Dinero

Es imposible vivir con dignidad si estamos explotadas

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No sé si te imaginabas el apocalipsis, pero seguro que no te habías imaginado pasarlo mirando por el balcón. Aunque tengas. Esta situación distópica no da ni para película mala de sobremesa, y sólo nos la creemos porque está pasando. Un ser humano se hace una sopa de animal raro y la economía mundial tiene que pararse para cuidarnos.

Ni las que le vemos todos los males al capitalismo, ni las que lo explicamos todo con el feminismo nos imaginábamos que iba a ser tan urgente, tan evidente, la necesidad de poner la vida en el centro.

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La maldición de ser de izquierdas, ser progresista, tener conciencia social y creer en el interés común implica tener que defender tus convicciones contra quienes sabes que van a acabar dándote la razón, pero te van a joder todo lo que puedan por el camino. O más exactamente, implica enfrentarte por causas contra quienes no las van a defender hasta que no se puedan beneficiar de ellas, momento en el que harán como si fueran suyas, de toda la vida.

Lo hemos visto con todos los avances de la humanidad. Ninguna conquista social se ha conseguido sin las luchas, las vidas, los cuerpos de quienes han peleado por ellas. Desde la abolición de la esclavitud o la pena de muerte, al fin del apartheid en Sudáfrica, el matrimonio igualitario, el aborto, el sufragio universal, la jornada de ocho horas laborables o la prohibición de la tortura, todas las propuestas para mejorar las vidas de las personas se han llevado muchas vidas por delante, porque han tenido quienes se han opuesto hasta el último momento. Momento en el cual, esos mismos, han decidido fingir que es una causa que siempre han defendido. De ahí a convertirla en bandera y tratar de sacarle rédito (económico o político) hay un telediario.

Pasó con el ecologismo o los derechos del colectivo LGTBQ, y está pasando con las propuestas del feminismo. En la versión más cínica del marxismo, la de Groucho, hay quienes se marcan un “estos son mis principios, y si no le gustan tengo otros” y se apuntan a vender productos o comprar votos, a costa de creencias que hasta ayer no se creían (si es que ahora lo hacen).

Ahora, todo el mundo es “verde”, “sostenible”, “bio”, “eco friendly”, hasta las empresas cuya actividad destruye directamente el planeta o las que aprovechan su hegemonía económica para imponer a los gobiernos medidas que sólo benefician a sus intereses, que son siempre económicos, y no son nunca los nuestros. Ahora todo el mundo “respeta todas las formas de amar”, incluso las iglesias que han creado las condiciones para que se asesine, torture, discrimine y estigmatice a las personas que viven y aman y follan al margen de la heteronorma; cuando no han sido -directamente- las ejecutoras. También son “gay friendly” de toda la vida quienes nos usa(ba)n como burla o insulto hasta el último solysombra que se tomaron.

Pero estas cosas se acaban notando. Se te acaba viendo el plumero, o el vertedero, o la camiseta feminista hecha explotando en Bangladesh, o la mano en el hombro de la minoría, sólo para la foto.

De las primeras cosas que aprendí sobre economía feminista fue revisar el significado de la palabra beneficio. Beneficio es lo que sienta bien. Lo que nos sienta bien. Lo que sienta bien a las personas. Y a las personas no nos puede sentar bien algo que a otras les siente mal. Estamos programadas para el bien común. Somos seres colaborativos. Por eso hemos sobrevivido.

Del ecofeminismo, esa propuesta que complementa el análisis y la agenda ecologista con el feminismo, aprendí que somos interdependientes. Y ecodependientes. Que nos necesitamos unas a otras y que necesitamos al planeta. Y que, si todas las personas actuáramos todo el tiempo desde esta certeza, tendríamos otro planeta. Bueno, el mismo pero con otras reglas.

Me encanta que, con el confinamiento, hayan bajado los ciervos, los jabalíes, los pavos reales y los monos a las ciudades. Me alegro de que esté más limpio el cielo, el agua, las playas y de que ya no haya cola en el Himalaya. Pero me niego a vernos, no como especie, sino como plaga. Podemos existir sin depredar. Lo hemos hecho durante siglos, lo hemos hecho por millones, y hemos propuesto las fórmulas para seguir haciéndolo. Sabemos existir sin depredar, porque somos capaces de entender, de recuperar, de valorar, de reconocer la necesidad de cuidar. Podemos vivir sin explotar. Sin explotar al planeta. Sin explotarnos.

En esta crisis de cuidados, de salud pública, de necesidades básicas, de lazos personales, de expectativas, de planes, de relaciones laborales, en esta crisis que lo ha puesto todo en entredicho, una cosa ha quedado clara: necesitamos menos cosas y más cuidados. Igual algunos lo descubren ahora, pero el feminismo lleva pensando, hablando, teorizando, proponiendo, actuando sobre esto, muchos años. Porque nosotras hemos entendido lo que significa un sistema que hace como que la gente sobrevive sin más, como que cuidar no es un trabajo, como que la vida se sostiene sola. Porque ese mismo sistema nos ha impuesto el trabajo de cuidar y nos ha dicho que no estábamos haciendo nada, más que lo que nos tocaba. Y por la cara. Y ahora, que lo único que importa es el cuidado, no saben cómo hacer para fingir que no había hecho falta cuidar hasta que hemos tenido que parar el mundo. O el ritmo de producción y consumo, que no es lo mismo.

Poner la vida en el centro parece una obviedad, porque no habría otra cosa a la que darle prioridad. Pero vivimos en un sistema que hace como si las vidas fueran combustibles fósiles. Recursos que utilizar para servir a un beneficio superior, que no es común, ese beneficio que ha monopolizado hasta el significado. Ese beneficio que implica siempre más, pero siempre para menos. Cada vez más personas con menos, cada vez menos personas con más.

Explicarle este sistema capitalista a un público externo, que no conociera el planeta que estamos explotando, sería tan fácil que no nos creerían. Ni para mala película de sobremesa da un sistema que toma las decisiones en función de lo que le conviene a la acumulación de capitales. Sería muy difícil hacer entender a quien no haya sobrevivido en el capitalismo, que en este sistema, la gente que toma las decisiones, no lo hace pensando en las necesidades de la gente. Que a veces toman, a sabiendas, decisiones contrarias a las necesidades de la gente. En esta crisis mundial hemos visto líderes políticos aplicando medidas que le habrían parecido crueles a Darwin. Hemos visto a administraciones de todos los tamaños poniendo la salud de las personas en peligro para no parar la producción. Hemos visto intentar convertir la atención sanitaria en un producto, para quien pueda pagarlo. Hemos visto intentar inflar el precio de las mascarillas o del papel higiénico, con la esperanza de que alguien crea necesitarlo tanto que pague por ello. Hemos visto a quienes trabajan cuidándonos sin lo más necesario. Y hemos visto -y quien no lo haya hecho, es porque no ha querido- que sólo con la responsabilidad individual, la colaboración mutua, los cuidados colectivos, las redes de solidaridad, la preocupación por el bien común, vivimos.

Hemos sobrevivido como especie porque hemos decidido poner la vida en el centro. Pero no queremos sobrevivir, queremos vivir vidas dignas de ser vividas. Y nuestras vidas no serán dignas de ser vividas hasta que no lo sean para todas las personas.

Poner la vida en el centro es entender que todas las personas, en todas las etapas de nuestra vida, necesitamos cuidados. Que nacemos frágiles y vulnerables y nuestra comunidad se organiza para que sobrevivamos. Que hay pocos trabajos imprescindibles y que muchos de ellos se hacen sin ser remunerados. Que no tiene ningún sentido generar recursos para que se acumulen en unas pocas manos. Que la única función de las instituciones es garantizar condiciones de vida dignas para todas las personas, y que no hay nada por encima de eso.

Poner la vida en el centro es reconocer que el capitalismo ataca la vida. Que la acumulación de capitales sólo se consigue con la especulación o con la explotación y que explotar es incompatible con la dignidad de las vidas, sobre todo de quienes explotan.

Nos van a acabar dando la razón, pero es urgente que no haya más vidas, más cuerpos, que tengan que ponerse de escudo. No hay personas al otro lado. No hay nadie que haya llegado ahí sin sobrevivir gracias a que otras personas le han cuidado. Sabemos vivir sin explotar. Ahí está la vida, en el centro.