El día que fui al Valle de los Caídos por el meme y después me di cuenta de que era gilipollas

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En agosto de 2017 fui con Guille, que es mi novio, a pasar un fin de semana a El Escorial. Me enseñó la plaza en la que jugaba y la heladería en la que se compraba horchatas de niño porque su abuelo tenía una casa allí y me contó que entonces le parecía mucho más grande y empezamos a hablar de que de niños todo nos parece siempre mucho más grande.

A su bisabuelo, que era militar, lo apresaron a pocos metros de esa plaza por negarse a jurar la bandera republicana y lo fusilaron después. Su abuelo se quedó huérfano a los 8 años, se alistó en el ejército y tenía un retrato de Franco firmado. El mío, que tiene una bandera de la hoz y el martillo colgada en su casa vio cómo encarcelaban al suyo, militante comunista, con apenas tres años. No se reencontró con él hasta los 20, cuando viajó hasta Francia, donde se había exiliado tras escapar de la prisión de Valdenoceda, en la que fue condenado a trabajos forzados y a una pena de muerte que le acabaron perdonando antes de huir.

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Pero Guille y yo no hablamos de nada de esto aquel fin de semana en El Escorial. Ni a él se le ocurrió mencionarlo, aunque estuvimos en casa de su abuelo, ni a mí preguntarle. Pero el domingo después de comer le dije que si íbamos al Valle de los Caídos porque estaba muy cerca. En La vida Moderna Ignatius no paraba de dar la chapa con el “fascismo del bueno” e incluso acababan de hacer un programa especial desde las inmediaciones de Cuelgamuros. La propuesta de exhumar a Franco aún no existía: la primera vez que Pedro Sánchez declaró que estaba dispuesto a sacar los restos del dictador de la Basílica del Valle de los Caídos fue en junio de 2018.

A Guille no le apetecía mucho y empezó a preguntarme que a dónde o a quién iban destinados los 18 euros que costaba la entrada cuando googleé “Valle de los Caídos”, pero a mí me daba un poco igual. Quería ir y quería ir por algo muy poco solemne y muy poco relacionado con la memoria histórica en general y la de mi familia en particular.

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Quería ir por el meme, por las risas. Después empecé a darle vueltas a la ironía y me di cuenta de que igual no era un arma tan cargada de futuro sino más bien desmovilizadora de presentes. Después oí a Ernesto Castro decir que “el que no puede cambiar el mundo se ríe de él” y dije: mira, sí. Aquella tarde en El Valle de los Caídos fue, seguramente y parafraseando a Foster Wallace, algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer. Y sí, esto es un excusatio non petita en toda regla pero es que, joder.

Ahora cuando doy para atrás en el carrete del móvil y veo las fotos que me hice en el Valle, porque acabé convenciendo a Guille —casi siempre acabo convenciendo a Guille—, me doy rabia. Me da vergüenza ajena mi yo de hace poco más de dos años, como si no siguiéramos siendo la misma. Pero aquella tarde, al subir por la cuesta que lleva hasta esa cruz de 150 metros de altura solo pensaba en que menudo lugar.

De cuando en cuando sentía peso en el estómago al pensar que estaba caminando, claro, sobre la mayor fosa común de España. Sobre más de 33 000 cadáveres de los dos bandos de la Guerra Civil. Pero lo que más recuerdo es pensar que “para esto habían quedado”: para que la bisnieta de un comunista exiliado, nieta e hija de comunistas, fuera allí a reírse. A pisar la tumba de Franco con unas chanclas transparentes que imitaban a las de de Rihanna pero que costaban cinco pavos. A dar dos pasitos, cuando nadie miraba, después de unos 10 minutos vigilando a un lado y al otro porque allí no todo el mundo va por los “jajas”, sobre la piedra en la que estaba tallado ese nombre: Francisco Franco. Y por supuesto para grabarlo y rularlo después por el grupo de Whatsapp con los colegas.

El caso es que el Valle me sobrecogió más por su naturaleza que por el hecho histórico, porque allí no hay ni rastro de nada que evoque ningún momento histórico: ni un triste rótulo ni un panel ni nada donde se cuente qué hostias es eso y por qué está ahí. Tampoco me sobrecogió por la majestuosidad de las construcciones de Muguruza y Diego Menéndez y supongo que eso es porque pensaba que la sangre y el sudor con que fueron levantadas es la de mi estirpe. Pero el resto fue todo mucho más leve.

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A la Basílica se entra por la tienda de regalos, así que eso fue lo primero que visité, junto a un grupo de turistas asiáticos que habían llegado al parking a la vez que nosotros. Había tazas y piruletas con la silueta del Valle, rosarios y dedales, camisetas, cerámicas e imanes. Lo que en todas las tiendas de souvenirs, vaya, solo que con algo construido por presos políticos. Presos políticos de verdad. Yo los cogía y jugaba con ellos y a Guille parecía que le hacía menos gracia, pero le hizo menos gracia todo desde que se me ocurrió que quería ir.

Una vez pasado el control de metales y la tienda de souvenirs ahí estaba: la Basílica de la Santa Cruz excavada en el risco de la Nava, con sus arcos fajones de medio punto y sus bóvedas con lunetos que estudié en Historia del Arte en segundo de bachiller. En el acceso al crucero, al que se entra por la gran nave, miré las estatuas, ocho, colocadas a un lado y a otro, con la cabeza baja y cubierta que representan a los contendientes caídos. Lo del “fascismo del bueno” y lo de haber ido por las risas me empezó a parecer un poco jodido.

En las capillas del Santísimo y del Sepulcro, a un lado y a otro de las tumbas de Jose Antonio y Franco, presididas por sendos centros florales, había gente rezando. En cuanto tuve mi vídeo dando unos pasitos con mis pies de la talla 36 y mis chanclas de imitación le dije a Guille que nos fuéramos.

Porque allí estábamos él y yo, las dos Españas unidas, años después, bisnietos de víctimas de un bando y el otro, por las babas y por el meme, pero también por la desmemoria de una generación que no es que esté condenada a repetir la historia por no conocerla, eso es una mentira, sino que está condenada a la banalidad de la ironía.

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Está condenada a ir al Valle de los Caídos como quien va a Port Aventura, con esa sensación tan rara, mitad nervios mitad rechazo, que da la escatología. A compartir memes del unboxing porque es lo que hay que hacer, a opinar sobre lo que hay que opinar —hoy, la exhumación del dictador, mañana otra cosa— porque es lo que hay que hacer, como si viviéramos en La vida moderna, el musical, pero sin tener ninguno la gracia de Quequé.

Que tampoco hay que andar todo el día de allá para acá con la tricolor en la boca o en la pluma ni declarar alertas antifascistas cada semana. Pero cuando miro las fotos de aquel día en Cuelgamuros hace poco más de dos años, cuando me recuerdo andando sobre la mayor fosa común de nuestro país mirando a la gente e intentando averiguar si estaban allí de manera pre o posirónica —la opción siempre era la A— o entrando al baño y pensando “si es un baño normal” y respondiéndome “no te jode, ¿qué esperabas, que sonara el ‘Cara al Sol’ al tirar de la cadena?” me da vergüenza sin pensar siquiera en qué diría mi abuelo.

Sigue a Ana Iris Simón en @anairissimon.

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