Los fractales del fondo y las vibraciones graves que salen de las paredes hacen parecer que estamos cayendo por las entrañas de un gusano de piedra. Alrededor de cuatro mil personas sudan, bailan y se apachurran mientras intentan llegar lo más cerca posible del escenario, como una fiesta de liberación en la mismísima Zion. Al final del túnel, Hito, la música japonesa residente en Berlín, orquesta las máquinas para hacer sonar el subsuelo guanajuatense.
El sábado se convierte en domingo en Guanajuato Capital y mientras la ciudad se apaga miles se dirigen hacia el centro para la fiesta subterránea que clausura el Festival Internacional de Cine de Guanajuato. Del 22 al 31 de julio la ciudad recibió a cineastas, cinéfilos, turistas y periodistas que pudieron ver en sus salas lo más actual y experimental del cine nacional así como clásicos y propuestas del país invitado: Japón.
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Termino de ver la última exposición del festival —un film japonés de un japonés que hace una película que termina siendo más que una película— y salgo del auditorio de la Universidad de Guanajuato para encontrar las calles casi vacías, algo extraño en esta ciudad universitaria famosa por su variedad de bares y mezcales. Después de una parada por la que será la última cerveza al aire libre, antes de entrar en el hoyo fiestero de Tunnel Fest, empiezo a seguir a los grupitos de chavos enfiestados, cerveza y corazón en mano, que asumo van al mismo túnel que yo. No hace falta saber la dirección de la fiesta, todos —jóvenes, ancianos, meseros, comerciantes y taxistas— saben lo que ocurre esta noche en el túnel Tiburcio Álvarez: hoy la fiesta es bajo tierra.
Amigos de la ciudad me habían contado de este reventón, con adjetivos como “atascado”, “ñero”, “chacaraver” y “perrrón” hasta “fresa”, “de hueva” y el típico “antes estaba más chido”. Mis expectativas como sus explicaciones estaban volando sin rumbo. Lo que vi al final de mi procesión nocturna no era nada cercano a eso, pero una especie de concepto plastilina resultada de fundir todas esas palabras.
La puerta hacia el infierno del techhouse está resguardada por enormes pantallas con anuncios, un lounge VIP con gente sentada entre gente sobre esos cubitos blancos típicos de lounge y una fila que aunque larga, avanza con relativamente buen paso. Entrando el túnel se quita el frío; es el principio de un aumento gradual de temperatura en un camino que parece dirigido hacia el centro de la tierra.
El túnel es largo y angosto. El sonido es apenas un ruido grave y el escenario parece un pequeño conjunto de luces a cientos de metros de distancia. Pasando los baños portátiles de la entrada el piso se convierte en lodo y la sensación de estar bajo tierra se vuelve completamente presente. La respiración se vuelve húmeda y pesada, el aire denso, el viento ya no corre y solo hay dos direcciones hacia donde caminar, hacia afuera o hacia las luces.
Las paredes están adornadas con algunos letreros brillantes y los puestos de cerveza se intercalan cada veinte o treinta metros. Para la mitad del túnel, después de haber caminado más de una centena de metros, la gente se empieza a apretar y para avanzar hay que esquivar personas y caminar de ladito. El sonido es mejor que en la entrada pero aún así se escucha como una fiesta en la casa de un vecino: las canciones identificables, pero más que nada ruido a través de las paredes.
A partir de este lugar comienza una dinámica que me imagino es particular de cualquier concierto en un túnel. Las personas que quieren ir más adelante se forman en una fila perpetua, una tras otra, que en toda la noche no deja de avanzar adentro en el túnel. A su lado, un fila idéntica de personas mojadas y acaloradas que van hacía la salida de lugar. Dos filas en constante movimiento que asemejan a las hormigas que traen hojitas a su hormiguero. En momentos, estas filas cobran fuerza llevándose —hacia el túnel o fuera de este— a cualquiera que no se quite de su paso.
Son cerca de las dos de la mañana y mientras Hito se prepara para encargar la fiesta a Matthias Tanzmann, el gusano humano no deja de fluir al tiempo que múltiples grupitos de amigos se establecen a lo largo del túnel. Es la única manera de bailar. Mientras unos aguantan la inercia de las filas de personas que intentan entrar y salir, el resto baila en una burbuja humana con apenas el espacio para moverse como anguila.
Entre más adelante estás, mejor se escucha, pero también hay más gente: la dinámica básica de cualquier concierto. La diferencia aquí es que al ser un túnel la temperatura aumenta y no tienen a ningún lugar a dónde irse. En la parte más cercana al escenario hay una densa y visible nube de vapor que hace más difícil respirar pero que también te obliga a aceptar la situación en la que te metiste y ver las gotas que caen desde el techo como algo completamente normal y para nada asqueroso.
Parece que todo Guanajuato está aquí. Los mismos Sombrero loco y Jack Sparrow que hace unas horas recibían veinte pesos de manos de un niño que quería tomarse una foto en frente de la catedral ahora pasan a mi lado bailando con las manos en el aire mientras se dirigen más y más adelante, con el maquillaje intacto. Mujeres en vestido y tacones, morritos en hoddie con lentes oscuros, hippies sin playera y tatuajes de mandalas y vatos fajados bailan en una extraña fiesta subterránea.
El sonido cuando estoy cerca del escenario me hace entender por qué la eterna fila para llegar lo más adelante posible y olvidar a las personas que están a mi alrededor o pasando para adelante o atrás. Este es el verdadero atractivo de una fiesta en un túnel, más allá de lo extraño y encerrado que parezca la idea. Los bajos salen de las paredes y del piso; el sonido no tiene para dónde escapar y regresa y se junta en mis oídos. Mis agujetas, mis rodillas y mis orejas tiemblan al ritmo de los bajos mientras el resto de los sonidos corren para acompañar las luces que rebotan en el angosto agujero terrestre.
Mientras se termina la noche, la gente en el túnel es menos y el sonido más. Matthias Tanzmann llega a la parte más intensa de su set mientras los rumores y los boletos para los diferentes afters empiezan a circular por el lugar. Durante los últimos cuarenta minutos el sonido es perfecto y la cadena de bicicleta humana por fin desapareció.
La ciudad no para. Muchos piden taxis para seguir la fiesta en otro lugar. Yo decido irme a dormir. Una fiesta subterránea es suficiente para mí esta noche. Camino a mi hotel mientras veo parejas dormidas en la banqueta, bancas siendo usadas como camas, personas dormidas en el piso o tambaleando sin rumbo aparente. Veo algunas caras conocidas de los días que pasé en la ciudad y pienso que muchos de ellos tienen cosas que hacer por la mañana, en una horas. También habrá familias que vengan a ver a las momias o a las minas. Pero seguro también habrá otra fiesta, solo que hoy, como una vez cada año, Guanajuato cotorrea bajo tierra.