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El pasaje al Estadio Azteca son cinco pesos con cincuenta centavos si uno sale de la base de esta ruta en particular, a espaldas del metro Pino Suárez. Pero eso ya lo saben. O se lo podrían preguntar a la checadora estrábica, algo avanzada de edad que dirige la salida de los transportes. Cinco pesos con cincuenta hasta la puerta de la explanada del estadio más grande del país. Ya lo saben. Porque una de las preguntas cruciales que este ejercicio plantea es exactamente: ¿cómo contar lo sucedido sabiendo que ya se saben tantas cosas? En otras palabras, si ya se sabe tanto porque lo habrán visto en redes, habrán recibido las notificaciones al teléfono, ¿qué contar que todavía no sepan
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No hay un asiento libre pero nadie va al partido, al segundo juego de temporada regular jugado en México. De hecho, durante los primeros treinta minutos del trayecto bien podría haber sido un lunes de asueto cualquiera. Es hasta cruzar Rio Churubusco —como César el Rubicón—, que todo cambia. Uno lo nota en los jerseys. Aparecen por aquí y por allá, primero en singular y con espacios; luego ya agrupados, una familia en escalera rotulada con el 18 de Manning cuando jugaba en Denver, o dos amigos que unen a la conferencia Nacional con la Americana. Ahora sí estamos camino al primer partido de Monday Night Football jugado fuera de Estados Unidos. “Ah, hay partido, ¿verdad? ¿Quién juega?”, pregunta una viejecilla desde su asiento al ver la coagulación del tráfico ya cerca del Azteca. “Es de esos de futbol americano”, responde su vecino que ya se levanta a timbrar para hacer parada. Señora, juegan los Raiders de Oakland contra los Texans de Houston; los primeros llegaban con un record de 7-2 y los segundos 5-4, ambos en primer lugar de su división. Ahora ya sabe, señora.
Faltan varias horas para la patada inicial pero sobre la banqueta ya se disputa el particular enfrentamiento entre aficiones. Hay que ser claros: la convivencia entre rivales es francamente fraterna. No parecen estar aquí para violentarse sino más bien para beber cervezas en comunidad y probar algún que otro ingenio gritado a tope más para deleite de los espectadores que para la profunda humillación del rival. Los de Oakland, mayoría y francos ganadores de este encuentro nomás por representatividad, tienen a la mano siempre el canto de guerra. Se trata de un sonsonete de dos sílabas, alargadas hasta donde alcance el cubicaje pulmonar: “¡Raaaaaaaaai-deeeeeeers! ¡Raaaaaaaaai-deeeeeeers!”. Poco a poco se van sumando adeptos hasta llegar a un agudo desgarrador, y luego se apaga. No hay mucho más. Enfrente, los de Houston han elaborado apenas un poco más su estribillo. En tres palabras en falso diálogo, gritan “We are” y responden ellos mismos con algo más de vigor, “Texans”. Así se van: “‘¡Raaaaaaaaai-deeeeeeers!” “¡We Are! ¡Texans!” “¡Raaaaaaaaai-deeeeeeers!” “¡We Are! ¡Texans!”
En el duelo de disfraces —qué fascinación por la pantomima y el ajuar provoca el futbol americano—, los Raiders también llegan con ventaja. Salvo por algunos esporádicos identificados con los colores rojo y azul de los Texans, abruma la utilería en negro y metálico. Hellraiser y el Undertaker, por ejemplo, parecen exjugadores en tour de autógrafos: aficionados con el mismo boleto que ellos, si bien vestidos de ordinario, piden constantemente una fotografía o dos, y todos gruñen, sacan la lengua y se congratulan por adelantado de lo que estiman será un triunfo abrumador del equipo.
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“Lo único que no sé es a quién le voy a ir”. “A doscientos la bufanda, de cualquier equipo”. “Hasta aquí solo con boleto”. “Si lo hubiéramos comprado, estaríamos sentados todos juntos porque ahora están dándolo en 1500 en reventa”. “¡¿Dónde están, Raiders?!”.
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Detuve la cuenta por cansancio, pero en la cacería de disfrazados circularon: Siete máscaras de luchador en colores distintos y algunas con aditamentos añadidos; un arlequín gris y negro, dos máscaras de calabazas, un Predator, cinco gorros de fomi, tres cascos de protección con aditamentos para beber cerveza sin usar las manos, seis sombreros tejanos de distintas dimensiones, cuatro máscaras, dieciocho paliacates de calavera que cubren la boca, y más maquillados de los que pude contar.
Y aquí llegamos al punto quizá central: los asistentes aprovecharon esta visita de la NFL, la primera en once años, para sacar a pasear el jersey del equipo predilecto. Importaba poco ser consecuente con los colores de este encuentro, sino más bien no dejar lugar a duda que uno forma parte de esta tribu. No es un partido entre particulares sino una profesión de fe en un deporte en general. Aquí también llevé la cuenta y puedo confirmar que circularon jerseys de malla y número estampado de treinta y uno de los treinta y dos equipos de la NFL. Confieso que no tenía fe de encontrar un jersey de los Jaguars de Jacksonville ni de los Titans de Tennessee, y sin embargo pasaron por ahí, uno por lo menos. No les sorprenderá saber que la única playera réplica que se me escapó avistar fue una de los Browns de Cleveland. Por favor, si alguno de ustedes asistió y la vio, no deje de informarnos para completar el mosaico.
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“¡Raaaaaaaaai-deeeeeeers! ¡Raaaaaaaaai-deeeeeeers!” “¡We Are! ¡Texans!” “¡We Are! ¡Texans!”
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Cruzada la revisión al estilo aeroportuario —una hilera de 16 detectores de metales que aletargan el ingreso y donde se escucha el retintineo de los objetos metálicos sobre un platito de plástico—, la explanada del Azteca es un magma de entusiasmo y confusión: todos buscan la rampa que les toca, en medio de una serie de covers de rock actual que aturden y llenan el espacio.
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Los locales somos unos especialistas para la ceremonia protocolaria y hubo pocas y bastante disminuidas por la magnitud del evento en sí. Un ex atleta olímpico encendió una llama al fondo del estadio, el comisionado de la NFL entregó alguna cosa, una familia que parecía conformada por modelos de fotografías de stock apareció en algún momento en la pantalla. Por fortuna, se llevaron más aplausos los jugadores durante el calentamiento que cualquier entrega de diplomas entre funcionarios.
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“¡We Are! ¡Texans!” “¡We Are! ¡Texans!” “¡Raaaaaaaaai-deeeeeeers! ¡Raaaaaaaaai-deeeeeeers!”
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Es difícil recorrer el graderío. Los 76,743 acomodados en estas butacas estrechas y perfectas para comprimir los riñones y la espalda, parecen mucho más cuando se trata de circular alrededor de ellos. Los asistentes al rito miran con devoto rapto los sucesos sobre el campo y solo desvían la mirada para gritar al de las cervezas que hacen falta tres acá. Y salvo por pasajes del primero y el tercer cuarto, el entusiasmo no decae: se abuchea cuando los Texans traen el balón, paroxismo cuando los Raiders avanzan por el campo y, una vez más, la banda grita “puto” cuando despejan los rivales.
Ya lo saben. El partido terminó con victoria de los Raiders. Los oficiales tuvieron algo que ver —todos protagonistas en esta vuelta de la NFL a México—, y al final la felicidad de la mayoría hizo el vaciado del estadio un asunto más bien festivo. Hasta el recorrido final quedó en falta atestiguar una pelea entre aficionados: si las hubo, no fueron en mi sector. La cuenta de cervezas era fácil por los vasos de azulado plástico torpe y por el desgarbo en el andar a las once y media de la noche. Quizá no era solo la intoxicación etílica sino la satisfacción de haber asistido después de tantos años a presenciar el rito jugando todos de locales. Pero eso, probablemente, ya lo saben.