“¡Ay, tía, nos damos los números!”, le pides a la chica en el lavabo de la discoteca que, al pasar junto a ella, te ha dicho que le encanta tu riñonera fluorescente. La incluyes en la agenda como “Sara Lavabo” y no vuelves a pensar en ella jamás. “Sí, tenemos que quedar”, aseguras con efusividad al tío de la cola del taxi mientras guardas su número en el móvil. Al cabo de 10 minutos, te has olvidado de su existencia. “Buah, me encantaría que colaboráramos en alguna revista”, le dices a alguien en alguna parte. ¿Sofía No-sé-qué? Añades su número a la agenda. Pasan tres meses y no hay ni colaboración ni revista.
Si tienes un móvil, lo más probable es que lleves años con la misma agenda de contactos. Los nombres se van acumulando con el tiempo, pese a que siempre envías mensajes a los mismos amigos por Instagram, WhatsApp o la plataforma que sea que uses. Y te entra urticaria solo de pensar en usar el móvil para llamar a alguien que no sea tu madre. Seguramente hubo un tiempo en que intercambiar números tenía cierto sentido porque cabía la posibilidad de que llamaras a casa de esa persona para charlar un rato. Pero vivimos en la era de las redes sociales, una época en la que telefonear a alguien que casi no conoces se considera, cuando menos, una agresión a la intimidad.
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Dándole vueltas a todo esto, pensé que las normas sociales también estaban para romperlas. ¿Quién sabe? Quizá era hora de darle la vuelta al asunto y ver todos los nombres que había en mi agenda ⎯”Esme Tinder”, “Kaya Disco” o el genérico “Em”⎯ como posibles oportunidades de hacer amigos. Digo yo que por algo los habré añadido. Así que, una tarde, decidí llamar a unas cuantas de esas personas para “charlar” y “volver a conectar”. ¿Qué podía salir mal?
En primer lugar, reduzco la lista a unos pocos nombres. Uso mucho el móvil por motivos de trabajo y tengo que ir con cuidado de no acabar llamando a “Este Haim”, “Jamie Klaxon” o “Lindsay Lohan PR” porque quedaría muy poco profesional. Me decanto más por nombres que no recuerdo haber añadido, de personas cuyas caras no consigo visualizar por más que me esfuerce.
Para romper el hielo, empiezo enviándoles un mensaje, una idea que no da muy buenos resultados. Varios de los contactos no reciben el mensaje porque, imagino, habrán cambiado de número. Otros me ignoran. Y una de ellas, “Emma Gemini”, me bloquea directamente sin llegar siquiera a responder.
Es hora de atacar a la yugular. La primera persona a la que llamo, “Chris”, responde después de dos tonos. “¿Sí?”, pregunta con la seguridad de quien usa el móvil para llamar. Le explico que estoy llamando a personas de mi agenda de las que no recuerdo nada y le pregunto si sabe, por algún casual, cómo nos conocimos. “Eh, pues no, lo siento. ¿Daisy, dices que te llamas?”. Se produce una pausa. “¿Camden?”. Hace años que no piso Camden, pero podría ser. “Lo siento, estoy en el trabajo y tengo clientes… pero ¡buena suerte!”. Me cuelga antes de que pueda decir algo. Con esos 30 segundos de conversación, no logro entender por qué llegamos a intercambiarnos los números Chris y yo.
Llamo a otros contactos. No me lo cogen. Pruebo con “Alex T.” y contesta. Repaso mentalmente a todos los Alex T. que conozco. ¿He vivido con un Alex T? ¿Me he liado con alguna? ¿Hemos sido amigas? “¡Anda! Creo que cambiamos números por Tinder, pero hace como mil años”, me dice (eso explicaría la “T”). “Me acuerdo de ti porque fuiste muy directa y te sigo en Instagram…”. ¿Por qué perdimos el contacto? “Bueno, ahora tengo novia. En todo caso, esto pasa mucho en Tinder. Le das el número a alguien y como nadie se atreve a dar el primer paso, la cosa se enfría”.
Alex me gusta; podríamos haber sido amigas. Tal vez incluso amantes, en otra vida. Pero no somos ninguna de las dos cosas y, al despedirme de ella al cabo de exactamente 1 minuto y 16 segundos, tengo la certeza de que no volveremos a hablar nunca más.
El siguiente de la lista es “Carter”, que me suena al personaje de alguna comedia romántica americana de los 2000. ¿Cómo puede ser que conozca a un Carter? Sin embargo, en cuanto oigo su voz al otro lado, me vienen a la mente vagos recuerdos. ¿Fue en 2011? ¿2012? ¿Nos… acostamos? Por un momento, me sentí mal. ¿Y si alguien con quien me hubiera acostado no me recordara? “Daisy… Daisy…”, dice, como rebuscando en su cerebro. Vaya, pues parece que no se acuerda de mí. “¿Eras amiga de Rachel?”. Sí, era amiga de Rachel. Me invento alguna excusa y cuelgo. Que te den, Carter.
A estas alturas, empiezo a cansarme del asunto. La gente no está por la labor de hablar conmigo, y cuando lo hacen, la interacción no aporta nada a nuestras vidas. La última llamada que hago es a una persona que tengo como “Spinner”. “¿Sí?”, contesta. Le explico qué estoy haciendo. “¿Cómo has conseguido mi número?”, responde con renuencia. Se lo vuelvo a explicar. Me cuelga.
Me gustaría poder decir que he aprendido algo de valor con este experimento. Quizá si esto fuera una serie de televisión, la cosa habría acabado con una bella amistad o una increíble historia de amor con alguna de estas personas. Cuando la gente nos preguntara en las fiestas cómo nos habíamos conocido, esa persona y yo nos lanzaríamos una mirada de complicidad y reiríamos de pura felicidad. Yo empezaría diciendo “Pues verás…”.
Pero no ha pasado nada de eso. Las conversaciones fueron breves e incómodas. Y si algo he aprendido, es que los verdaderos amigos son aquellos cuya amistad te esfuerzas en conservar y viceversa. Es bueno tener un sistema de criba. Ah, y esto también me ha servido para saber que no me gusta nada hablar por teléfono. Nos vemos en algún chat o en persona.
Este artículo se publicó originalmente en VICE Reino Unido.