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Este artículo apareció originalmente en THUMP
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En el funeral de Tom Savage, mi pareja por casi 12 años que murió por el SIDA, mencioné que esta enfermedad era como una piedra arrojada a una cubeta, filmada en reversa: lo que comenzó como una onda que sólo alcanzaba a mis conocidos, eventualmente se movía más y más cerca de mis amigos—hasta que finalmente, con la muerte de Tom en mayo del 2001, llegó a lo más profundo de mi ser.
Tom, mi pareja (izquierda), y yo en Fire Island en 1994.
La primera piedra llegó con alguien con quien solía salir antes de abandonar la ciudad de Nueva York en 1980 para obtener mi título en periodismo en Missouri. Cuando regresé a Nueva York de visita el siguiente año, su personalidad había cambiado 180 grados de ser tímido y tranquilo a frágil y salvaje. Se había vuelto devoto a un club sólo para gays en East Village del que todos hablaban llamado Saint.
Cuando el club abrió sus puertas en 1981, la línea se estiró por varias cuadras. Hombres bailando desde el sábado por la noche hasta el domingo al atardecer hasta el día conmemorativo, cuando los autobuses recogían a la gente restante y los depositaban en el muelle de Fire Island. Incluso en la apertura, los posters de Saint terminaban siendo un primer presagio del futuro—St. Sebastián disparando rayos laser de sus ojos en una posición usada en muchas pinturas. El club fue la razón por la que muchos llamaron de forma popular al SIDA como “la enfermedad de Saint”.
Las ondas comenzaron a moverse más cerca en 1983, cuando apenas comenzaba mi carrera como periodista. Ese año fue la cima de la histeria por el SIDA y la gente temía infectarse con cualquier cosa, desde baños públicos hasta por un mosquito. Una de mis primeras tareas como editor del periódico semanal en East End en Long Island fue cubrir la primer beneficencia en los Hamptons por el SIDA—una fiesta realizada por el editor de alimentos del New York Times, Craig Claibone. El dinero se donó a Gay Men’s Health Crisis (ahora llamada GMHC), la primera organización de servicio para el SIDA.
Esa fiesta de beneficencia marcó un progreso para que el SIDA dejará de ser una enfermedad estigmatizada y fuera aceptada por la clase elite de donantes. Antes de eso, las únicas beneficencias eran hechas por los propios gays. El nuevo apoyo financiero fue un frio confort con el paso del tiempo; sin embargo, la información sobre la enfermedad era muy escasa—y la cura se veía muy lejana. De hecho, incluso en la ausencia de pruebas científicas, la gente desesperadamente se aferró a todo tipo de régimen con la esperanza de obtener un resultado. En una asignación más temprana, atendí una reunión en el centro LGBT de Nueva York en la villa Greenwich, donde los hombres que entrevisté creían que una dieta macrobiótica podía retrasar el comienzo de los síntomas del SIDA.
Una fiesta en Gay Men’s Health Crisis en 1988
Si hoy suena extravagante, considera que los científicos habían descubierto el virus que provoca el SIDA ese mismo año, 1983, y el gobierno de los Estados Unidos había comenzado oficialmente a rastrear casos de SIDA el año anterior. Y en muchos casos los doctores sabían menos que la gente en las trincheras. Como me mencionó el físico en el centro de salud de Fire Island Pines—un sitio preferido por los profesionales gay de Manhattan—”Venía gente que había leído cada diario médico. Sabían mucho más sobre el tema que yo.”
Nueva York siguió siendo el centro de le epidemia en sus primeros años, pero Fire Islan Pines fue la comunidad donde ocurrió primero y donde golpeó peor. Fue ahí, en 1980, donde el primer gay contrajo los síntomas de lo que sería conocido como SIDA.
Mi propia introducción a Pines vino en 1985, cuando un hombre que me guiaba en la confusa y estratificada espesura de la vida gay me invitó a una casa en Fire Island Boulevard que él compartía con otros siete hombres. Para entonces, la isla había alcanzado su punto más bajo. Muchas casas estaban desocupadas, los dueños habían muerto intestados, sus hogares se disputaban entre parientes lejanos y compañeros de vida.
En Fire Island, como en Nueva York; sin embargo, las fiestas continuaban. En 1985 se consideraba de rigor nunca llegar a Pavillion, el centro de la vida nocturna en Pines, antes de las 3 AM. En la casa donde me estaba quedando, tomamos una requerida siesta después de cenar y nos levantamos a tiempo para llegar a Pavillion a las 3:30 AM. Cuando tomé el ferry de vuelta a tierra firme a las 2 PM el domingo por la tarde, aún podía ver hombres en los balcones de Pavillion, sus cuerpos bañados en sudor, la música flotando fuera del club.
En 1986, regresé a Pines a rentar por mi cuenta. El siguiente año, cuando fui a ver a mi viejo roomate, me contó que alguien con quien había dormido había muerto el invierno anterior. “Personalmente es la primera persona que conozco que fallece de SIDA,” le conté.
Nunca olvidaré la forma en que respondió: “No va a ser la última.”
En tres años, 10 de los 11 hombres que habían compartido esa casa en Fire Island Boulevard habían muerto.
Una fiesta en Fire Island
Las ondas se fueron implacablemente acercando más y más en mi vida. El resto de la década se volvió una interminable marcha de llamadas telefónicas que comenzaban con, “¿Ya enteraste que…”, visitas a hospitales, funerales y tratar de ordenar los restos de una vida que se iba rápidamente sin dejar legado. En su obra de 1993, Jeffrey, Paul Rudnick satirizó la forma en que los neoyorquinos gays habían convertido los funerales en una forma de arte—la gente criticaba los aperitivos y calificaba los elogios. Así no sucedió conmigo: Yo sólo recordaba reuniones donde compartíamos funerales desconsolados, donde el sacerdote o el rabino apenas si conocía al fallecido, si acaso.
Como a veces sucede en los tiempos de calamidad, hemos tratado de escapar, al menos por una noche o fin de semana, hacía las luces intermitentes y los sonidos a todo volumen y las pistas de baile saturadas de los clubes nocturnos los fines de semana. Al mismo tiempo que el SIDA estaba dejando su franja mortal en toda la comunidad gay, una serie de grandes eventos de dance en todo el país, como la Palm Springs White Party, atraían hordas de gays que colectivamente se dieron a conocer como “the Circuit”. Inevitablemente, muchos de estas fiestas, como la Black & Blue de Montreal y la White Party de Miami, fueron fundadas para recaudar fondos para organizaciones locales contra el SIDA.
En Fire Island, la Morning Party comenzó con algunas personas que cargaban unos cuantos dólares para que la fiesta siguiera después de que Pavillion cerraba el domingo por la mañana. La fiesta creció hasta convertirse en uno de los más grandes fondes de recaudación contra el SIDA en el país. En la ciudad de Nueva York, fiestas como Love Ball de 1989, también recaudaron dinero y generaron conciencia.
Mientras tanto, mi propia experiencia en clubes involucraba cuartos populares como Palladium y Tunnel, hasta días entre semana como Chapel, la sección gay de atrás en Limelight; noches gay en Bump at Club en EU; eventos especiales de vacaciones en Saint at Large y fines de semana veraniegos en Pavillion de Fire Island. La cultura club inevitablemente fue afectada por la epidemia. A veces, me sentía ver al ver gente en las fiestas Saint at Large; yo asumía que ya habían muerto con el transcurso del tiempo.
Hubo dos ocasiones en mi vida en que pensé que había contraído el virus del VIH. La primera vez en 1986, todo lo que puedo recordar es una llamada telefónica diciéndome los resultados, seguida por una larga disculpa: Un asistente había mezclado las identidades de los participantes. (Poco después de eso, se volvió algo obligado que cualquiera que se hiciera la prueba del VIH recibiera los resultados en persona.)
La segunda ocasión ocurrió a finales de 1993. Había regresado de un viaje de negocios cuando Tom me dijo que me sentara. Eso ya era una pista. Me dijo que él y su doctor habían llegado a la conclusión de que yo le había tenido que transmitir el virus. Inmediatamente llame a mi amigo que trabajaba en el Centro de Sangre de Nueva york. “Vas a hacer un test para el VIH,” le dije, “y no voy a esperar dos semanas para los resultados.”
Tom y yo nunca descubrimos cómo se contagió. ¿Pero saben algo? Lo único que importaba es que nos amábamos el uno al otro.
Aunque he logrado evadir la infección del VIH, parece seguir encontrando formas de meterse en mi corazón. Justo anoche, mi sobrina y yo fuimos a una presentación donde el reparto estaba recibiendo donaciones en el lobby para la colecta semi-anual de Broadway Cares / Equity Fights contra el SIDA. Me quedé en shock cuando ella paso de largo frente al actor sosteniendo la cubeta de recolección.
“¿Cómo puedes hacer eso cuando sabes lo que sucedió con la pareja de tu tío?” le pregunté. No me convence ni por un minuto su excusa de tener deudas de estudiante y otros gastos tras sus publicaciones sin fin en Instagram de sus vacaciones en Inglaterra y las noches en restaurantes costosos. Pero tan enojado como suelo estar, también entiendo que su generación señala el VIH como una “enfermedad controlable.” Para ella y la mayoría de la gente, el SIDA apenas se registra.
Ese punto me fue demostrado algunos años atrás en una reunión del colegio. Un pediatra investigador—uno que se especializa en niños con enfermedades incurables en el centro de Detroit—me contó, “No puedo imaginar por todo lo que pasaste.”
Quizá nadie puede.