Ser una prostituta mexicana no era lo que había tenido en mente —dijo mientras estaba sobre mí, su cabello nos envolvía a ambos como un mosquitero o una sábana de seda negra sobre nuestras cabezas. Tenía un aliento a cerveza, cocaína y cobre. —Pero llevo como tres años trabajando en México. Estaba viajando de aventón desde Argentina. Supongo que se podría decir que estaba bailando por la costa—. Se rio.
Era de Georgia, y su acento era suficiente para querer coger. Una lástima, se perdía entre su clientela mexicana. Estábamos a 80 kilómetros al este de Puerto Vallarta, en un pueblo que consistía en el putero, tres bares y una maquiladora en la que se fabricaban muebles de alta calidad. Había mesas y sillas con diseños “escandinavos contemporáneos” en los bares, y el salón principal del lugar, donde las mujeres realizaban su striptease antes de llevarse a un cliente; parecía un IKEA y debía haber 300 hombres borrachos en el lugar: noche de sábado. No vi a ningún otro americano ni europeo. Tuve que darles un billete de 100 dólares a dos cadeneros para poder conseguir a esta mujer antes de que la horda de clientes agitaran sus billetes en el aire, esperando a que saliera después de su breve baile en el escenario. Era una de las mejor vendidas.
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—Nunca dices nada —me dijo. Le gustaba hablar mientras cogía, algo inusual en una prostituta. —Sólo haces preguntas.
Hay prostitutas a las que les gusta bromear durante el sexo, lo cual me parece que es algo malo: no te conocen lo suficiente para eso.
Regresé a verla seis noches seguidas, y todos los días pasaba ahí la noche completa, 300 dólares en aquel tiempo: una ganga en términos americanos, pero un insulto cuando se trataba de un burdel mexicano que no era para turistas. Entre cerveza y coca, dejé casi 2,500 dólares en ese putero. Después de la segunda noche ya no tenía que darle propina a los cadeneros. Me había pedido que viniera más tarde, para que pudiera hacer lo de siempre antes de que yo llegara, pero siempre llegaba temprano y la veía. Nunca antes, ni desde entonces, había observado a una mujer con la que me voy a acostar, coger con otros hombres, múltiples hombres, frente a mí. No produce esa chispa erótica que uno podría imaginarse. Aunque soy un amante celoso, eso no me provocaba celos. Pero sí sentía ganas de matar a cada hombre somnoliento que bajaba las escaleras y se arrastraba, o tambaleaba, hasta la salida o de regreso a una mesa con sus amigos. Todas las mujeres en mi vida, excepto tres, habían cogido con otros hombres antes de acostarse conmigo: ¿Qué importaba si sucedía frente a mí, y todo en una sola noche? Sus amigos se reían, pero estos hombres no se reían con ellos, como hombres que regresaban de otras mujeres. Entendía su tranquilidad y saciedad; sabía, contrario a sus amigos, que no querían que nadie más los tocara —ni siquiera con una amistosa palmada borracha en la espalda— durante la siguiente hora o dos. No lograba comprender cómo es que algunos hombres se iban a pasar el resto de la noche con sus esposas. No es que sientas que te cagaste en los pantalones. Una vez escuché a un amigo restregarse bajo el agua hirviendo durante 15 minutos, después de visitar el Peppermint en Bangkok: su cuero enrojecido mientras salía del baño humeante, envuelto en su toalla blanca, como la espalda de Meryl Streep después de que la tallan con cepillos de acero en Silkwood, todavía hace que me rasque las cejas. El sexo era muy bueno, como era de esperarse, pero convencional. No era el sexo, ni su cuerpo: aunque sus pechos no cabían completamente en mis manos, y sus aureolas, rosas como tulipanes, tenían un diámetro de más de cinco centímetros y sus pezones, un pequeño hoyuelo en cada uno. Era esbelta y con curvas anchas, y le gustaba que le agarraran el culo desde abajo con ambas manos. No estaba depilada. Me sorprendía que no disfrutara y que no permitiera nada agresivo. Tenía el cuerpo curvilíneo de una campesina americana.
Cuando le confesé varios de mis pecados, acostados en la cama, hablando y mirando las enormes arañas que cazaban o se escondían en las esquinas y los intersticios entre las piedras, me dijo: —El último hombre perfecto del que escuché hablar murió colgado en una cruz.
En esta etapa de mi vida estaba entre dos esposas, no tenía trabajo, vivía de los restos de un negocio que había llevado a la bancarrota, y visitaba múltiples casas de citas en todo el mundo. Mis favoritas estaban en Latinoamérica, porque suelen estar en estas fortalezas de piedra construidas por los españoles. Aunque los puteros en Belice son casas de madera, destartaladas y de dos pisos, construidas por los ingleses, igual que los congales en el Caribe. Una vez vi a un hombre en Alligator Pond, Jamaica —un hombre al que conocía muy bien, pero que ya murió— recibir una mamada en la calle por una cocainómana de veintitantos, sin dientes y con siete meses de embarazo. Le cobró cinco dólares americanos, y él le dio uno de 20; creo que esa fue la cuenta más pequeña de todas las que pagó. La segunda mujer más hermosa con la que me he acostado era una prostituta cubana que llegó a mi cuarto de hotel en NY. A la mañana siguiente, ofreció llevarme a desayunar huevos revueltos, pero estaba exhausto, crudo y avergonzado, y le dije que no. Pude ver que había herido sus sentimientos. Había hecho muchas promesas durante la noche. En otra ocasión, perdido en Londres, cerca del Piccadilly Circus, después de las cuatro de la mañana, conocí a una mujer güera y pequeña; caminamos juntos, y cuando dimos vuelta en un pequeño callejón, se hincó y me desabrochó los pantalones. Después de cinco solitarios minutos, alejé su cabeza cuidadosamente: por razones que tienen que ver con mi infancia, me es imposible venirme en la boca de una mujer. Después me preguntó si le podía prestar 30 libras. Fingí tener sólo un billete de diez. Por lo general soy una persona generosa y no sé por qué nos humillé a ambos de esa manera. Estoy seguro de que no era una profesional, pero me dio la impresión de que ya había estado en situaciones similares en el pasado.
Don Juan, Giacomo Casanova, Warren Beatty con sus improbables miles, Fidel Castro disfrutando de dos mujeres al día, todos los días: ¿Qué podrían, estos amantes reconocidos, saber que no sepa la puta mexicana promedio, ahora en sus treintas, que empezó a trabajar a sus 14 años?
—Mi padre es doctor —me dijo mientras subía y bajaba sobre mí, sus pechos se columpiaban lentamente ahora que había movido mis manos. —No te mueves nada —me dijo. —Vamos a estar aquí largo tiempo. Él quería que yo también fuera doctora. ¿Puedes creer que obtuve mi título en biología en Emory antes de manejar en mi pickup hasta Buenos Aires? Debía pasar, ¿cómo se llama ese maldito examen?— Me preguntó. Sin detenerse, se estiró hasta la mesa de noche, tomó una Pacífico de la cubeta con tres dedos, me sirvió cerveza en la boca la cual se derramó sobre mi cara y mi pecho, y luego tomó varios tragos mientras yo veía su delgado y moreno cuello de gacela, estirado hacia atrás, su barbilla levantada y el triángulo hueco debajo, bombeando. Regresó la botella al hielo. La única luz provenía de una lámpara de arco, con una pantalla morada desgastada por el sol. Ambos estábamos sudando. Era verano, e incluso por las noches, con el ruidoso ventilador de techo con sus aspas dobladas y ventanas abiertas en tres paredes, estábamos a 38 grados. Me gustaba cómo nuestro sudor se acumulaba y se mezclaba en mi barriga. Habrá sido un fuerte, una iglesia o un monasterio, me preguntaba. Desde la entrada era difícil de saber, y había una barda alta de piedra alrededor de la propiedad. Los autos, las camionetas y los taxis se estacionaban sobre tierra y arena.
—El em-cat —le dije.
—Exacto, el em-cat. Debía hacer ese examen y después pensé, “¿sabes qué? Al carajo con esto. Quiero vivir la vida. Todos los demás pueden hacer lo que les dicen y fingir, si eso es suficiente para ellos. Yo no le digo a los demás como ser unos estúpidos”—. Había sido una principiante, y era una de esas jóvenes sureñas que todo mundo esperaba que se casaría con su amor de la prepa. Él entró a Georgia State, era de una familia de políticos y abogados, empezaron a salir en el onceavo grado, y era uno de los mejores jugadores de tenis amateur. No sabía lo que había pasado con él desde entonces. Ni siquiera le había enviado una postal. —Eso no fue muy considerado, lo sé, seguro le rompí el corazón. Así que una amiga y yo nos subimos a mi Toyota azul (había sido de mi hermano, también es doctor, un anestesiólogo, si es que se les puede llamar doctores, está hecho un desastre) y tomamos la interestatal 10 atravesando el país, y dimos vuelta hacia el sur cuando llegamos a Houston. Y después de eso, no nos volvimos a desviar. No hasta que llegamos a la otra punta del continente—. El Che Guevara, pero al revés. Me dijo que leían a Gabriel García Márquez en voz alta mientras manejaban. Ninguna hablaba una palabra de español. Pensé que habían tenido suerte de atravesar Centroamérica. —Se enfermó de algo raro en Perú (se llama Ginny, está casada con un banquero infiel, y tiene a las dos gemelas más hermosas que hayas visto, tienen apenas tres años) así que voló de regreso a casa y yo seguí manejando. Para ese entonces ya había conocido a un brasileño de ojos hermosos—. Dijo que un héroe byroniano no le pedía nada a ese chico. Fue en ese momento que sentí que debía ser mía, y no de él, y sentí un vacío al conocer lo que guardaba en su corazón.
Durante la noche, siempre mientras hacíamos el amor, le pedía que se casara conmigo —le pedí que se casara conmigo seis veces —y todas las noches se reía.
—Nunca voy a regresar —me dijo. —Pienso en todos esos rostros gordos y blancos sonriéndome, y es demasiado. Sé que no puedo hacer esto para siempre. Creo que me quedan otros cinco, quizá siete años, y aun así tendré que seguirme moviendo de un lado a otro. Llevo aquí en el Leopardo —el putero se llamaba El Leopardo, nunca supe por qué, pero le dio un brillo a la palabra putero en mi memoria, creo que fueron las piedras y las colinas, el viento árido de Di Lampedusa, Sicilia, la gloria perdida de viejas familias y amores perdidos —nueve meses y las cosas ya están muriendo, tienes que ser la chica nueva para atraer más dinero. Claro, es lindo hablar en inglés para variar. Pero disfrutaré cuando regreses a Estados Unidos. No tienes por qué andar persiguiendo a una puta a la mitad del desierto mexicano. Tienes una hija de seis años. Ya no eres un niño. Se supone que eres un hombre. Eso es algo que entienden aquí en México. Los hombres aquí engañan a sus esposas todavía más que los hombres en Georgia, lo sé. O casi tanto. Pero cuidan de sus familias. Son buenos católicos. Podrán corretear a otras, pero no lo llevan demasiado lejos—. Se volvió a reír.
—Eres un hombre dulce —me dijo, y quitó mi cabello sudado de mi frente. —En otra vida, quizá.
Ella tenía 27, yo 33.
—Tienes un buen corazón. No lo olvides.
Las prostitutas experimentadas y alegres hablan del amor con una autoridad cataléptica.
En la séptima noche, íbamos a la mitad del camino cuando le dije a mi conductor que se diera la vuelta. Era un jovencito regordete de 17 años con el pelo corto, su nombre era Raphael y nunca aceptó la coca que le ofrecí, ni fumaba puros, aunque de vez en cuando, si traía una botella conmigo, aceptaba un trago de tequila, y cuando lo encontraba por las mañanas dormido en su auto, acurrucado en el asiento trasero afuera del muro de piedra, aceptaba fumarse un porro antes de volver a manejar.
—¿No irá al Leopardo esta noche, señor? —me preguntó mientras salía de la carretera, daba vuelta, y se volvía a subir, esta vez en dirección poniente. —¿Quiere conocer un nuevo lugar? Conozco un pequeño lugar. Es sólo una casa, pero tienen muchachas lindas. Muy bonitas. Conozco a una de ellas de la escuela. Todo mundo está enamorado de ella. No saben que es, pues, ya sabe. Yo lo sé gracias a mi hermano y porque manejo el coche.
—Creo que no, Raphael —le dije. Estábamos hablando en inglés. Llevo meses en Centroamérica, pero mi español sigue siendo muy pobre. —Creo que es hora de volver a casa.
—OK. Lo entiendo. Está cansado. Es demasiado, todas las noches. Un hombre necesita descansar —me dijo. Estaba muy serio. Miraba el reflejo de los faros sobre la carretera de grava con mucha atención. No había cactáceas: sólo maleza, tierra, la arena y las piedras del desierto. Raphael siguió manejando, sujetando el volante con determinación.
Al siguiente día volé a Houston en un pequeño avión mexicano para 40 pasajeros, y unos días después tomé un camión a Austin, Texas, donde empezaría mi posgrado (mi segundo intento) en poco más de un mes.
En Valparaiso, Chile, un pueblo con una universidad y un gobierno que baja por unas colinas enormes y desemboca en el Pacífico, uno viaja en funicular de regreso a su vecindario después de una noche de tinto chileno barato, en termos con capacidad para una pinta, junto al puerto. A las cuatro de la mañana los restaurantes de chorrillana están llenos de estudiantes, y los lugares para bailar resuenan por todo el centro, pero conforme uno se aleja del nivel del mar en estos pequeños y pintorescos funiculares de cuero y madera pulida, la música comienza a desvanecerse, y si uno escucha con atención se pueden oír, casi sentir, las interminables olas que rompen sobre las rocas, y uno puede entender por qué Neruda construyó su extraña casa con techos bajos en estas colinas, y nunca se fue. No sé cuánto tiempo hace que no me acuesto con una prostituta.
Obviamente era una prostituta. Era una novata: Hay un círculo de tráfico en Valparaíso, frente a una de las grandes salas de piedra del gobierno, donde las callejeras se paran y esperan a que los hombres pasen en sus autos o sus motocicletas. Una vez vi a una prostituta irse con un hombre sentada en el manubrio de su bicicleta. Era una descortesía acercárseles a pie, quizá porque la policía ignoraba de forma tácita el negocio, aunque sólo realizar un arresto resultaba impráctico. Si vas a pie, un oficial no tiene un argumento válido para no arrestarte en un país estrictamente católico. Esta joven mujer —supongo que tenía entre 19 y 20 años, todavía tenía las espinillas de su pubertad— había llegado de la rotonda, y ahora éramos sólo nosotros dos, nuestras rodillas casi tocándose —traía unas medias negras y altas, y una minifalda amarilla— retumbando de una lado de las vías mientras el vagón vacío del otro lado, nuestro contrapeso, retumbaba camino abajo. Me acerqué a ella y la besé, sorprendiéndome a mí mismo, y ella abrió su boca: no sabía besar, su lengua buscaba desesperadamente la mía como un murciélago asustado. Metió sus manos entre mis piernas, y a pesar del beso, me tenía. Nos besamos al bajar del funicular, y el guardia somnoliento me echó una mirada desdeñosa, así que le di mil pesos, unos dos dólares. No teníamos a donde ir, yo me estaba hospedando en un pequeño hotel en la colina, y la dueña era una mujer muy estricta que se molestaba si llegaba solo y tarde al hotel (no entregaba llaves para poder entrar a la casa en la noche: uno tenía que tocar y despertarla). Había una pareja de luna de miel en el cuarto de al lado, y compartíamos un balcón, y sabía que les molestaría escucharnos: no habían estado cogiendo mucho. Le pregunté con mi mal español si tenía una cama, y me explicó algo sobre su madre. Nos estábamos besando contra la pared en una esquina, y podía ver esa media luna citadina en el fondo, y detrás de ella un mar de agua negra. Puso una pierna sobre mi cintura y me desabrochó los jeans. —¿El condón? —le pregunté, y me dijo: —No, no —y empujamos al mismo tiempo. Metió sus manos bajo mi camisa y sus uñas me lastimaron y ella gritó; no estaba seguro de qué tanto teatro estaba haciendo, era joven, y miré sobre mi hombro pero no había nadie en la calle, sólo dos perros cafés que nos miraban inofensivamente, casi hombro con hombro, mientras agitaban sus colas. Intenté apresurarme porque estaba haciendo demasiado ruido, pero estábamos parados. Por fin me vine y me intenté salir, pero una vez más me dijo: —No, no —me agarró el trasero y me jaló para que volviera a entrar hasta el fondo; recuerdo que por un instante salí flotando de mi cuerpo y nos miré desde arriba, mientras ella me mordía la mandíbula (en la mañana se podían ver las marcas de dientes) y me sentí tan grande como el cielo, por un segundo creí que estaba muriendo. Vi a los perros meneándose y a nosotros dos indisolublemente enredados, y el mar y las luces de la ciudad, y a mi casera dormida en su cama bajo una colcha que ella misma había tejido y a la joven pareja, recostados boca arriba, cada uno de su lado de la cama, y a los jóvenes todavía bailando en los clubes y a los policías fumando mariguana en los puertos y el tren que te lleva al norte hacia Viña del Mar, sentado en la estación junto al mar, y los marineros dormidos en sus camas y el cantinero trapeando los pisos con los bancos boca abajo sobre la barra donde me había sentado esa noche a escuchar las conversaciones de los hombres mayores. Seguía empujando contra mí, no me dejaba ir, y suspiré, y ella sujetó mi cara y me miró seriamente. —¿Estuvo bien? —me preguntó en inglés, y yo no pude sino asentir. Después rodeó la pared, llevándome de la mano, y la seguí, aunque mis piernas y mis hombros temblaban, y se agachó para orinar y se limpió con una pequeña toalla rosa que trae en su bolso; rápidamente se cambio de ropa frente a mí: traía puestos unos jeans, unos Keds rojos, y una playera blanca y negra de Billy Idol, de manga larga y deslavada. Le di cinco billetes de 10 mil pesos. Estaba tímido.
—No, es mucho —me dijo y me regresó tres. Le regresé uno y se lo quedó.
—¿Mañana? —me preguntó, seria todavía. —¿Dónde te estás quedando?
Traté de explicarle mi situación, pero no fui suficientemente claro. Así que mentí y le dije que me estaba quedando con unos amigos.
—Pero te veré mañana por la noche —me dijo, y me dio otro beso largo y desafortunado, con todo su cuerpo y sus pequeños pechos contra mí.
La siguiente noche, desperté sobre la cama de mi hotel, me sentía como un hombre que se va a dormir todas las noches viendo su teléfono, esperando esa llamada de la mujer que lo dejó. No me atreví a salir a buscarla.
Rory, la de ojos solemnes, era una stripper que hacía trabajitos por su cuenta.
—No sabes las cosas que he hecho —me dijo. —Ni siquiera me querrías si lo supieras. Definitivamente no querrías que fuera tu novia.
Fui su novio temporal hasta que soltaron de prisión a su verdadero amor. Era un adicto a la heroína, pero nunca supe por qué lo habían sentenciado a nueve años, a la edad estudiantil de 24, en una prisión federal de máxima seguridad en Beaumont, Texas. Tenía una extraña conexión con Beaumont porque una vez salí con una mujer —era una de mis vendedoras, cuando estaba en el negocio de las joyas— que había nacido y crecido en ese sombrío pueblo petrolero. Esta vendedora recibió un balazo que la desapareció de este mundo por unos minutos después de una subasta cerca de mi joyería. En violación de la política de la compañía, se puso nuestras joyas para visitar a un hombre en su departamento, y un ayudante de mesero que se estaba quedando temporalmente en la casa de este amigo —era el gerente de un Chili’s, y se había compadecido del ayudante, quien había estado teniendo mala suerte— vio la pulsera de diamantes, el collar de esmeraldas y el Rolex President, y se devolvió a su recámara prestada, agarró su .32, y les disparó a ambos. Lo agarraron unos kilómetros más adelante. Mientras tanto, la madre de mi vendedora recibió una llamada cuando su actividad cerebral comenzaba a disminuir; el doctor intentaba convencerla de que le permitiera abrir a su hija para sacarle los órganos. Su madre, una baptista a la antigua, se rehusaba, y después de segundos, minutos, sin pulso, la discusión comenzó a subir de tono, cuando repentinamente mi vendedora se sentó y dijo, con los cables todavía conectados a su cabeza: —¿Qué pasó? —Después de eso se convirtió en la modesta estrella de una serie de películas orgiásticas, a pesar de que nunca recuperó por completo el habla ni su coordinación. Cuando éramos amantes, antes de la balacera, insistía en tener sexo en lugares peligrosos: en la cornisa del último piso de un estacionamiento, en el barandal del balcón de un hotel, en las vías del tren, por la noche en un pequeño kayak de plástico en el Golfo de México, en un taxi atorados en el tráfico del centro de Dallas. Más tarde me preguntaría si sus predilecciones sexuales se debían a una premonición supernatural de su futuro cuasi trágico, abatida a balazos por el bien de la pornografía. Otro mal recuerdo de Beaumont era que un inversionista al que accidentalmente había engañado era dueño de un negocio de pit-bulls, y en esos días de preocupaciones me asustaba pensar que despertaría para encontrar a un perro come-hombre, con cuello de toro, vigilando la entrada a mi casa, o quizá saltando a mi convertible. En esa época comencé a manejar mi convertible con el capote puesto. Pero no cuando cogía con esa vendedora, quien me exigía: “Cógeme, cógeme con el auto descapotado”, en casi cualquier lugar por el que se podía manejar un auto. Igual que muchas mujeres hermosas a las que he conocido, ella tuvo su racha de exhibicionista.
—Quiero unos zapatos. ¿Me compras unos zapatos?
Estábamos en Las Vegas, y comenzaba a lamentarme haber llevado a Rory porque las prostitutas en las calles eran mucho más bonitas que la que yo había llevado, y si las callejeras se ven así, pensé, imagina lo que obtendrás si llamas por teléfono a algún servicio respetable, o si llevas una limo al Chicken Ranch (que, advertencia para el lector, ya no es lo de antes). La llevé a Manolo Blahnik, a Louboutin, a Gucci, a Marc Jacobs —aunque en lo personal no me gusta su calzado para mujeres, y estaba seguro de que se conformaría con algo estridente—, a Prada, a Barney’s. Jugaba a ser Julia Roberts —tenía apenas 23— pero yo no estaba de humor para salir de compras. La dejé en estas tiendas con mi tarjeta y me fui a buscar algo de tomar, algo que no te toma más de diez metros en Vegas, a menos de que estés en un centro comercial con tu novia la prostituta. Sabía que si me iba demasiado tiempo ella desaparecería con otro hombre. Ya me lo había hecho antes, en salones de billar y bares, una vez incluso lo hizo en una pizzería en el centro de Austin. Otra vez, en Chicago, nos estábamos quedando en un cuarto romántico en el Four Seasons, con un vista fenomenal, cuando sonó su celular y resultó que tenía una cita. Quería saber si me gustaría conocerlo: la estaba esperando en un bar a cinco kilómetros del hotel. Era un cliente regular, a quien llevaba años conociendo, un chef sudafricano, quien también tenía un doctorado en filosofía. No sabía si era blanco o negro. ¿Cómo supo que ella estaba en Chicago? —Es regordete —me dijo. —Es lindo. Te caerá bien. Compone su propia música. Es un bar de jazz. Será divertido—. Me di un baño y tomé un taxi al aeropuerto, después de informarles en recepción que la Sra. Martin dejaría la habitación por la mañana, y que no debían aprobar gastos por más de 500 dólares.
Al final, encontró un par de zapatillas Miu Miu de piel de víbora. El único zapato encantador que vi en sus pies. En un día cualquiera usaba esas plataformas extra grandes de plástico que le venden a las strippers tras bambalinas, o tenis, cosa que prefería. Calzaba del número nueve: esa es la clase de chica que era Rory. Gran apetito. Culo enorme. Cabello rubio oscuro hasta los hombros que le gustaba que le jalaran con ambas manos. Le gustaba por atrás. Me pedía que le hablara en alemán mientras cogíamos: había pasado un año en un burdel en Frankfurt, el cual describía como el mejor año de su vida.
La recogía en su departamento y la llevaba al club de strippers en el que trabajaba, en el pequeño Porsche anaranjado que tenía en ese momento (era de un antiguo cliente que me debía dinero, y todavía me debe, 55 mil dólares, aunque vendí el Porsche poco tiempo antes de dejar de ver a Rory), mientras ella cantaba y bailaba en su asiento al ritmo de un heavy metal, o de Notorious B.I.G., a todo volumen. “Me tengo que preparar para el trabajo”, me decía. “De lo contrario es demasiado deprimente”. Charles Bukowski era su escritor favorito, y le dije que él admiraba a Céline, así que ese verano se la pasó en cama leyendo, o diciendo que estaba leyendo, Viaje al fin de la noche. Prefería trabajar de prostituta que de stripper, pero se movía demasiado para tener una base regular de clientes. Yo la recogía después de su turno —o a veces me sentaba a beber en el bar durante todo su acto, estaba enamorado de Rory y de otra mujer que trabajaba con ella en el Yellow Rose, una mujer alta con el pelo negro, estudiante de posgrado en antropología, pero el problema era que eran muy buenas amigas— y después nos íbamos a comer Reubens y papas fritas toda la noche en un deli que me gustaba, o pasábamos en el auto por Taco Bueno.
A los 16 había sido Miss Vermont. Una noche, un violador se metió a su habitación y le dijo que a menos que lo acompañara, mataría a toda su familia, incluyendo a su hermanito y a su hermana. Le enseñó el enorme cuchillo de cacería que había llevado para hacer el trabajo. Salieron caminando por la puerta de enfrente, y la mantuvo encerrada en su sótano durante dos semanas antes de que pudiera escapar. Fue una noticia de gran importancia, pero su padre, un ministro anglicano, evitó que se volviera nota nacional. No era de sorprender que muchas de sus fantasías sexuales fueran violaciones. Le gustaba que le cortaran el culo, las piernas y la espalda con un cuchillo —esto fue difícil de aprender a hacer, y nunca lo disfruté— e insistía en manotazos violentos, también le gustaba que la asfixiaran con una mano. Una vez me mordió tres dedos casi hasta el hueso: me los tuvieron que coser.
Cuando le dije que habíamos terminado —había empezado a salir con una estudiante de filosofía de 21 años, quien después se convertiría en mi segunda esposa— tuvo una de sus reacciones más violentas. Primero, me atacó. Una noche de sexo inusualmente salvaje la tranquilizó. Pero nos persiguió durante semanas. Iba a un restaurant y la veía sentada en el bar, tomando whisky y mirándonos perniciosamente. Sabía que debía sacar a mi cita de ese lugar antes de que tuviera tiempo de tomarse más de tres. La nueva chica con la que estaba saliendo creía que simplemente tenía prisa por llevarla a casa y meterla en mi cama. Rory con más de tres whiskys era escalofriante. La había visto clavarle un taco de billar en la nariz a un hombre. Le encantaba jugar billar, y lo hicimos muchas veces durante el verano que estuvimos juntos. Le gustaba apostar grandes cantidades en nuestros juegos, y cuando perdía me lanzaba unos ojitos, parpadeando con esas largas pestañas postizas, y me decía: “Me lo puedes cobrar con favores”.
me había quedado dormido en una cama de hierro y me despertó con una caricia en el cuello. La habitación estaba oscura como el fondo del mar, pero fuera del otro lado de la ventana abierta —no había vidrio, ni siquiera una cortina— podía ver las extrañas constelaciones sureñas bajo un cielo sin luna; a lo lejos podía escuchar las olas romper, y pensé que todo podría ser un sueño, de no ser porque el aire en la habitación estaba tan frío, y su cuerpo tan cálido mientras se deslizaba bajo las sábanas y se envolvía sobre mí. Quería preguntarle su nombre, y quería disculparme por mi rostro sin afeitar, el cual la lastimaría cuando me besara, pero no hablaba mandarín y ella no hablaba inglés.
Hicimos el amor durante tres o cuatro horas, sin decir una sola palabra. Como no estábamos hablando, actuábamos con timidez, incluso nuestra respiración y nuestros gemidos eran casi inaudibles, como si nuestros padres estuvieran abajo y nos pudieran escuchar. Yo me venía, y ella se venía, y nos abrazábamos, y ella esperaba, sin quedarse completamente quieta, y me besaba, y, con sus dedos, tocaba zonas de mi cuerpo que estaban prohibidas para otras mujeres. Pero de esta forma evitaba que me durmiera o soñara, y me volvía a despertar una vez más. No había sentido tanta emoción desde que era un adolescente. Y no me había sentido tan satisfecho, pensé, cuando finalmente me dejó dormir, desde aquella noche con tres tailandesas, muchos años atrás en el Mona Lisa. Fue la noche que dejé que la madame eligiera a las mujeres por mí, que es lo que debes hacer, si tienes la oportunidad y estás en un prostíbulo de renombre.
Cuando desperté a la mañana siguiente todavía estaba en la cama junto a mí. Ese es el regalo más lindo que una prostituta te puede dar, y lo saben. Ésta era una mujer realmente gentil. Tenía casi mi edad. Cuando giré su rostro somnoliento para besarla bajo el sol de la mañana, abrió lentamente sus ojos y parpadeo, entredormida y sonriente, buscándome, quizá soñando todavía, y fue entonces cuando pude ver que estaba ciega.