Durante mi infancia, yo era lo que algunos llamarían un “niño problema”. Muchas de mis tardes en el colegio las pasé en detención, principalmente porque hablaba mucho. Le respondía a los profesores, faltaba a clase para hablar en los pasillos y me escapaba del almuerzo para ir a charlar en el parqueadero. Podría decir que ninguna de esas ofensas merecían una detención, pero los subdirectores del Dawnwood Middle School y el Centereach High School argumentarían que “hablar mucho” en realidad significaba “decir muchas groserías”.
Decía groserías frente a mis profesores. Decía groserías en los pasillos. Decía groserías en el parqueadero. Era un malhablado. Pero, al final, todo terminó saliendo bien. Me gradué de la universidad, nunca he sido arrestado y no doy miedo en mi barrio; para ser un tipo negro, soy básicamente todo lo que los gringos republicanos dirían que no soy.
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Ahora que me acerco a la edad en la que es más probable que tenga un hijo a propósito y no por accidente, me doy cuenta de que toda la mierda por la que pasé como niño por decir tantas groserías fue realmente innecesaria. Y en cuanto a la detención, tuve suerte de que no empeorara mi comportamiento.
“En general, debes pensar en un acercamiento positivo para que los niños cambien su comportamiento, no en uno punitivo. Debes reforzar el comportamiento que quieres que tengan”, dice Tia Dole, una psicóloga de comportamiento radicada en Nueva York.
Encerrarme en un cuarto por una hora después del colegio con otros 15 niños con peores problemas de comportamiento que los míos no era la mejor manera de calmarme. Una idea muy común es que los reforzamientos negativos arreglan todos los comportamientos negativos. Pero la detención no solo es poco efectiva, sino que todos los otros intentos por microgestionar el vocabulario de un niño son bastante inútiles.
¿es importante censurar a los niños del lenguaje que ya saben?
En un artículo sobre “la ciencia de decir groserías“, Timothy Jay y Kristin Janschewitz, expertos en psicolingüística, afirman que “el acto de decir groserías comienza a los 2 años y madura a los 11 o 12. Cuando los niños entran al colegio, tienen un vocabulario funcional de 30 a 40 palabras ofensivas”.
Habiendo estudiado el lenguaje tabú por años, Jay y Janschewitz dicen haber descubierto que los niños, sin importar si son groseros o no, “adquieren un protocolo de insultos atado a su contexto; los apropiados ‘quién, qué, dónde y cuándo’ de la grosería”. Básicamente, a la mayoría de los niños no se les enseña qué es ofensivo y qué no lo es. Ellos lo descubren por su cuenta.
Después de aceptar el hecho de que en la secundaria un niño puede tener el vocabulario de un proxeneta, y que probablemente sabe qué partes de ese vocabulario están bien o no, Jay y Janschewitz se preguntan: “¿es importante censurar a los niños del lenguaje que ya saben?”.
Jon Sigurjonsson, un psicólogo experiencial y de aprendizaje, piensa que no. “Si tú ya sabes algo, ¿por qué aislarte de ello?”.
Sigurjonsson también se refiere a una investigación reciente de Jay y Janschewitz que correlaciona el vocabulario de insultos a la inteligencia verbal. Personalmente, creo en esa correspondencia, dada mi propia relación con las groserías.
Siempre he sido una persona extremadamente expresiva, entre otras cosas. Por eso, cuando otros niños, raperos o comediantes me enseñaban nuevas palabras, las aprendía de inmediato. Al ser así de expresivo, sentí que era contradictorio limitar mi lenguaje a solo las palabras que utilizaban los adultos más sosos. Prefería hablar como los adultos que sonaban más apasionados.
Ahora que yo soy un adulto, me doy cuenta que sacar la mierda de mi cabeza a la atmósfera parece ser lo que me mantiene sano —a veces la sanidad depende de esas pocas frases “apasionadas”—. No creo que decir groserías sea la única razón por la cual soy genial en las comidas (por favor, invítenme) o por lo cual recibo modestas pero justas sumas de dinero por escribir mientras me despierto al lado de una persona que conocí la noche anterior (ella manda saludos), pero saber más palabras siempre ayuda. Ayuda tanto, de hecho, que llevaría el argumento más allá que Jay y Janschewitz y Sigurjonsson, y sugeriría que una inteligencia verbal aumentada viene con una inteligencia emocional mejorada.
A través de la experimentación con este tipo de lenguaje, aprendí muy temprano qué groserías hieren a la gente, cuáles la emocionan y, más importante, el poder y el peso de las palabras en general.
También aprendí mucho de mí mismo. Es decir, también aprendí mucho sobre la masculinidad.
Dole y yo estamos de acuerdo en que, dependiendo del contexto, crecer con groserías es tan inofensivo para las niñas como para los niños, pero yo solo puedo hablar de mi experiencia. Crecer como niño malhablado me llevó a la línea entre los hombres que se portan mal y una masculinidad tóxica. Nada de expresarme a través del lenguaje adulto se sentía artificial siendo un niño, y ese es probablemente un privilegio masculino.
Si no fuera un niño que —a través del ensayo, el error y la exposición— aprendió el peso de las groserías, no sería hoy un hombre que respeta el poder devastador de los insultos perjudiciales.
La línea entre las groserías y las ofensas es tan sutil pero real como la que hay entre ser insultado y escuchar insultos. De acuerdo a Dole, “las groserías son contextuales. Ofender con groserías a tus hijos es muy diferente a decir groserías frente a ellos”. Mientras el primero puede ser perjudicial, por obvias razones, he encontrado que el último, por lo menos en mi experiencia, puede ser bastante beneficioso.
Si no fuera un niño que —a través del ensayo, el error y la exposición— aprendió el peso de las groserías, no sería hoy un hombre que respeta el poder devastador de los insultos perjudiciales.
Dicho eso, puedo decirles por qué todavía uso la palabra negro (en el sentido peyorativo que se usa en Estados Unidos).
Me siento cómodo con todo lo que implica la palabra negro. Me siento cómodo diciéndola. Me siento cómodo con el hecho de que los blancos no puedan decirla. Me siento cómodo incluso con el hecho de que básicamente se use como un pronombre masculino. Para ser honesto, diría que estoy más cómodo alrededor de gente negra que usa la palabra negro que con aquellos que no. Es un asunto realmente complicado, pero es algo de lo que he podido apropiarme y que se siente especial. Dole está de acuerdo en que, a veces, nuestra comodidad con ciertos insultos es “culturalmente dependiente”.
El fin de semana pasado, mi amiga Christelle y yo llevamos a su hermano menor, Chad —un niño negro de 13 años— a ver Rogue One. Pasé alrededor de tres horas con este niño. Dos de esas horas las pasamos en completo silencio mientras buscábamos personajes negros en ese paradigma de blancura que es la franquicia de Star Wars; y sin embargo, logré decir la palabra negro frente a él más de veinte veces, junto con cualquier otra grosería en la que pudiera pensar.
Cada vez que decía una mala palabra, sonreía tal y como yo lo hubiera hecho a su edad cuando un adulto decía groserías frente a mí. Después de madurar un poco, me di cuenta de que sonreía en esos momentos porque sentía que los adultos confiaban en mí. Ellos confiaban en que yo mismo sabría cuándo decir groserías y cuándo no, cómo y cómo no hacerlo, y las maneras en las que insultar podía afectar a las personas que me importaban. Creo que los niños y las niñas viven mejor con esa confianza que sin ella, incluso si eso los lleva a la detención.
Este artículo fue publicado originalmente en Tonic, nuestra plataforma especializada en temas de salud.