Artículo publicado originalmente por VICE Estados Unidos.
En The Oprah Winfrey Show en 1992, Jane Elliott, la educadora conocida por enseñar sobre prejuicios mediante un ejercicio en el que algunos de sus estudiantes eran predispuestos en contra de otros alumnos con ojos azules o marrones, llegó a una conclusión incisiva sobre el racismo.
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“Lo que estamos tratando aquí es una enfermedad mental”, dijo. Los miembros de la audiencia comenzaron a aplaudir. “El racismo es una enfermedad mental. Si juzgas a otras personas por el color de su piel, por la cantidad de una sustancia química en su piel, tienes un problema mental. No estás lidiando bien con la realidad”.
Este borroso clip televisivo ha estado circulando en las redes sociales gracias al aumento en el apoyo a las protestas actuales del movimiento Black Lives Matter. Las búsquedas en Google de la frase “el racismo es una enfermedad mental” se han disparado a un nivel nunca visto en los últimos 10 años, y en Twitter, muchos han compartido esta opinión. Según estas personas, si alguien tiene la creencia de que dos individuos no son semejantes debido a su aspecto significa que el cerebro de esa persona no funciona correctamente; están enfermos.
Pero comparar el racismo con una enfermedad mental es algo complicado. Quienes estudian la discapacidad y la salud mental rechazan con firmeza la asociación, pues alegan que el racismo es una elección, mientras que los trastornos mentales, como la depresión, la ansiedad, el trastorno bipolar y la esquizofrenia, no lo son. Llamar al racismo una enfermedad mental perpetúa el estigma en torno a las enfermedades mentales y continúa la práctica de utilizar el lenguaje de la salud mental de una manera despectiva. (Piensen en calificar situaciones o personas desagradables como “alocadas” o “dementes”). El impulso de atribuir actos racistas y crímenes de odio a las enfermedades mentales también vincula esta condición con la violencia, aunque la mayoría de las personas con enfermedades mentales no llevan a cabo actos violentos y corren un mayor riesgo de hacerse daño a ellos mismos, no a los demás.
Sin embargo, la iniciativa de definir el racismo como una enfermedad mental tiene décadas de antigüedad y originalmente provino de los analistas de la salud mental. En 1969, un grupo de prominentes psiquiatras negros solicitó a la Asociación Americana de Psiquiatría (APA, por sus siglas en inglés) que agregara la “intolerancia extrema” al Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales, o DSM, ahora en su quinta edición. Su petición fue rechazada.
El motivo del rechazo de la APA revela algo sobre el deseo subyacente de que el racismo sea designado como una enfermedad. Para que algo se considere una enfermedad mental, debe desviarse del pensamiento o comportamiento típico, y causar perturbación y angustia en la vida de una persona. La APA dijo que el racismo, en contraste, estaba tan extendido que era un problema cultural, no una psicopatología. En otras palabras, el racismo es demasiado común para ser una enfermedad.
Preguntar si el racismo extremo es una enfermedad mental a menudo implica tratar de comprender los actos sumamente racistas. ¿Cómo puede alguien entender a los policías blancos que tiraron al piso a Elijah McClain, de 23 años, para luego aplicarle una llave al cuello, mientras lloraba, vomitaba, decía que no podía respirar y les rogaba que lo dejaran irse a su casa? ¿O a los dos hombres blancos de Nueva Jersey, miembros de All Lives Matter, el movimiento opositor a Black Lives Matter, quienes recrearon la muerte de George Floyd —con uno de ellos sometiendo al otro con la rodilla sobre su cuello— mientras los partidarios de Black Lives Matter marchaban a su lado?
Al no considerar el racismo una enfermedad mental, ¿significa que aceptamos estos actos de racismo como un comportamiento humano normal? Si el racismo no es una enfermedad, ¿por qué es tan difícil lograr que las personas extremadamente racistas cambien de opinión? ¿No significa su rechazo al cambio que sus creencias no son opiniones, sino delirios?
Son preguntas complejas. El racismo existe en un espectro, que abarca tanto las creencias racistas extremas y los crímenes de odio, así como los prejuicios que posee toda la gente blanca y que necesitan tener en cuenta. Los delirios relacionados con la raza también pueden ser un síntoma de otros trastornos psicóticos; su inclusión en el DSM no está en debate.
Al preguntarnos si el racismo debe considerarse una enfermedad mental, vale la pena hacer otra pregunta: ¿considerarlo como tal nos ayudaría a combatirlo? Una de las razones por las que tenemos categorías de diagnóstico para las enfermedades mentales es para que las podamos tratar adecuadamente. Si pensáramos que el racismo es una enfermedad mental, ¿ayudaría a los esfuerzos para hacer del mundo un lugar menos racista o los haría más difíciles?
En 1965, el psiquiatra Alvin Poussaint viajó a Jackson, Mississippi, para brindar tratamiento de salud mental a los trabajadores de los derechos civiles y abolir la segregación en los hospitales. Mientras estuvo allí, Poussaint experimentó el racismo extremo que más tarde intentaría incluir en el DSM. “Siempre estuvo presente y fue una especie de estado de terror”, dijo.
Incluso cuando habló con otros médicos, tratando de explicarles por qué debía terminar la segregación en los hospitales, se topó con prejuicios e intolerancia. Los médicos blancos se resistían, alegando que era mejor si los negros permanecían segregados en el sistema de salud y acudían a instalaciones separadas.
“Sentí que era como un trastorno mental, porque no se podía razonar con la gente por eso”, dijo Poussaint. “Comencé a apreciar cuán profundo era, en términos de negar la humanidad de las personas negras”.
Según el psiquiatra, el problema está relacionado con el delirio. “No importa qué le digas a una persona que está delirando —que su sistema de creencias no tiene sentido y es irracional—, seguirá sintiendo que las personas negras son inferiores, sin importar cuáles sean tus argumentos”, dijo. “Eso es un delirio. Es un sistema de creencias fijo”.
Poussaint siempre ha hecho una distinción entre el racismo cotidiano y el racismo extremo, clasificando a este último como un trastorno mental. “El racismo extremo es cuando alguien piensa en genocidio y quiere cometer asesinatos. Está más allá de la normalidad”, explicó. “Algunas de las personas que se oponen a que sea considerado un trastorno mental dicen: ‘Bueno, solo es un comportamiento aprendido’. ¿Es un comportamiento aprendido querer exterminar a las personas debido a su color de piel? No a mi manera de pensar”.
Él cree que casos como el de Dylann Roof, de 21 años, quien mató a nueve personas en la Iglesia Episcopal Metodista Africana Emanuel en Charleston, Carolina del Sur, entra en esta categoría.
El psiquiatra Carl Bell, quien murió en 2019, también consideró que el racismo era una enfermedad mental, pero más similar a un trastorno de la personalidad. Pensaba que las personas con trastorno narcisista de la personalidad podrían estar más predispuestas al racismo que otras. En 2004, escribió que los individuos con trastornos paranoicos o que habían sufrido un trauma por parte de otros grupos también podrían tener pensamientos o comportamientos racistas generados por esas alteraciones psicológicas. “Son preguntas científicas legítimas que nosotros, como psiquiatras, deberíamos estar dispuestos a responder y poner a prueba”, escribió.
“Seguirán sintiendo que las personas negras son inferiores, sin importar cuáles sean tus argumentos. Eso es un delirio”.
Si el racismo es una enfermedad mental, entonces el problema se transfiere a las personas blancas, dijo Poussaint, ya que se reconoce que hay algo mal en la forma en la que piensan y sienten. También libera a las personas negras de la idea de que si pudieran actuar de manera diferente, las personas blancas dejarían de ser racistas.
“Al principio de mi carrera, incluso en la universidad, sentí que si actuaba como una persona perfecta podría curar a los blancos de su racismo, pero el problema no radica ahí”, dijo Poussaint. “No es racional. No puedes curarlos siendo una persona buena e inteligente y vistiéndote adecuadamente. Es una carga psicológica para las personas negras. Es parte de la noción de que el racismo puede curarse de esa manera. Puedes volverte loco intentándolo”.
Aunque la APA nunca incluyó el racismo en el DSM, las personas siguen usando términos clínicos para definirlo, como personalidad prejuiciosa, trastorno de personalidad intolerante y sesgo patológico. Poussaint ha seguido abogando por que el racismo sea considerado una enfermedad mental desde entonces, a pesar de la oposición de la APA.
“En este momento existe una cierta normalidad al respecto”, dijo Poussaint. “Es un desorden que padecen muchísimas personas adoctrinadas con la cultura de la esclavitud y las Leyes Jim Crow”. El psiquiatra piensa que clasificarlo como una enfermedad mental ayudaría a remediarlo. “Hacerlo establece que es una perturbación que interfiere con tu bienestar y es una discapacidad”.
Tratar de entender el racismo como una enfermedad mental se remonta a la década de 1930, cuando la gente trataba de lidiar con los prejuicios y comportamientos extremos de los nazis, dijo James Thomas, profesor asociado de sociología en la Universidad de Mississippi y coautor del libro Are Racists Crazy? (¿Están locos los racistas?). Pero un modelo médico del racismo no podría explicar por completo el comportamiento de las personas.
En su cobertura periodística de los juicios a los nazis, Hannah Arendt escribió en The New Yorker sobre Adolf Eichmann, uno de los principales oficiales responsables de los campos de concentración durante el Holocausto. Arendt quedó perturbada al descubrir que “media decena de psiquiatras habían certificado a Eichmann como ‘normal’”, escribió. “‘En cualquier caso, más normal que yo después de haberlo examinado’, exclamó uno de los analistas, mientras que otro descubrió que el pronóstico psicológico de Eichmann, incluyendo su relación con su esposa e hijos, su madre y su padre, sus hermanos, hermanas y amigos, ‘no solo era normal sino deseable’”.
Sander Gilman, profesor de psiquiatría en la Universidad de Emory y el otro coautor de Are Racists Crazy?, dijo que la necesidad de considerar el racismo como una enfermedad mental proviene de un deseo de colocarlo fuera del espectro del comportamiento humano típico, cuando no lo está.
“Es un argumento hermoso”, dijo. “Desearía que fuera cierto, porque establece que las personas normales como tú y yo nunca podríamos matar gente en Auschwitz. La realidad es que personas normales mataron gente en Auschwitz. Habían deshumanizado tanto a quienes estaban asesinando que ya no eran seres humanos. No fue una enfermedad mental, fue algo perverso, porque la gente podía tomar decisiones. Cuando comenzamos a hablar sobre la actividad “normal”, se incluyen también los actos de maldad”.
En otras palabras, normal no es sinónimo de “bueno” o “justo”. “Ojalá lo fuera”, dijo. “Pero simplemente no lo es”.
Gilman dijo que las personas que tienen enfermedades mentales graves a veces incorporan tropos racistas en sus delirios porque éstos pueden reflejar o ser similares a las sociedades en las que vive la gente. Tratar exitosamente a una persona con trastorno de esquizofrenia puede ayudar a eliminar los delirios paranoides, incluidos los racistas. Para Gilman, esto significa que la esquizofrenia era la condición subyacente, no el racismo.
Según Thomas, considerar al racismo un problema médico puede distraernos del hecho de que el racismo es un problema sistémico, no solo individual. “Nos obliga a pensar en el racismo como aflicción dentro de nosotros, en comparación con la forma en que probablemente deberíamos pensar sobre el racismo: un problema estructural”.
Thomas hizo una analogía con la reforma policial en un artículo de 2016 del Washington Post. Por ejemplo, hay propuestas para tratar de eliminar los prejuicios de los oficiales a través de la capacitación individual contra los sesgos implícitos. Pero este enfoque en “tratar” a las personas ignora los problemas sistémicos más amplios que permiten que la policía actúe de manera racista en general, como “la creciente militarización de los departamentos de policía, la falta de supervisión por parte de los altos funcionarios encargados de hacer cumplir la ley y un enfoque que a menudo premia el acoso no provocado en lugar de generar confianza en la comunidad”.
Al profesor le preocupa que centrarse demasiado en el individuo pueda ignorar el contexto en el que existe esa persona, lo cual genera un gran impacto. Cuando Lindsey Graham defendió la opción de ondear la bandera confederada en Carolina del Sur, alegando que es algo que “funciona aquí”, los críticos dijeron que perpetuaba las creencias extremas de los supremacistas blancos, como Roof. Graham ignoró las críticas. “Se trata de él”, dijo, refiriéndose a Roof. “No de la bandera”.
En julio de 2011, Anders Breivik asesinó a 77 personas en Noruega al detonar un coche bomba que mató a ocho y luego le disparó a otros 69. Cuando intentó alegar demencia en el juicio, los psiquiatras debatieron si padecía o no delirios relacionados con alguna enfermedad mental. En un manifiesto, había escrito que se creía un “Caballero Templario” cuya misión era limpiar Noruega de inmigrantes. Pero no tenía alucinaciones ni problemas cognitivos, que son síntomas de la esquizofrenia y otros trastornos relacionados. El tribunal noruego decidió que sus creencias extremistas no eran delirios, dado que son compartidas por otros grupos de derecha en Noruega, así que no le permitieron alegar demencia.
Podría ser una forma de entender el racismo extremo, como una aberración psicológica, pero no como una enfermedad oficial: un tipo de “creencia extrema sobrevalorada”. Algunos médicos y psiquiatras forenses comienzan a aplicar este término a las creencias extremistas como las de Breivik, que comparten los teóricos de la conspiración o los cultos religiosos, pero que son distintas de las ilusiones u obsesiones psicóticas.
Según el DSM-5, los delirios son creencias “fijas y falsas” que no se comparten con los demás. Una idea sobrevalorada es diferente porque es posible que otras personas la compartan en alguna cultura o subcultura. A diferencia de las obsesiones —otra forma de pensamientos que parecen delirios—, las personas no se resisten ni luchan contra estas ideas, sino que las adoptan.
Estas creencias rígidas “son el motivo detrás de la mayoría de los actos de terrorismo y tiroteos masivos”, escribió el psiquiatra forense de la Universidad de Washington en San Luis, Tahir Rahman, en un artículo de 2018. A menudo son “atesoradas, amplificadas y defendidas por la persona que posee la creencia”, escribieron Rahman y sus colegas en un artículo reciente. “Con el tiempo, la creencia se vuelve más dominante, más refinada y más resistente a ser desafiada”.
Rahman lo comparó con el gusto por algún tipo de comida en el transcurso de la vida. “¿Cómo llegas a apreciar el bistec casi crudo en comparación con el bistec bien cocido?”, dijo. “No te levantas una mañana y lo decides. Estas creencias y comportamientos se forman con lentitud a través del tiempo y de tus encuentros con el ambiente”.
Tales creencias pueden arraigarse en cualquiera, no solo en las personas con enfermedades mentales.
En 1892, el neurólogo alemán Carl Wernicke describió por primera vez las “ideas sobrevaloradas”. Desde entonces, un cambio significativo ha sido el acceso a información en línea que puede exponer con facilidad a una persona a ideas extremistas que refuercen sus creencias. Ahora es mucho más fácil que las ideas marginales encuentren compañía en internet, escribió Joe Pierre, psiquiatra de la Escuela de Medicina David Geffen de UCLA, en The Journal of the American Academy of Psychiatry and the Law.
Las ideas extremas sobrevaloradas podrían explicarse parcialmente por distorsiones cognitivas como “la mentalidad de ‘todo o nada’, la generalización excesiva, sacar conclusiones apresuradas, y la magnificación, minimización y personalización”, escribió Pierre. Otros sesgos cognitivos, como el sesgo de confirmación, en el que las personas solo buscan información que confirme sus creencias, y el efecto Dunning-Kruger, en el que las personas creen tener amplios conocimientos en áreas donde carecen de experiencia, pueden perpetuar y fortalecer creencias falsas y extremas.
Rahman desea que se realice una mayor investigación sobre las creencias no delirantes vistas en los cultos, los suicidios masivos, el terrorismo y la radicalización en internet, dado que la violencia a menudo puede provenir de ellas y que aún no sabemos la mejor manera de intervenir. Lo que está claro es que tales creencias pueden arraigarse en cualquiera, no solo en las personas con enfermedades mentales.
“Lo que superficialmente parece ser un trastorno mental como esquizofrenia o trastorno bipolar, en realidad podría ser una creencia compartida que cualquiera puede desarrollar”, dijo Rahman. “Es la parte que me da miedo”.
El DSM ha sido criticado por ser una colección de síntomas observados, y por no ser efectivo ni definir ni comprender los trastornos subyacentes que causan esos síntomas. ¿De qué sirve tener un manual así, en el que las enfermedades mentales se distinguen unas de otras? Es para que podamos tratar de ayudar a las personas con esas enfermedades, por crudos que sean nuestros diagnósticos.
Llamar al racismo una enfermedad mental y, por lo tanto, tratarlo como tal, es el enfoque de la trabajadora social April Harter, directora del Racism Recovery Center, una práctica privada. Harter dijo que ha visto las mismas defensas psicológicas en personas que son racistas, y piensa que tratar el racismo como narcisismo y trauma puede ayudar a erradicarlo.
“Cuando tienes personas que padecen de narcisismo, que luego crean leyes y políticas y educan y están a cargo de los consejos escolares y crean estas políticas”, dijo, “eso es realmente el racismo institucional”.
Si la gente quiere ir a terapia por sus actitudes racistas, dijo Thomas, nadie debería interponerse en su camino. También piensa que este tipo de terapia puede ayudar a las personas a pensar en lo que significa ser racista y vivir en un mundo donde se benefician de los privilegios. “Sin embargo, pensar que es una intervención política me hace tener serias dudas”, dijo.
Danielle Jackson, residente general de psiquiatría y salud del comportamiento en la Universidad de Yale, especializada en racismo estructural y equidad en salud, opina lo contrario. “Soy una firme partidaria de que no debería incluirse en el DSM”, contó. “Me baso en observar la historia del racismo y los efectos del racismo sistémico que se han arraigado en el tejido de Estados Unidos desde el comienzo de la esclavitud”.
Si el racismo se designara oficialmente como una enfermedad mental, también podría haber otras consecuencias. “¿Podría alguien afirmar que está incapacitado para trabajar debido al racismo y solo tener permitido desempeñarse en ciertos entornos?”, cuestionó Damon Tweedy, profesor asociado de psiquiatría en la Universidad de Duke. “No creo que el sistema pueda aceptar un diagnóstico de ‘racismo’ en la forma en que sus defensores esperarían”.
Jackson dijo que si se incluyera el racismo en el DSM, le preocuparía que las personas intentaran usar su diagnóstico como defensa legal cuando fueran acusadas de crímenes de odio. Debido al racismo, es más probable que las personas blancas usen las enfermedades mentales como explicación de la violencia que las personas de color. Esto implicaría que debemos tener mucho más cuidado al admitir la enfermedad mental como defensa.
En 2015, los investigadores preguntaron a los estadounidenses blancos sobre dos tiroteos masivos: el de Virginia Tech, donde el hombre armado era un inmigrante surcoreano, y el de Columbine, donde los tiradores eran ambos estadounidenses blancos. Cuando fueron cuestionados sobre Columbine, los participantes tenían más probabilidades de atribuir el tiroteo a una enfermedad mental. En contraste, cuando les preguntaron sobre Virginia Tech, la gente pensó que el tiroteo estaba relacionado con la identidad del atacante.
El vínculo formal entre el racismo y las enfermedades mentales por conveniencia puede explotarse fácilmente, como muestran algunos casos famosos de celebridades.
En 2006, el actor Michael Richards llamó a los hecklers “n——” mientras actuaba en un club de comedia en West Hollywood. Su publicista dijo en un comunicado que Richards buscaría “ayuda psiquiátrica”. En junio de 2013, un jugador de fútbol americano de la NFL, Riley Cooper, fue captado en un video en el que decía: “¡Saltaré esta cerca y pelearé con cada n—– de aquí, amigos!”. En su declaración, Cooper prometió que buscaría ayuda de “una variedad de profesionales”.
Cuando Roseanne Barr tuiteó un comentario racista sobre Valerie Jarrett, una asesora del gobierno de Obama —lo que llevó a ABC a cancelar el reboot de su programa de televisión—, Jimmy Kimmel también se remitió a la salud mental de Barr, escribiendo en un tuit: “Lo que [Roseanne] dijo es indefendible, pero atacar con ira a una mujer que obviamente no está bien no sirve para nada. Por favor, respiren profundamente y recuerden que los problemas de salud mental son reales. La Roseanne que conozco probablemente podría necesitar un poco de compasión y ayuda en este momento”.
“Creo que volver al racismo un diagnóstico médico solo serviría para proporcionar una muleta a alguien que ha cometido un delito”, dijo Jackson. “Para que personas como los exoficiales de policía que asesinaron a George Floyd o los justicieros que asesinaron a Ahmaud Arbery puedan buscar algo así como parte de su defensa. Para mí es repugnante”.
Las creencias racistas extremas, aunque confusas, perturbadoras e incorrectas, no pueden entenderse solo como una enfermedad mental. Estas creencias provienen de una mezcla de influencias sociales, garantías culturales, sesgos cognitivos y un fuerte deseo de mantener el status quo.
Sin embargo, hay un área en la que no hay debate sobre la relación entre el racismo y la salud mental: los efectos perjudiciales del racismo en la salud de sus víctimas. En un ensayo reciente publicado en Vogue, la psicóloga Samantha Rennalls escribió acerca de cómo, a la luz de las protestas actuales, se había sentido esperanzada pero también cansada, al reconocer la profundidad de la injusticia que enfrenta a diario. “El trauma racial”, escribió, “afecta el cuerpo y el alma de las personas negras”.
Si fuera útil considerar el racismo una enfermedad mental, dice Jackson, ella pensaría de distinta forma sobre el asunto. En cambio, Jackson asegura que es activamente dañino y se interpone en el camino de los esfuerzos contra el racismo que deben realizarse a nivel social, que en realidad es la labor que beneficia a las personas que sufren por el racismo.
“No creo que llamar al racismo una enfermedad mental nos dé acceso a una mayor cantidad de herramientas para eliminarlo”, dijo. “Convencerse por ideas racistas, o abrazar el antirracismo, la justicia social y la equidad para todos en este país es un arduo trabajo individual que la gente debe realizar. Pero también debe comprometerse a aprender sobre el sistema para ayudar a mejorarlo”.
Incluso Jane Elliott podría estar de acuerdo. A pesar de su postura sobre el racismo como enfermedad mental, fue una defensora de la educación de intervención temprana sobre asuntos raciales, y creía que el racismo estaba lejos de ser “normal”; en cambio es algo que nos han enseñado durante toda nuestra vida.
En el mismo segmento de Oprah que se ha vuelto viral, momentos antes de sus afirmaciones sobre enfermedades mentales, Elliott dijo: “Escuché a alguien en la sala de descanso decir que el racismo es innato. No, no lo es. El racismo no es parte de la condición humana. El racismo es una respuesta aprendida, debes aprenderlo para poder serlo, no naces racista. Naces en una sociedad racista. Y como cualquier otra cosa, si puedes aprenderlo, puedes desaprenderlo”.
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