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Las mujeres están ascendiendo al poder en el legendario Cártel de Sinaloa

Guadalupe Fernández Valencia y Luz Irene Fajardo Campo

CULIACÁN, México – Emma Coronel aprendió a disparar un arma cuando su esposo, Joaquín “El Chapo” Guzmán, fue extraditado de México para enfrentar los cargos por narcotráfico que finalmente le ganarían una condena de por vida. Con El Chapo fuera del panorama criminal de México de forma definitiva, Coronel sintió que debía aprender a protegerse.

 “A nadie aquí le importaba un carajo que fuera la esposa del Chapo una vez que él fue extraditado”, le dijo a VICE World News una fuente cercana al Cártel de Sinaloa.

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 Coronel, que temía por la vida de sus dos pequeñas hijas y la propia,se entregó y declaró culpable de cargos de tráfico de drogas en Estados Unidos. Sin embargo, a pesar de ser la mujer más visible del Cártel de Sinaloa, estaba lejos de ser la más poderosa o astuta en sus filas. Ese logro es de una mujer cuyo nombre, Guadalupe Fernández Valencia, es prácticamente desconocido. Otra mujer, Luz Irene Fajardo Campos, dirigió una red independiente de narcotráfico alineada con el Cártel de Sinaloa.

Aunque las mujeres más visibles en el narcotráfico tienden a encajar en el molde de Coronel, a lo largo del estado de Sinaloa, donde la cultura del narcotráfico en México es más fuerte, las experiencias de las mujeres varían enormemente, al igual que su nivel de participación y su poder de decisión.

Cada vez más mujeres están entrenando para poder defenderse, como Coronel, de la insidiosa misoginia y violencia que caracteriza a la narcocultura mexicana. Otras mujeres incluso se están preparando para convertirse en asesinas para los carteles y progresivamente, los campos de entrenamiento donde los grupos delictivos capacitan a sus asesinos, cuentan con una mayor participación de mujeres.

“‘Tenemos que demostrar nuestra valía más que los hombres para ser respetadas’ me dijeron las mujeres del narcotráfico,” dijo Arturo Santamaria, autor de “Las Jefas del Narco”, un libro sobre jefas criminales en Sinaloa. “‘Y en el narcotráfico eso significa ser más violentas -saber cómo usar la violencia; cómo dominar con violencia- y así lo hacemos’, me dijeron”.

 El crimen organizado en México ha hecho que estas mujeres vivan una amplia gama de experiencias distintas: el crimen organizado ha empoderado a algunas, a otras las ha victimizado, intimidado y aterrorizado. Muchas mujeres incluso han pasado por toda la gama, pero pocas han escapado al impacto y las repercusiones del tráfico de drogas. Sus historias, presentadas aquí, muchas por primera vez, cuentan la historia de un complicado panorama criminal.

Boca bien cerrada

Estando sola frente a un tribunal de Chicago, Fernández Valencia parecía una abuela vulnerable y asustada. Llevaba un mono naranja de la prisión y hablaba español a través de una mascarilla facial blanca y un intérprete. Para ese día de agosto del presente año, ella ya tenía 61 años y llevaba bajo custodia desde 2016.

“Quiero aprovechar esta oportunidad para pedir perdón a mis hijos y mi familia”, le dijo al juez, antes de que le impusiera una sentencia de 10 años de prisión. Más de dos años antes, Fernández Valencia se había declarado culpable, entre lágrimas, de una letanía preocupante de cargos por tráfico de drogas, incluida una conspiración masiva de distribución de drogas y lavado de dinero. Ella pasó un total de más de tres décadas en el negocio de las drogas, gran parte de ellas trabajando para el Cartel de Sinaloa de El Chapo. Aunque es prácticamente desconocida, se trata del miembro operativo femenino de más alto rango que se conoce hasta la fecha en el Cartel de Sinaloa.

 El nombre de Fernández Valencia era el único nombre de mujer en el acta de acusación que ayudó a enviar a El Chapo a prisión, y los fiscales afirman que trabajó en estrecha colaboración con Jesús Alfredo Guzmán Salazar, conocido como Jesús o “Alfredillo”, uno de los hijos del capo.

 Alfredillo sigue prófugo en Culiacán, y las indagaciones que hizo VICE World News sobre Fernández Valencia dieron pocos frutos por parte de las personas que la conocían y que podrían estar dispuestas a hablar de ella: los riesgos eran simplemente demasiado altos con su jefe aún suelto; los hijos de El Chapo tienen la reputación de ser unos millennials irreverentes, violentos y arbitrarios. Los documentos judiciales describen a Fernández Valencia como la “lugarteniente” de Jesús. Trabajaron juntos en todo el proceso de distribución de drogas, de principio a fin, hasta que ella fue arrestada en Culiacán un mes después de la captura final de El Chapo en enero de 2016.

 Las imágenes grabadas con un teléfono móvil que estuvieron circulando mostraban a Fernández Valencia siendo conducida por dos mujeres policías por una calle tranquila. Llevaba unos pantalones negros y una camisa con estampado de leopardo, y las agentes que la escoltaban no hicieron uso de la fuerza mientras ella subía sumisamente a una camioneta de la policía, con su pelo largo recogido en una trenza que caía por encima de uno de sus hombros. Las imágenes parecían haber sido grabadas por un oficial de policía. No hubo medios de comunicación presentes en su arresto. Tuvo poca exposición mediática.

Al declararse culpable de los cargos en su contra, Fernández Valencia evitó el juicio y por ello gran parte de su historia permanece oculta. Pero los registros públicos revelan parte de su carrera criminal, que abarca tres décadas.

 Originaria del sureño y húmedo estado de Michoacán, los recuerdos de la infancia de Fernández Valencia de exuberantes montañas verdes y campos de aguacate y lima sin duda se vieron opacados por el drama que se desarrollaba a su alrededor en ese entonces. Cuando ella era una adolescente, los capos llegaron al estado. Saquearon las plantaciones de amapola y marihuana y tomaron a los humildes agricultores como rehenes para pedir rescate por ellos. Eventualmente, las bandas de narcotraficantes se apoderaron de pueblos enteros como el de ella, violando o tomando como esposas a muchas de las chicas más jóvenes. Estás bandas crecieron para dominar no solo la lucrativa producción de heroína y metanfetamina, sino también las minas de oro y minerales de todo el estado, al igual que las industrias del aguacate y la lima.

 Fernández Valencia escapó por un tiempo a Estados Unidos, como indocumentada, tal como millones de sus compatriotas antes que ella. Fue entonces cuando tuvo su primera experiencia con el negocio de las drogas, vendiendo bolsas de droga en las calles de California. Fue encarcelada a finales de la década de 1990 y deportada a México después de cumplir su condena.

Estableció su hogar en Culiacán en 2009 y comenzó a trabajar con su hermano, Manuel, aprovechando los contactos del mundo de las drogas que tenía en California para enviar unos 30 kilos de cocaína a la semana a Los Ángeles, según documentos judiciales. Pero cuando Manuel fue arrestado en 2010, ella se mudó con su familia a Guadalajara e intentó dejar atrás las actividades ilícitas.

 No funcionó.

 Fernández Valencia fue abordada allí por alguien descrito como el “Individuo B” en su acuerdo de culpabilidad. Bien podría haber sido Alfredillo, el hijo de El Chapo, con quien Manuel había estado trabajando. Quienquiera que fuera “él”, le dijo que su familia no estaba a salvo y la “invitó” a regresar a Culiacán bajo su protección y trabajar para él vendiendo sus drogas.

 Fernández Valencia aceptó, aunque no queda claro en los documentos judiciales si la “invitación” a unirse a la organización criminal era opcional.

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Guadalupe Fernández Valencia era la mujer de más alto rango en el Cártel de Sinaloa y, sin embargo, su nombre es prácticamente desconocido. Ilustración de Michelle Urra para VICE World News.

Para 2016, Fernández ya no pudo esconderse más. Después de su arresto y extradición, decidió declararse culpable, evitar un juicio público y cooperar con las fuerzas del orden estadounidenses. Para cuando llegó a Estados Unidos, en noviembre de 2017, el juicio de El Chapo ya estaba en marcha. También es posible que hubiera trabajado con las fuerzas del orden estadounidenses, compartiendo lo que sabía, durante el tiempo que estuvo en prisión en México en espera de su extradición. Finalmente, Fernández Valencia recibió una sentencia de 10 años, de la cual ya solo le quedaban tres años para cuando la sentencia fue dictada. Lo cual fue, según los propios fiscales, un reflejo de su “sustancial” cooperación.

 Es muy posible que esa decisión la persiga y atormente más tarde, cuando salga libre. Si no ingresa al programa de protección de testigos, es posible que sea deportada a México, lo que sería una sentencia de muerte para ella.

Cooperar vs. juicio

Si bien los riesgos de revelar información estando en la cárcel siempre han sido altos, mantener la boca cerrada también tiene un precio.

A diferencia de Fernández Valencia, Luz Irene Fajardo Campos dirigía su propia célula de narcotráfico, la cual entre 2010 y 2016 estuvo asociada con el Cártel de Sinaloa pero sin ser parte de él, según la fiscalía. Era una joven abogada de clase media, proveniente de una familia de agricultores cerca de Cosala en la zona rural de Sinaloa, pero se metió en el negocio de las drogas junto con sus dos hijos. Los mensajes de texto que intercambiaba con sus socios traficantes estaban mezclados con fotos de ella con sus nietos y amigos, posando y sonriendo, haciendo el signo de la paz.

 Fajardo Campos fue arrestada en Bogotá, Colombia, en abril de 2017 durante un viaje de negocios y finalmente la extraditaron a Estados Unidos. Poco después, sus hijos, dos adultos jóvenes cuyos nombres se desconocen, desaparecieron en la ciudad de Hermosillo, en el estado de Sonora, cerca de Sinaloa, según lo que VICE World News averiguó de dos fuentes cercanas a la familia y el caso. Reaparecieron después en su camioneta quemada, sus cuerpos estaban desmembrados y carbonizados. No está claro si fueron asesinados por una organización de narcotráfico rival o si su asesinato fue un mensaje de los poderes fácticos en Sinaloa para que su madre mantuviera la boca cerrada. Que fue justo lo que sucedió, fuera o no intencional, ya que Fajardo Campos se negó a declararse culpable y fue a juicio.

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Luz Irene Fajardo Campos dirigió su propia célula de narcotráfico que estuvo asociada con el Cártel de Sinaloa, pero no fue parte del mismo, entre 2010 y 2016, según los fiscales. Foto tomada de documentos judiciales del gobierno de los Estados Unidos.

Durante el proceso, los fiscales destacaron los kilos de cocaína que traficaba, marcados con las palabras JENCA, y las avionetas que compró y enviaba a Honduras cargadas de cocaína. Una foto mostraba una avioneta que se había estrellado, supuestamente en la jungla hondureña, en la que el piloto había muerto y se había perdido media tonelada de droga.

 El estado mental de Fajardo se deterioró tras las rejas, según documentos judiciales que muestran que fue enviada a evaluación psiquiátrica. Es probable que el asesinato de sus hijos le pesara mucho. Fue declarada culpable y sentenciada a 22 años de prisión en julio de 2021, una condena sustancialmente mayor que la de Fernández Valencia.

 Su abogado, Robert Feitel, le dijo a VICE World News que la suya era una “tragedia griega”.

“¿Quién vería que secuestran y asesinan a dos de sus hijos y luego haría algo para poner en riesgo al resto de su familia? Nadie haría eso”, dijo Feitel. Los padres de Fajardo Campos y al menos una hermana viven todavía en Sinaloa, al igual que muchos miembros de su familia extendida.

Es probable que ahora pasen casi dos décadas antes de que vuelva a ver a alguno de ellos. Pero dado que guardó silencio, regresar algún día a Culiacán será más seguro para ella. Fernández Valencia no se atrevería a volver.

Defensa propia

Las puntas de sus uñas largas y blancas hacían que fuera un poco incómodo colocar el cargador de la Glock 25. Presionó las pequeñas balas calibre .380 en el mecanismo de resorte y luego las deslizó en la recámara de la empuñadura de la pistola.

Levantó los brazos; su piel pálida y su pelo negro azabache perfectamente alisado, protegido del sol abrasador del mediodía por un sombrero blanco de ala ancha. Agarrando la Glock con ambas manos, su dedo índice derecho descansaba a un costado del arma.

“Cuando estés lista”, dijo el hombre que estaba a su lado.

Apuntó a una silueta de cartón con la forma de una cabeza y unos hombros situada a 3 metros de distancia y luego jaló el gatillo. Fue el primer disparo de su vida; la bala encontró su objetivo en el área de la garganta de la silueta.

“Se sintió bien”, dijo Tessa. “Al principio estaba nerviosa por cómo se iba a sentir en mi cuerpo, pero luego se sintió bien disparar y se hizo cada vez más fácil”.

Tessa, de 45 años, ha vivido toda su vida en Culiacán. Harta de la violencia generalizada y de género —impuesta en parte por los jefes criminales de la ciudad y la narcocultura que han engendrado—, Tessa y otras mujeres de la zona han decidido hacerse cargo ellas mismas de la situación.

Tessa y otras dos mujeres estaban en un campo de tiro legal bajo la supervisión de Abel Jacobo Miller, propietario e instructor de armas con licencia, una mañana de domingo iluminada por el sol de mayo. La posesión legal de armas en México es poco común y costosa, y los cursos de Jacobo son populares. Fajardo Campos optó por defenderse en lugar de declararse culpable y poner en riesgo a su familia.

Jacobo está empeñado en tratar de convencer de aprender a defenderse a muchas mujeres ordinarias de Culiacán.

“El 60 por ciento de los que vienen son mujeres”, dijo Jacobo. La participación femenina, agregó, sigue aumentando.

“Una mujer de 60 kilos tendrá dificultad para enfrentarse a un hombre de 90 kilos con los puños. Pero con esto”, dijo Jacobo, blandiendo una Glock, “con una pistola, somos iguales”.

 Tessa, que es contadora y madre de tres hijos, decidió tomar el curso después de que la robaron dos veces a punta de pistola.

“Quería tener la confianza para hacerlo”, dijo.

“Con las cosas como están, con tanta violencia, no hay lugar para el miedo. Ahora se trata de la seguridad y de mantenernos a salvo”, me dijo.

Jacobo, también conocido por sus amigos y seguidores como “Master”, tiene la misión de demostrar que si las mujeres pueden cambiar su actitud mental, son capaces de defenderse con cualquier cosa, desde la llave de un automóvil hasta un bolígrafo.

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Lo que quedó de un blanco de tiro en la zona rural de Sinaloa después de un curso de enseñanza para mujeres sobre cómo manejar armas. Foto: Deborah Bonello para VICE World News.

La narcocultura misógina impregna todos los niveles de la vida de los cárteles en Sinaloa, el estado mexicano más sinónimo del narcotráfico. El secuestro y asesinato brutal de mujeres en el estado es común y alrededor de 10 mujeres son asesinadas en todo México diariamente debido a su género, según grupos de mujeres.

Beatriz Estrada, quien trabaja con mujeres víctimas de violencia para el gobierno de Sinaloa, dijo que cuando les pregunta a las mujeres por qué no dejan a sus parejas violentas (algunas de las cuales pertenecen al negocio de las drogas), la mayoría responde que no sabría qué hacer para cuidar de sí mismas y de sus hijos.

“Les enseñan a ser sumisas”, dijo, y agregó que pasa gran parte de su tiempo tratando de convencer a las mujeres de que son capaces de aprender a mantenerse a sí mismas y a sus hijos.

Lejos del campo de tiro del día anterior, al otro lado de la ciudad, en las afueras, algunas mujeres se reunieron en un gimnasio para aprender técnicas básicas de defensa personal. Muchas de las que se encontraban allí habían sufrido niveles atroces de violencia de género.

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Mujeres en un campo de tiro en las afueras de Culiacán, Sinaloa. Foto de Deborah Bonello para VICE World News.

María López, quien le pidió a VICE World News no usar su nombre real porque no quería que su familia supiera lo que le había sucedido, dijo que fue secuestrada en un restaurante a plena luz del día por un grupo de jóvenes secuaces del cártel. Estuvo cautiva durante cuatro días, junto con algunas amigas suyas. Durante ese tiempo, dijo que fue violada repetidamente. “Y no solo por uno de ellos. Por todos”.

Después de los primeros días en cautiverio, dijo, comenzó a preguntarles a los hombres qué querían sexualmente y cómo, para que dejaran de golpearla cuando la violaban.

“Tienes que ir con la corriente para sobrevivir”, contó.

Kathleen, una mujer delgada y rubia de ojos azules y brazos salpicados de tatuajes, dijo que su novio la había atacado seis meses antes cuando ella estaba en su casa con él y sus padres.

“Irrumpió en el baño y me hizo una llave para asfixiarme. Estaba tan sorprendida que solo pude poner mi mano en la suya, me estaba sofocando”, dijo. Él la soltó y ella cayó al suelo, donde él procedió a patearla en las costillas hasta que sus padres se apresuraron a intervenir. Según Kathleen, su propia familia posteriormente la culpó por el ataque: la acusaron de buscar problemas al estar en la casa de su novio a esa hora de la noche.

Jacobo les mostró a las mujeres cómo salir de una llave estranguladora y gritó: “¡No puedes pensar que no vas a apuñalar a tu marido! ¡Te está estrangulando! ¡Está tratando de matarte!”. Él y su esposa, Ana, quienes tienen tres hijas, están decididos a cambiar la mentalidad de las mujeres de Culiacán.

Ana nunca olvidará la tarde ahora conocida como Jueves Negro, cuando estaba atrapada en el tráfico con sus tres hijas. “De repente vi a la gente salir de sus autos, agarrar a sus hijos y huir”, recordó. Entonces, un joven se paró al borde de la calle, con una máscara negra, y comenzó a disparar un rifle Barrett al aire.

“Estaba histérica de miedo”, contó.

Ese día, 17 de octubre de 2019, estalló una guerra entre el gobierno y los secuaces del cártel en el corazón de Culiacán después de que oficiales del ejército intentaron arrestar a Ovidio Guzmán, uno de los hijos de El Chapo. El episodio, que tuvo como resultado que el gobierno liberara a Guzmán cuando fue superado en número y en armas por los hombres del cártel, fue una clara indicación de quién gobierna la ciudad y una humillación para el gobierno del presidente Andrés Manuel López Obrador.

El contexto cultural y criminal de Culiacán significa que la mentalidad y la capacidad de rechazar la violencia, o usarla, podría considerarse una habilidad de supervivencia. Una mujer que pidió ser llamada Luma, de 47 años, dijo que fue violada por un grupo de hombres, y cuando por fin tuvo el valor de contárselo a su esposo, él le dijo que estaba avergonzado de ella.

“Nos han criado como princesas”, dijo. “Pero tenemos que aprender a ser guerreras”.

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Este reportaje contó con el respaldo de la International Women’s Media Foundation.

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