Este artículo hace parte de la edición de junio de VICE.
No muestra la cara, detesta las entrevistas, evita hablar sobre sí mismo, no responde a los medios cuando lo contactan y si responde, lo hace de mala gana. Quienes lo conocen entre mis colegas me dijeron que era una persona difícil, y no mintieron: Saga es (casi) imposible. Aunque la palabra correcta sería inflamable.
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La infame Casa Volketa, su centro de operaciones, queda en pleno corazón de Chapinero en Bogotá, entre la novena y la trece, entre la 45 y la 53, entre residencias y moteles. Se trata del primer piso de un edificio cascado que alguna vez fue blanco y tuvo huéspedes con pretensiones más ilustres. Después de tocar varias veces, Saga me abre la puerta. Tiene las uñas manchadas de pintura, jeans oscuros y un saco gris con un estampado que dice “VOLKETA”. No hace ningún gesto cuando me saluda, es evidente que le sabe a mierda mi llegada. Así y todo camino hacia adentro y llego a una sala inesperada, adornada por una mesa de centro cubierta por un mantel rojo y una jarra de flores. “Ayer arreglaron la casa”, me dice, como excusando su limpieza. Y justo parece que, luego de años de acumular capas y capas de polvo, al espacio le pasaron por primera vez un trapo.
Hay pintura regada en el viejo piso de madera, casi se ven los regueros de cerveza de fiestas pasadas. Astro, un Ayudante de Santa versión criolla que lo acompaña hace diez años, ladra con mi presencia y me mira como preguntándose qué hago ahí. El aire es tenso. El tipo intimida y es inevitable: sé que piensa que yo no sé nada de lo que él representa. Que soy una gomela. Que quién sabe qué le voy a preguntar. Pero, qué más da. Sí, soy una lady. Y sí, él es un artista del escape que tiene bien calculado su enigma y bien merecida su credencial.
Pintor de fantasías porno salseras en los muros y extramuros de Bogotá desde hace más de diez años, MC en el grupo de rap LNI (Los Niños Invisibles), miembro de una logia de terroristas del grafiti llamada APC y creador de Volketa, una marca de ropa para outsiders, que también es comunidad artística, blog incendiario, museo subcultural y epicentro de algunas de las juergas clandestinas más memorables del lado B de Chapi, Saga es, sin duda, uno de los jugadores más influyentes de la subterránea local.
En el juego del tag, mejor dicho, el hombre ha llevado bien arriba su firma.
Están sus gordas. Cuando uno las mira, posando su ricura en paredes de barrios emblemáticos de Bogotá, Cali, Cartagena y Medellín, uno se topa con escenas que exhudan picardía. Con una sonrisita lasciva, sus morenas robustas y juguetonas están siempre ofreciendo sus nalgas jugosas. Sus caderas dispuestas. Sus tetas provocativas. Su sexo inflado de sangre. Y entre todo este manjar se saborea su alterego, Salsaman, una especie de Juanito Alimaña enanito y pasado de tragos que monta esas curvas como si estuviera en Rodeolandia.
“Salsaman es una especie de representación de mí mismo”, me dice.
Todo muy anti-Botero. Todo muy colombiano.
El 8 de abril de este año lo contacté por primera vez vía Facebook. Le escribí a su perfil, donde tiene casi 8.000 seguidores, y le solicité brevemente una entrevista. A mi invitación respondió con una cadena de preguntas y afirmaciones que parecían contestarse unas a otras (“¿Qué quieres lograr con el artículo?”, “He tenido experiencias pasadas que no son positivas”, “No quiero ser cansón ni grosero, mi duda es sobre el contenido”), a la que siguió una serie de fechas para reunirnos que se iban posponiendo una vez los días se agotaban en el calendario: que el miércoles vuelvo, que el jueves no puedo, que el viernes de pronto. Después de veintiún días y decenas de mis desesperados mensajes, me invitó a su guarida con un ambiguo mensaje: “Estaré en casa trabajando”.
Sergio Alférez nació en Rotterdam hace 35 años. Hijo de un padre que trabajaba en carga marítima (y hasta ahí sé, pues no muerde el anzuelo de las preguntas personales), pasó su infancia en Japón y Panamá. En Asia vivió tres años antes de cumplir los diez. Sus primeras memorias, me dice, están salpicadas por las clásicas imágenes de cómics incestuosos, violaciones y relaciones sexuales explícitas que caracterizan el imaginario japo. “Allí tuve mi primer contacto con el sexo y vi mi primera revista pornográfica cuando escarbábamos en las basuras de los edificios con mi hermano mayor y nuestros amigos”.
Tiempo después, a su padre lo trasladaron a Panamá. Allí, a finales de los ochenta, el ejército de Estados Unidos había invadido al país vecino con la intención de derrocar la dictadura del general Noriega, quien al rato fue denunciado como narcotraficante en los tribunales gringos. La invasión trajo a su paso una cultura musical y artística que muchos panameños adoptaron como propia, como el rap, Michael Jackson y Madonna, en medio de un rico caldo Caribe en el que sonaba duro el reggae jamaiquino y su propia versión local, todo lo cual se trajo consigo a Colombia cuando aterrizó en el Colegio San Carlos, de la capital, en 1991, usando pantalones estilo MC Hammer y peluqueado como Vanilla Ice. “Ahí nunca encajé porque nunca quise ser como los demás pelaítos“, me dice orgulloso, como queriendo que se sepa.
Es la primera vez que sonríe.
“Su trabajo habla por sí solo, no necesita ser un careverga para decir las cosas como son”, me dijo Pegatina Criolla.
Desde que ingresó a ese colegio de contrastes, patio común de futuros presidentes y jovencitos con vocaciones delincuenciales, su refugio fue el dibujo. Pintaba guetos y malandros alegres, funky. Hacia el final del bachillerato, en el ocaso de los noventa, con sus amigos de colegio fundó un fanzine memorable llamado Mamá gallo, en el que se burlaba de los profesores, retratando el zoológico que era la vida escolar. También por esos años se obsesionó con el dial 99.1, en ese entonces Radiodifusora Nacional de Colombia, donde los viernes y sábados a las seis oía rap y el programa de salsa que le seguía, El túnel del ritmo. Las puras crónicas de la calle.
Después de estudiar publicidad en la Tadeo, carrera que cursó como única opción ante la negativa de sus padres a apoyarlo en la búsqueda de una carrera en el cómic, Saga se inclinó por el grafiti. Era habitual de un blog de artistas locales, llamado Escritores Urbanos, que miraban sus bocetos y opinaban: “¿Quién es usted si no tiene un muro en la ciudad?”. Por esos días se cruzó con Cristian Vargas, Tipozon, quien lo contactó para un primer intento de muro. Cuando vieron su trabajo, Excusado y .Exe, dos colectivos que tuvieron su auge en Bogotá a principios de 2000, cuando la ciudad despertaba al bombardeo y al esténcil, lo invitaron a pintar más. Saga me cuenta que, atendiendo a la línea del momento, empezó a rayar sátira política, pero que luego no le vio mucho sentido. “Entonces tuve que volver a las raíces”.
Saga ha confesado que su nombre artístico, que utiliza como firma en las paredes de restaurantes y parqueaderos con un estilo súperfunkero setentero en algunos casos, tremendamente surreal, abstracto y futurista en otros, nace a partir de las siglas de su nombre real, una coincidencia afortunada con el título de “La saga”, tema de la gran familia de rap norteamericana Wu Tang Clan en colaboración con IAM, de Francia, que tira versos como “I grab the mic to dis’ your ass just for spite”. Y digo coincidencia, pues en el medio Saga es conocido por hablar fuerte, sea sobre grafiti, cultura DIY o rap.
“Su trabajo habla por sí solo, no necesita ser un careverga como muchos para decir las cosas como son”, me dijo Pegatina Criolla, uno de sus amigos más cercanos. Precisamente a principios de abril, él cerró su exposición Los hijos del padre en Casa Volketa, que también ha hospedado la obra de otros artistas huérfanos como Ene Ene y Jim Pluk, todos de trazo retorcido y subterráneo. Se trató de una muestra de 25 piezas que nos recuerdan las caricaturas de los cómics, pero no como las recordamos, sino como unas criaturas humanas oscuras con colmillos y cabeza de animales.
“Ahora todo el mundo tiene una galería, todo el mundo se llama independiente”, me dice Saga. “Es gente con plata que hace esto por capricho, pero no hay un verdadero apoyo a la cultura. Volketa es la reivindicación de todo eso”.
En su discurso, ataca a los niños ricos, a la cultura hipster de los Chapineros del mundo, al periodismo cultural. Además de escribir en su blog, Facebook le ha permitido tirar su ácido antiestablishment frente a una tribuna ávida. Comentarios como “Qué falta de originalidad y espíritu en este nuevo mundo lleno de ‘independientes’” o “El buen periodismo se hace sin estar atado a cadenas de favores sino por el gusto de informar, comentar y valorar diferentes tipos de cosas” son clásicos Saga.
Su ralle es firme. Por lo mismo, sus rayones son claros.
En 2009, cuando ya llevaba cerca de cinco años pintando en las calles y su firma se empezaba a destacar, Saga hizo una muestra de su trabajo en La Redada del centro de la ciudad. Como sabía que su gente no podía comprar cuadros, tuvo otro plan para ponerles su trabajo al alcance. Ese fue el nacimiento de Volketa, una marca que hoy cuenta con 12.000 seguidores en Facebook y cuya impronta se ve en sacos, camisetas, gorras, chaquetas, afiches y postales.
Uno de los logos de su marca es una cobra erguida mostrando los colmillos.
Otro es un monstruo que parece un bollo o un escupitajo.
Otro es un cuervo raquítico que fuma y te mira fijamente antes de sacarte los ojos.
Casi siempre son algo peligroso u horripilante.
Sí, Saga es un cascarrabias prevenido. Pero a lo mejor su rabia esté justificada.