El presidente mexicano Enrique Peña Nieto está acostumbrado a ser objeto de cálidas recepciones en acontecimientos como el foro Económico Mundial, donde ejecutivos y pensadores influyentes elogian sus planes de abrir el mercado de México a una mayor inversión extranjera.
Claro que cuando regresó a la versión latinoamericana del foro hace unos días, en la región de la Riviera Maya mexicana, Peña Nieto fue obligado a discutir un asunto mucho menos halagador, el mismo que dejó noqueada su percepción internacional el año pasado: la corrupción.
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“La corrupción es un asunto de orden a veces cultural, que es un flagelo de nuestras sociedades especialmente latinoamericanas”, declaró Peña Nieto el pasado 7 de mayo durante el foro económico de Latinoamérica, celebrado en el complejo turístico de Playa del Carmen.
“Si realmente queremos lograr un cambio de mentalidad, de conductas, de práctica, de asimilar nuevos valores éticos y morales debe ser un cambio estructural desde la sociedad”, dijo.
Peña Nieto está vendiendo ahora mismo a nivel internacional un paquete de reformas contra la corrupción en México, con la esperanza de prevenir la desconfianza en un gobierno que acoge a varios inversores globales. El sistema nacional de anticorrupción ha sido aprobado por el Congreso mexicano y, al menos, por otros 22 estados del país.
La ley está siendo ahora considerada por la Comisión Permanente del Congreso, antes de ser elevada hasta el escritorio del presidente, para que este la suscriba.
Las acusaciones de corrupción y de conflicto de intereses han golpeado a Peña Nieto con dureza.
Su administración ha sido incapaz de sacudirse de la sombra de sus delitos, especialmente desde que afluyeron las acusaciones de que él, su mujer, el ministro de Economía y el secretario de Gobernación habían comprado residencias de prominentes contratistas, con intereses privilegiados.
El gobierno ha desmentido la existencia de ningún delito. Pero la llamada “Casa Blanca” tiene a la familia de Peña atada de pies y de manos desde el pasado mes de noviembre —existen también pruebas de fuerzas de seguridad del Estado asesinando a civiles durante su mandato— y le ha obligado a comprometerse públicamente y proclamar que el gobierno combatirá la corrupción en la segunda mitad de los seis años de su legislatura como presidente.
La elevada percepción de México como país corrupto no ha ayudado a asentar su transición hacia la democracia.
El asunto es tan espinoso que Peña Nieto —cuyo Partido Revolucionario Institucional (PRI) se convirtió en sinónimo de corrupción durante sus siete sucesivas e ininterrumpidas décadas en el poder— está ahora promoviendo una legislación que combata una práctica que se considera integradísima en el día a día, pero que cada vez está más condenada por un clamor popular que va en aumento y exige responsabilidades.
Es evidente que en México la corrupción va más allá del PRI y es una plaga que afecta a la mayoría de partidos políticos. Y por si fuera poco, constituye casi un 1 por ciento del producto interior bruto anual del país, según estimaciones calibradas por el Centro de Estudios Económicos del Sector Privado, una organización mexicana sin ánimo de lucro.
El periodo considerado como el de la “transición a la democracia” en México, arrancó más o menos en el año 2000, con la victoria en las elecciones presidenciales del líder de la oposición Vicente Fox, pero no mitigó la preocupación de los ciudadanos por la corrupción. En 2004 México apareció en el puesto 64 en el ránking anual de Transparencia Internacional según el índice de percepción de corrupción.
Diez años después ha caído hasta el puesto 103 del mismo indicador. Para entonces el PRI había vuelto a la presidencia del país, gracias a la victoria de Peña Nieto en las elecciones de 2012.
“El problema es que el gran acusado de la corrupción es el presidente”, relató el historiador de la universidad iberoamericana de Ciudad de México, Ilán Semo, a VICE News. “En vez de que el PRI mueva la campaña anticorrupción…está poniendo la campaña en manos de quién está acusado”.
Los problemas de credibilidad de Peña Nieto empezaron con las revelaciones aparecidas el pasado otoño, según las cuales Angélica Rivera, la primera dama, había comprado una mansión valorada en 6.3 millones de dólares —que los críticos bautizaron como la “Casa Blanca”— de manos de un contratista local. El mismo contratista fue quien le amplió el crédito, aunque Rivera insiste que hizo suficiente dinero como estrella de telenovelas como para pagarse la casa.
Desde el despacho del presidente se argumenta que la primera dama no es un funcionario público, de manera que no existe un conflicto de intereses.
Unas semanas después, el Wall Street Journal informaba que el ministro de Economía, Luis Videgaray había adquirido una propiedad en 2012 —justo antes de incorporarse al gabinete presidencial de Peña—, de manos del mismo contratista. Videgaray recibió un préstamo con una tasa de interés preferencial para hacer la compra.
El mismo periódico también descubrió que Peña Nieto había adquirido un club de golf de manos de otro constructor, cuando era gobernador del Estado de México en 2005. El constructor empezó a ganar contratos federales después de que Peña Nieto se convirtiera en presidente, pero niega la existencia de anomalía alguna en el concurso público.
El presidente nombró entonces a un autoproclamado “amigo” de Videgaray, Virgilio Andrade, para que cubriera la vacante como auditor y le encomendó que investigara dichas adquisiciones. Andrade confesó más tarde que él no investigaría las adquisiciones de Peña Nieto, debido a que en el momento de la transacción, el presidente era un funcionario del Estado de México y no un empleado federal.
Andrade todavía tiene que emitir un veredicto sobre las residencias, aunque lo que sí que hizo fue castigar al ex director de la Comisión Nacional del Agua con una multa de 42 mil dólares por haber utilizado un helicóptero oficial para llevarse a su familia al aeropuerto de Ciudad de México en la víspera de sus vacaciones de Semana Santa.
Las declaraciones de Peña Nieto en las que describe la corrupción del país como un fenómeno “cultural”, también enervaron a sus detractores, muchos de los cuales se refirieron al ejemplo de los millones de mexicanos que viven en el extranjero y obedecen las leyes de otros países para demostrar lo contrario.
“Si aceptamos que la corrupción es ‘cultural’ habría que aceptar que la modernización del país no es posible en el corto plazo”, escribió el columnista Carlos Elizondo en el periódico Excelsior. “Estamos como estamos porque así somos. No hay para qué hacer reformas”.
Una encuesta publicada en marzo por la publicación Reforma mostraba que el 57 por ciento de los encuestados desaprueba la tarea de Peña Nieto, mientras que un 54 por ciento esperaba que las medidas anticorrupción aprobadas por el Congreso no tendrían ningún impacto en las prácticas corruptas.
La ley ya ha merecido algunos moderados elogios como “un buen primer paso”, según han dicho los colectivos pro transparencia. Enfatiza la prevención de la posible corrupción en el futuro y establece nuevos mecanismos de transparencia y de control sobre los contratos públicos.
“Tenemos montada una especie de ambiente de circo romano y la muchedumbre exige ser saciada”, declaró en una entrevista Federico Estévez, profesor de Ciencias Políticas en el Instituto Tecnológico Autónomo de México. “Si queremos que esto funcione políticamente, la misma gente tiene que obedecer las nuevas reglas […] Es una cuestión de ir hacia delante y no mirar al pasado reciente con excesiva acritud”.
Claro que cuesta mucho deshacerse de los malos hábitos.
Durante el debate de la ley en el senado mexicano, salieron a colación varios recordatorios a los escándalos del pasado, cuando las cámaras captaron al senador Carlos Romero Deschamps, responsable del poderoso sindicato de los trabajadores del petróleo, sindicato que apoya al PRI, hojeando fotografías de yates. Deschamps le regaló una vez a su hijo un Ferrari, mientras que su hija fue sorprendida viajando por todo el mundo en jets privados con su camada de perritos.
Las medidas anticorrupción y la aprobación a principios de este año de nuevas medidas de regulación en la ley de información y transparencia obliga a las instituciones que reciben financiación pública, como los partidos políticos, políticos y sindicatos, a abrir sus cuentas. También contempla un incremento de las sanciones para aquellos que no cumplan con los requisitos que exige la ley.
Lo que todavía está por ver es si, realmente, tales medidas rebajaran la corrupción e incrementarán la transparencia. Algunos son muy escépticos.
Se espera que el Congreso apruebe el uso de la reelección, que, según Estévez, podría ayudar a México a detener la corrupción, especialmente a nivel municipal, donde, teóricamente, los alcaldes tendrán que luchar por mantenerse en sus despachos en cada nueva legislatura, en lugar de saquear las arcas públicas durante tres años, como sucede actualmente.
“Los políticos mexicanos tienen mucho talento para desobedecer la ley con distintas artimañas, como ocultarse entre bastidores, leer entre líneas o, incluso, a costa de infiltrarse entre los entes reguladores”, dijo Estévez. ¿Por qué habrían de cambiar eso?”
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