El día de ayer, 19 de enero, el fiscal argentino Alberto Nisman fue encontrado muerto en el baño de su departamento en Puerto Madero, al lado de una pistola que pertenecía a uno de sus colaboradores. Una autopsia reveló una bala calibre 22 incrustada en su cabeza. “Fue un suicidio”, dijo la policía de manera preliminar.
Caía la tarde en Buenos Aires. El día había estado nublado, azotado por grandes ventarrones y fuertes lluvias que cubrían el asfalto de la ciudad. “Otros Aires,” dijo el chofer del camión 29 que iba directo al centro, “a ver si ahora sí nos sirven de algo”.
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Menos de una semana antes, Nisman había presentado una denuncia contra la presidenta de Argentina, Cristina Fernández de Kirchner, acusándola de encubrir a los responsables del bombardeo a la Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA), que dejó 85 muertos en 1994. “Tengo escuchas donde se habla de un pacto de impunidad”, dijo el fiscal, en aquel entonces, en una entrevista, refiriéndose a un trato económico que el gobierno hizo con los iraníes, quienes se sospecha están detrás del ataque.
En el bus se escuchaba una voz que decía: “No fue un suicidio. Nadie les cree. No pueden seguir construyendo fantasmas. Nos creen un pueblo tonto”. Era el programa Entre Líneas. En redes sociales se convocó al “cacerolazo”, una forma de protesta muy típica en Buenos Aires. Se tata de salir a la calle a hacer ruido con cacerolas, sartenes y utensilios de cocina. Algo hay de eso que tiene una implicación primordialmente económica, pues los grandes cacerolazos empezaron contra las políticas monetarias del presidente Carlos Saúl Menem en 1996 y adquirieron más popularidad con la recesión de 2001 en contra del presidente Fernando de la Rúa.
“Yo soy Nisman porque no nos pueden ‘suicidar’ a todos”, me decía Humberto, un joven alto de camisa blanca que llevaba una pancarta recién impresa. “Esto es claramente algo planeado que viene desde arriba: es imposible que el fiscal se haya matado antes de rendir su declaración”. Y sí, la rendición oficial de las pruebas iba a darse aquel mismo día en que el Nisman fue encontrado muerto. Las voces en el camión debatían si era un suicidio inducido por alguna amenaza del gobierno, o de plano, un frontal asesinato.
Cuando por fin llegamos a la Plaza de Mayo, el cielo se había despejado y el atardecer cubría la ciudad con un tono rosado que extrañamente combinaba con la casa presidencial. La Plaza es un símbolo que reclama justicia. Ahí se firmó la independencia de Argentina en mayo 1810; ahí lloraron las Madres de Mayo que reclamaban el paradero de sus hijos desaparecidos durante la dictadura de Videla; ahí acampan a la fecha ex veteranos de guerra que aún reclaman la injusta pérdida de sus compañeros en la guerra de las Malvinas. También está la Casa Rosada donde Evita Perón, esposa de una de las figuras más emblemáticas de la izquierda en Argentina, salió a regalar comida a su pueblo en la década de los cincuenta.
Las cacerolas sonaban y las manos aplaudían. Las cuadras del centro de la capital resonaban al fulgor de la indignación y la rabia. “¡Cristina, asesina! ¡Cristina, asesina!” Los cantos de las masas obedecían un mismo compás. Eran las 8PM y más de mil personas ya estaban reunidas frente a la Casa Rosada.
Los gritos poéticos de una mujer mayor contrastaban con el ruido de las masas: “Yo soy la voz de Nisman que no puede hablar ahora. Yo soy una mujer que pide justicia para sus hijos. Yo soy pañuelo blanco, bandera azul y sol dorado…”
Justicia, democracia e igualdad. Es el eco de los países latinoamericanos de nuestros días: jóvenes democracias que replantean las fallidas instituciones europeas en búsqueda de libertad e identidad. El hashtag #YoSoyNisman habla de un sentimiento básico para cualquier planteamiento de izquierda: la solidaridad. Al igual que #YoSoy132, el movimiento estudiantil mexicano que nació en 2012 y #JeSuisCharlie que la semana pasada rompió el récord de trending topic mundial, es identidad y a la vez un método de organización e información simultánea.
Surgieron también los hashtags #YoNoSoyNisman y #YoSoyCristina, apoyando al régimen y desmintiendo la versión de los medios no oficialistas. En el debate argentino es crucial entender la distinción, pues una de las políticas más exitosas de Fernández de Kirchner fue la implementación de la Ley de Medios que remplazó la Ley de Radiodifusión de la época dictatorial y rompió con el monopolio de grupo Clarín otorgando 33 por ciento del espectro radioeléctrico a grupos minoritarios y “personas de existencia ideal sin fines de lucro”. Es por el eso que el debate sobre la muerte de Nisman se encuentra tan polarizado.
Desde aquel entonces la prensa se divide en dos: medios oficialistas con línea editorial en pro del gobierno, y medios no oficialistas que abiertamente están en contra del mismo. “Desde la Ley de Medios, Grupo Clarín se declaró abiertamente en contra del gobierno”, me explicaba Verónica, una estudiante de derecho que accedió a hablar conmigo en la marcha. “Aquí encontramos a Clarín y La Nación, quienes desmienten a todas luces la versión de suicidio, al igual que periodistas independientes como Jorge la Nata y aquellos que trabajan en Canal 13″.
Por otro lado, los medios oficialistas ponen en duda que haya sido un asesinato planeado, y encuentran varias inconsistencias en dicha versión: ¿por qué el gobierno habría de abiertamente matar al fiscal un día antes de rendir pruebas, sabiendo lo que esto implicaría políticamente? ¿Cómo se explica que un empleado de la fiscalía le suministró un día antes el arma calibre 22 que le provocó la muerte? ¿Cómo asesinar a alguien que tenía más de diez guardias de seguridad, cámaras y diversos códigos de acceso en su casa? Estas son las interrogantes planteadas por medios oficialistas y figuras como TV Pública, César Ferri y Víctor Hugo Morales.
Tal vez la hipótesis más aceptada es la del suicidio inducido. Sea como sea, en la Plaza de Mayo no parecía haber dudas. El ambiente estaba cubierto por el triste manto de la impunidad.
Estela Guevara, una policía retirada de la provincia de Buenos Aires cargaba una cruz con un símbolo de policía: “Vengo acá porque estoy muy molesta, nosotros tenemos compañeros que los matan como moscas y nadie se hace presente. Los derechos humanos entre la policía no existen. La muerte de Nisman es un dolor muy grande porque están matando a la democracia, al país, a la separación de poderes y la independencia judicial”.
Hasta adelante, justo al lado de la Casa Rosada, decenas de policías custodiaban el perímetro tras unas rejas que los argentinos golpeaban furiosos al ritmo de los cacerolazos. “¡Policía federal, vergüenza nacional! ¡Policía federal, vergüenza nacional!”, gritaban a coro a un mismo ritmo de indignación y rabia.
Un hombre con la bandera amarrada a la cintura estaba silenciosamente carcomido de tristeza. Justo al lado de la policía. “¿Cómo pueden custodiar a estos bandidos?”, les decía sin gritar, apenas murmurando de vez en vez, “yo conocía al fiscal, su muerte es una verdadera pérdida. Lo que necesitamos en el mundo son más fiscales así”.
Más y más gente llegaba a la Plaza. No era júbilo, a pesar de los fuertes cantos de protesta, era rabia pura con toques de miedo e impotencia. Un fuerte grito se escuchaba en todos lados, era la consigna más dicha: “¡Cristina, hija de puta! ¡La puta que te parió! Puta. Puta. Puta”.
El envolvente atardecer poco a poco se apagaba. La Plaza se sumergía en la noche, mientras los rústicos faros iluminaban las banderas que ese día vestían de luto.
“Joder, ¿qué tiene de malo ser prostituta?”, dijo Morena Ramírez Salazar, integrante del colectivo feminista de la Universidad de Buenos Aires. “Puta no es insulto. Es porque es mujer. Vaya machismo. La prensa y la gente se fijan en lo que trae puesto la presidente, ¿por qué nadie le reclamó al idiota de Menem que vendió al país entero por traer trajes Armani? Me opongo firmemente a protestar de esta manera”.
La bandera de la Casa Rosada estaba izada hasta el último pelo. Parecía irónico. No había tarimas ni autoritarismos. Los cantos continuaban: “Oh le lé. Oh la lá. Si este no es el pueblo, ¿el pueblo dónde está?” Más cacerolas. Más aplausos, no de júbilo sino de protesta. Uno de los micrófonos reunidos hacía eco de las articuladas palabras de un hombre mayor: “Ayer perdimos justicia. Justicia y democracia. Todos deberíamos tener la bandera baja. Decretar luto nacional.”
Las miradas asustadas rodeaban varias cuadras. Eran y las nueve de noche. El verano argentino se hacía notar. Ni frío ni calor: el clima se sentía casi perfecto. “¡Cristina! ¡Asesina!”, “Se va a acabar esta costumbre de matar”.
Empezamos a dispersarnos a eso de las diez de la noche. En un abrir y cerrar de ojos, habían pasado ya dos horas. Al salir del fulgor y los gritos, entre el claroscuro de las calles y faroles de esa parte de la ciudad, vi una mujer de rojo y labios carmín sentada, mirando desde lejos sin acercarse a la masa indignada de la Plaza de Mayo.
Me senté al lado de ella y prendí un cigarrillo.
—¿Qué haces aquí? Si no te molesta mi pregunta.
—No quiero participar de un reclamo masivo que no conoce lo suficiente para justificarlo.
—Pero aún así te sientas a ver.
—Pues es que no soy kircheriana. La mina la robó. Es corrupta, eso es seguro. Sólo que acá no veo las cosas claras.
—¿Por qué no te unes entonces?
—Vine a escuchar, no simpatizo con los no oficialistas. Me parece que están manipulando al pueblo sin argumentos.
Charlamos hasta que terminé de fumar. Accedió a que le tomara una fotografía, sin decirme su nombre. Esa es Buenos Aires. Esa diversidad, esas opiniones encontradas, esas furias jubilosas. Los solitarios callejones aledaños marcaban más la diferencia.
Me alejé hasta que los cantos y las cacerolas dejaron de escucharse. La noche, como el país, quedó convulsionada. ¿Cómo murió el fiscal? Las dudas siguen latentes mientras la democracia argentina se revuelca. Si nunca se sabrá, al menos la noche porteña vaticina nuevos tiempos en la gran ciudad. La figura de Nisman se convirtió en aires de cambio y debate, aires de indignación y confusión.