Vejaciones al pilpil: fui becario en un restaurante de dos estrellas Michelin

Arrastré mi maleta cargada de cuchillos, chaquetillas, gorros, y sobre todo de sueños, por el centro de una pequeña localidad vasca tras un viaje de varias horas desde el Caribe venezolano.

Esa tarde, la ilusión pudo mucho más que el cansancio producido por haber estado más de ocho horas sentado en un avión hasta llegar a Madrid-Barajas, y cinco horas y media más en autobús hasta casi llegar a la frontera con Francia.

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Al fin pisé el restaurante a las once de la mañana de un miércoles de julio. Como todavía no era la hora del servicio, el ambiente lucía tranquilo y los cocineros amables. Pregunté por Germán*, como decía el documento que me enviaron al correo electrónico. Tras esperar unos minutos, llegó para darme un pequeño tour por la cocina. No sé por qué pensé que al terminar el paseo me daría las llaves de mi habitación para descansar del viaje, pero lo que escuché fue un presagio de lo que vendría.

“Tienes cinco minutos para cambiarte”. Retumbó en mis oídos mientras pensaba dónde me había metido. Ni siquiera sabía dónde dormiría esa noche.

A mi mente llegaron todos esos rumores que había leído en internet sobre las condiciones infernales en las que trabajaban los becarios de ese lugar. “Después hablamos sobre el piso”, me dijo Germán al ver mi cara de desconcierto, asombro e incertidumbre.

A pesar de la fatiga mental y física traté de aprender rápido de mis compañeros pasantes, a quienes les habían dado la responsabilidad de adiestrar a los que íbamos llegando, de acuerdo con el tiempo que llevasen en la partida correspondiente.

Tras pasar mis primeras catorce horas de trabajo soñaba con la cama que me esperaba pero a falta de una respuesta oficial, pasé mi primera noche sobre un sofá negro, duro y rancio que tenían en las oficinas

Me destinaron a la parte fría, la parte donde se elabora la ensalada del menú degustación del restaurante. Sólo la sala donde funciona esta estación es más grande que el piso donde vive la persona que escribe estas líneas, que es quien ahora mismo está recogiendo mi testimonio y quien me acogió en Madrid unos días, después de pasar por aquel infierno.

Me dijeron que debíamos tener listo el mise en place del batiburrillo exótico que se cocinaba ahí para que los de “mayor jerarquía” lo emplatasen a tiempo. El procedimiento era un poco largo y de mucha merma de alimentos para acabar sirviendo una menudencia que sería devorada por el comensal en un abrir y cerrar de ojos.

Tras pasar mis primeras catorce horas de trabajo soñaba con la cama que me esperaba en el piso que Germán me había prometido. “Las habitaciones son sencillas, para compartir con otros estudiantes, al igual que el resto de los servicios como cocina o baños”, leí en el documento con el membrete del restaurante.

Tomé de nuevo mi maleta con la esperanza de que me llevara al piso del que me había hablado pero al ver que no ocurría, temí lo peor. A falta de una respuesta oficial, pasé mi primera noche sobre un sofá negro, duro y rancio que tenían en las oficinas del chef.

La ensalada tibia

A las 8:30 ya estaba vestido con mi chaquetilla blanca, mi pantalón negro y un pañuelo sobre la cabeza. Pensaba que el desliz que había ocurrido la jornada anterior había sido parte de un pequeño error que un restaurante de dos estrellas Michelin no podía permitirse.

La jefa de la partida abrió la sala para que pudiéramos comenzar a dejar todo listo para emplatar la ensalada tibia de tuétanos de verdura con marisco, crema de lechuga de caserío y jugo yodado.

No probábamos los manjares que salían a la sala. Todas las semanas comíamos lo mismo: arroz con huevo frito para los miércoles y para los jueves patatas con chorizo

“Querrías quedaros aquí trabajando, pero aquí no hay trabajo para pasantes. Los jefes de partida no nos moveremos de aquí y no hay más plazas disponibles. Así que aunque trabajéis duro y os esforcéis, no podréis quedaros aquí con nosotros”, le oí decir a una de las cocineras a la que llamaré Sargento* a partir de ahora.

Un poco asustado comencé a preparar la gelatina de agua de tomate de la ensalada, es lo que permite apreciar el interior de los vegetales. Más que en una cocina, me sentí en el laboratorio de alquimia de uno de esos cocineros que han cambiado la historia de la comida a nivel mundial como Ferrán Adriá, Heston Blumenthal y Pierre Gagnaire.

Las lechugas bebés, los brotes de soja, el tomate… eran los ingredientes de una rutina que marcarían los próximos meses de mi vida. Había que dejarlo todo listo para el inicio del servicio, a las 13:00. Antes, a las doce, comíamos. Teníamos sólo veinte minutos para atracarnos cagando leches antes de rematar una faena que duraría ya hasta el cierre.

Obvio que no probábamos los manjares que salían a la sala. Todas las semanas comíamos lo mismo: arroz con huevo frito para los miércoles y para los jueves patatas con chorizo.

Antes de finalizar el primer servicio había que dejar los mesones y el suelo limpios y tirar todo el material que no habíamos vendido, sin importar que estuviese fresco. El coste del desperdicio lo termina pagando el comensal que saca de su bolsillo más de 200 euros por cada menú de degustación.

“Los que estamos aquí ya estamos. Ninguno de vosotros seréis jefes de partida”, escuché decir a Sargento con un acento bonaerense clavado. Volvió a remarcar que no teníamos que tener ninguna esperanza de formar parte del equipo que si cobraba, el cual está únicamente integrado por cinco jefes de partida, cuatro jefes de cocina y por el chef.

A las ocho, cené con mis compañeros para afrontar un nuevo servicio para cuarenta personas, una hora más tarde. Otro palizón que aguanté con el dolor de espalda patrocinado por el sofá que sería mi morada esa, y otras noches, tras la evasión de Germán. “Más tarde hablamos del piso”.

¿No ves tu gordura? ¡Vas a reventar la mesa gordo de mierda!

Sobre el cuero negro del sillón, recostado, sin poder dormir del cansancio, pensaba en mi familia, en mi antiguo trabajo y en el sol del Caribe. Dejé atrás los fogones de un restaurante donde era el jefe de cocina para trabajar sin ver un solo euro bajo el cielo gris de Euskadi solo por ser uno de esos 55 becarios que sostienen las dos estrellas Michelin y los tres soles Repsol de un chef que pasa el saliendo en la tele y viajando por el mundo.

“Eres muy lento. Deberías renunciar. Si me dijeran que no sirvo para la cocina, lo pensaría mejor y abandonaría para hacerle un favor a mis compañeros. Es muy fácil, solo debes hablar con Asier*, entregarle el mandil y a casa, sin más”, me martillaba la cabeza una y otra vez Sargento, que era mi jefa de partida, pero podía pasar perfectamente por el mítico instructor de la Chaqueta Metálica.

En el fondo no la odiaba. Creo que simplemente detestaba a los tíos. Recuerdo que una vez nos mandó a limpiar el techo. No sé para qué porque estaba reluciente. Hice lo que ordenó. Tomé una silla, y con la ayuda de mis colegas que soportaron, entre tres, mis 130 kilos subí al mesón para complacerla, cuando sentí zumbar mi tímpano derecho. “¿No ves tu gordura? ¡Vas a reventar la mesa gordo de mierda!”.

La vergüenza me hizo bajarme con mucha agilidad, mientras veía a otro becario desarmar las campanas para limpiarlas, a las doce de la noche, antes del cierre.

Con las maletas a cuestas

Sargento además parecía estar obsesionada por la limpieza. El baño del personal había que dejarlo como un quirófano. Un día tuve que pasar la fregona y el cepillo unas cinco veces.

“Sus mamás se van a contentar porque llegarán a sus casas limpiando muy bien”, le escuché decir mientras veía mis manos carcomidas por la lejía que había aplicado con la esponja de aluminio para fregar el suelo.

Tuvieron que pasar tres días más para que me metieran junto a un compañero en un piso donde ya había doce personas

Si el problema hubiera estado nada más en la limpieza, estoy seguro de que hubiese podido aguantar los seis meses que recomiendan dure el entrenamiento. Pero las críticas también se extendían a mi trabajo como cocinero. Tanto que llegué a dudar de mis capacidades. Constantemente me preguntaba a mí mismo si de verdad merecía estar ahí con los mejores.

Una tarde, sin más, Sargento me apartó del grupo porque “lo estaba haciendo mal”. Me castigó con una semana de “aislamiento” que me supo a premio por no tener que aguantar sus gritos durante ese tiempo. Mi labor fue deshojar el perejil para un cocinero súper majo que lleva más de 25 años trabajando allí.

Uno de los pocos buenos recuerdos que me llevé fueron los cinco días que pasé con este mago de la cocina, famoso por preparar los mejores fondos de toda la región. Una tarde, compartió conmigo uno de sus mejores secretos. Le vi coger una pata de jamón entera, y me pregunté si haría un bocadillo para cada uno, cuando, así, sin más, la metió dentro de una olla enorme donde preparaba uno de sus caldos.

Al volver a la realidad, amenazaron con echarme si no mejoraba los tiempos. En ese instante deseé que lo hicieran por todo lo que había pasado. No olvidaba la bienvenida que me dieron Germán y su sofá. Tuvieron que pasar tres días más para que me metieran junto a un compañero en un piso donde ya había doce personas. Un espacio que no daba para más. Tan petado estaba que metieron mi litera en el pasillo principal de la vivienda, por donde pasaban los cocineros cuando intentaba descansar. No tenía sitio donde guardar la maleta. Mi privacidad se extinguió entre la mierda que tenían por todo el suelo mis compañeros.

No se aprende técnica culinaria, sino disciplina, como en la mili

¿Acaso el restaurante no produce lo suficiente como para tener una infraestructura adecuada y digna para unos becarios que trabajan 16 horas al día, durante meses, solo para obtener una carta firmada por un chef de alto standing?

¿Eran ciertos los rumores de que nadie quería alquilarle pisos al chef porque mete a vivir cocineros hacinados como si fuese una lata de sardinas?

Quizás no mentían los que hablaban sobre la inspección que le cayó al restaurante aquel día que tuvieron que esconder a los pasantes en un cobertizo y a los camareros en el sótano.

Si queréis saber cuál fue mi punto de quiebre, debo confesar que no lo hubo. Simplemente supe que eso no era para mí. El supuesto prestigio y conocimiento que da pasar por esa cocina no compensa. En realidad no se aprende técnica culinaria, sino disciplina, como en la mili.

* Los nombres del protagonista, del local y de algunos personajes se han omitido para proteger su intimidad.

Ilustración por Luis Armand Villalba.