque no sabía qué decir: joder, que había un tío limpiando un puto machete en mi cama. El chico se levantó, metió el machete en su funda, se vistió, se ajustó el cuchillo por dentro de los pantalones y me preguntó si quería algo de la tienda.

Cuando se fue, vi que se había dejado el iPhone, así que avisé a mis compañeras de piso y les conté lo que me acababa de pasar. “Ese tío no vuelve a entrar en esta casa”, dijo una de ellas, lo cual me parecía normal. El problema era que el chico tenía su teléfono en casa. Media hora más tarde, el tío volvió a casa, mi compañera le dio su teléfono y lo echó. Otra media hora más tarde, el chico me envía un mensaje por Snapchat diciendo: “Lo siento, tenía que bajar a la tienda”. Eso fue todo. No volví a verlo ni a él ni a su machete.

Seb, 29 años

Una noche, llegué a casa después de trabajar, me di una ducha y me disponía a ver Eastenders cuando sonó el teléfono. Era una chica con la que había charlado brevemente en Tinder pero a la que no conocía. La chica, que estaba histérica, me pidió que fuera a su casa a ayudarla, porque alguien estaba intentando entrar a la fuerza.

En el tiempo que tardé en decidir qué cojones hacer, me enteré de que la chica realmente estaba cachonda y solo quería que me pasara por su casa. No estaba de humor, pero al final mi polla me convenció, cogí el coche y fui para allá. Desde ese momento, todo empezó a ser rarísimo. Primero, me dijo que nos encontráramos en un banco cerca de donde vivía, y luego me indicó que condujera hasta el aparcamiento de un centro comercial y dejara el coche ahí.

Lo hice y luego la acompañé hasta la orilla de un lago. Allí empezó a darle vueltas a una manivela que había en un poste para recoger una cadena y al poco apareció, atada al extremo, una pequeña balsa. Subimos a la balsa y repitió la misma operación con una manivela que había en la propia balsa para trasladarnos al otro lado. Ahora estábamos en una especie de pequeña isla llena de casas de madera.

Caminamos hasta la suya y pronto me quedó claro que se trataba de la casa de sus padres. En un momento superviolento, me presentó a su madrastra. Después subimos a su habitación. Allí me explicó que su padre bebía muchísimo, que no llegaría a casa hasta las tres de la madrugada y no se despertaría hasta mucho después de que nos hubiéramos ido, con lo cual no tenía que preocuparme. Abrimos una botella de vino, cruzamos cuatro palabras y lo hicimos. Al terminar, quiso darse una ducha y me invitó a ir con ella. Algo en mí hizo que declinara la oferta.

De repente, se oyó un golpe: el padre había abierto la puerta principal y estaba en casa, tres horas antes de lo previsto. “¿Quién cojones se está duchando a estas horas?”, lo oí mascullar. Abrió la puerta del baño y entonces padre e hija empezaron a gritarse mutuamente. Mientras, al otro lado de una puerta muy fina y sin cerrojo, yo pensaba, Mierda, mierda, mierda, mientras intentaba vestirme en silencio por si le daba por entrar al padre y maldecía esa habitación tan enana por no tener ventanas por las que escapar.

Al final, el padre no entró, pero tuve que estar 40 minutos oyéndolos discutir a gritos sobre mi presencia en la casa. Después de otra media hora abriendo cajones de la cocina y dando vueltas por la casa, el padre por fin se fue a la cama. Eran las seis de la mañana cuando salí de puntillas de la casa. Cogí la balsa de vuelta a la otra orilla y fui por mi coche, que encontré rodeado de 30 personas vestidas con licra, haciendo una clase de aerobic matutino a ritmo de deep house. Subí al coche y conduje de vuelta a mi barrio, haciendo una parada en el McAuto.