El racismo oculto en la oscuridad de las noches habaneras

Yunior es uno de los tres negros vestidos de negros que cuidan la entrada del bar Habana. Los tres están de pie de frente a la calle, como barrotes de hierro. Visten pantalón de tela negro, jersey negro con cuello y gorra negra. En sus anchísimas espaldas se puede leer en blanco: SEGURIDAD.

A la 1:30, La Habana amenaza con desplomarse. Relámpagos y truenos estremecen la madrugada, el cielo está encharcado de nubes rojizas.

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Dentro del bar, hay aún poca gente. De pie, nadie. Los que están sentados en las mesas beben copas al compás de una música bastante suave para ser sábado. Fuera, hay un disperso tumulto gregario que posa esperando su momento para entrar.

“El dueño nos tiene prohibido que dejemos entrar a negros cubanos que vienen con extranjeras”

“Nosotros pasamos a la gente de a poco, para poder verlas bien e identificarlas. Aquí no hay colas; el dueño nos dice que el orden y las personas que entran son responsabilidad nuestra”, dice Yunior sin mirarme a los ojos, con el tono marcial de un militar de rango, en la puerta del bar. Instantes después, se encarga de dejarme claro que no miente:

“Ustedes sí, pero ellos no”, le dice Yunior, con autoridad, a cuatro españolas que llegan al bar con dos cubanos negros.

“No entendemos. ¿Por qué?”, responde una de ellas.

“La casa se reserva el derecho de admisión”, dice Yunior, recitando un verso de memoria como si estuviera en un examen de secundaria básica.

Después de la frase, los dos negros cubanos se encaran con los guardias de seguridad. Las españolas gritan obscenidades y les espetan que no sabían que “habían venido a un país racista de mierda”. Al final, las cuatro españolas se retiran con los dos cubanos. Uno de los cubanos, a lo lejos, grita: “¡Ni que fueran blancos!”.

A unos metros de la entrada, recostado en una pared y tomando una copa, está el dueño del bar, que observa sigilosamente los sucesos. Días después, sentado en la puerta de su casa, Yunior dirá: “El dueño nos tiene prohibido que dejemos entrar a negros cubanos que vienen con extranjeras”.

“¿Y a negros cubanos solos? ¿Y a negros de otros países?”, le pregunto.

“A los negros cubanos hay que mirarles la pinta, y de ahí decidir”, responde.

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Yunior tiene 36 años y hace tres meses y medio que es uno de los guardias de seguridad del bar. Apenas habla, solo abre los labios cuando se le pregunta algo. Nunca ríe. Mide 1,89 m de estatura y pesa 110 kg. Es una mole de músculos, un tipo impresionante, de los que meten miedo de solo mirarlos y al que nunca le dirías que tiene una pelusa de algodón colgándole de la manga del jersey.

“La gente piensa que esto es fácil, pero no es así, este trabajo es estresante porque es de noche y además tienes que lidiar con la gente que viene a beber. Y cuando la gente bebe siempre pasa algo”, dice Yunior.

“Como profesor me pagaban 500 pesos cubanos al mes —17 euros— y con eso es imposible vivir”

Esta es su primera experiencia como trabajador de seguridad. Hasta hace bien poco, fue profesor de un gimnasio fisiculturista privado del barrio del Vedado. Antes, en 2004, se graduó en Contabilidad y Finanzas en la Universidad de La Habana y luego se quedó como profesor en su propia facultad.

“No aguanté. Como profesor me pagaban 500 pesos cubanos al mes —17 euros— y con eso es imposible vivir. Me fui a buscar trabajo a la calle y apareció el gimnasio y después el bar”, cuenta.

Cuatro meses atrás, Yunior caminaba por las calles adoquinadas y estrechas de la Habana Vieja cuando se topó con un cartel en las afueras de un local en obras y leyó: “Se busca personal calificado con experiencia: dependientes (mujeres, trigueñas o rubias, de buena figura y con idiomas) y seguridad y protección (hombres fuertes de color)”.

“En estos lugares lo único que interesa es la apariencia; esa es la nueva Cuba”

Su bolsillo no andaba nada bien y decidió entrar en el sitio, que desde fuera se veía atestado de polvo de cemento y de gente pintando las paredes. En aquel momento solo tenía curiosidad por conocer el sueldo y las funciones que desempeñaría un negro robusto como él en un bar.

Ya dentro, una muchacha le salió al paso y, después de escucharlo, lo condujo por un pasillo hasta el final. Cuando entró, el dueño se quedó observando su figura con detenimiento, de arriba a abajo, con ojos muy serios.

“Después empezó a reírse y a explicarme cuales serían mis funciones y el pago. Nunca me preguntó si tenía conocimientos de artes marciales o algo por el estilo. En estos lugares lo único que interesa es la apariencia; esa es la nueva Cuba”, dice Yunior, y ni siquiera repara en el calificativo de “hombre de color” del cartel.

Cuando le pregunto sobre el término, contesta: “Este no es el único bar que hace eso en Cuba. En todos vas a ver que los porteros son negros como yo para impresionar y que el barman y las camareras son blancos bonitos para vender. Esa es una política lógica y eficaz para que los negocios funcionen”.

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Después del triunfo de Fidel Castro y la revolución cubana de 1959, la nueva nación se empeñó en barrer con todos los males heredados del sistema anterior imperante, entre ellos el racismo, un tema que se volvió extremadamente vilipendiado por no erradicarse de raíz dentro del naciente proceso revolucionario socialista.

En todos los bares de Cuba vas a ver que los porteros son negros para impresionar y que el barman y las camareras son blancos bonitos para vender

En 2011, tras 52 años del cambio —con Fidel en cama y su hermano al mando—, el Parlamento cubano aprobó la implementación de una serie de reformas propuestas por Raúl Castro. La isla cambió. El paquete de medidas reconfiguró el escenario socioeconómico y a partir de ese momento los cubanos pudieron viajar al exterior, comprarse una casa o un coche e instaurar algún negocio privado dentro del margen que el estado declaró.

De esa manera comenzó a resurgir la vida nocturna, una vela que estuvo apagada durante décadas. Pero lamentablemente, cuando la propiedad privada creció, amén de darle un nuevo sentido a las noches habaneras —otras opciones que no fueran ir al cine o sentarse a conversar y beber ron en el muro del malecón—, lo que produjo fue la confirmación de que el sistema social igualitario había llegado a su fin. A partir de entonces, las diferencias de clases se acrecentaron entre los cubanos.

Al año siguiente, el Estado cubano —quizás conmovido con el cambio que habían producido sus reformas— realizó un detallado censo de población y vivienda y contabilizó que en el país residían 11.177.743 habitantes. De ellos, el 65 por ciento fueron identificados como blancos, el 10,1 por ciento como negros y el 24,9 por ciento como mestizos.

También salió a la luz que el 80 por ciento de los estudiantes de las universidades del país son blancos y que menos del 10 por ciento del colectivo de profesores universitarios, al que una vez perteneció Yunior, son negros.

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“Nuestras estadísticas no pueden ser incoloras. Si tenemos un 3 por ciento de desempleo en el país, tenemos que saber qué color tiene ese desempleo. No es lo mismo ser blanco y estar desempleado que ser negro y estar desempleado”, dice Esteban Morales, profesor de la Universidad de La Habana en una conferencia sobre el racismo en la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC).

El espacio forma parte de un ciclo de conferencias que auspicia la Fundación Nicolás Guillén y la Comisión José Antonio Aponte —que trabaja en la defensa de la igualdad racial y la eliminación de vestigios discriminatorios— y al que durante varios meses han acudido analistas e historiadores del racismo en Cuba.

“Hoy, en Cuba, la mayoría de los presos son blancos porque ellos son los que están en el poder y sus empresas son las que se corrompen. Los negros están en la cocina, no son jefes, no son directores, no son presidentes de corporaciones. Ahí es donde se ven las verdaderas desigualdades que han crecido en nuestro país”, dice Morales.

“Hoy, en Cuba, la mayoría de los presos son blancos porque ellos son los que están en el poder y sus empresas son las que se corrompen. Los negros están en la cocina”

Cuando Yunior comenzó a trabajar en el bar, el personal aún no estaba completo y además faltaban algunas cuestiones de diseño y arquitectura por finalizar para que el lugar estuviera listo para su inauguración.

El dueño del bar le confirió a Yunior “el grado” de jefe de seguridad por ser el primer contratado, pero le encomendó la tarea de encontrar a tres imponentes negros más como él para completar el grupo de seguridad.

“Nosotros somos cuatro y nos turnamos el trabajo. Somos dos parejas aunque a veces trabajamos tres en una noche”, dice Yunior, y añade con rostro incómodo que son los únicos negros del negocio.

Juan Carlos Albizu-Campos, profesor del Centro de Estudios Demográficos, aseveró en el ciclo de conferencia sobre el racismo: “Cada vez hay más blancos donde se toman las decisiones sobre cuestiones raciales en Cuba. Una cosa es dar oportunidades y otra poder acceder a ellas”.

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“Si los negros no la hacen a la entrada, la hacen a la salida”, dice Yunior. Su respuesta es una frase estereotipada de la jerga underground de los cubanos que tiene como fin incriminar a los negros y demonizarlos por aviesas actitudes cívicas.

“Lamentablemente eso funciona así en este país: si los negros no vienen bien vestidos, no son bien vistos. En cambio puede venir un blanquito en pantalones cortos y chanclas que no importa”, dice Yunior y se queda mirando algún punto fijo de la calle desde su silla en la puerta de su casa.

Su ángulo visual lo corta el paso de dos muchachas con rostros de veinteañeras que se detienen en la casa contigua, una cafetería propiedad de su vecina. La tablilla de madera de “Doña María”, que es como se llama la señora, oferta: pizza, jugos y refresco de gas. Las muchachas conversan algo, deciden y una se acerca al mostrador y pide por las dos. María les dice: “ustedes tienen el color que vuelve loco a los hombres, el canela ese. Búsquense esposos claritos para que no se atrasen”.