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Mujeres que vigilan a agentes fronterizos, indígenas dispuestos a dar la batalla, monjas que se convierten en escudos humanos anti-deportación, abogados que enseñan sus derechos a los indocumentados, sheriffs aliados de los migrantes y afroamericanos que luchan a su lado… Este heterogéneo mosaico humano, apoyado por 200 organizaciones sociales, se unió esta primavera para lanzar un mensaje a Donald Trump: son muchos los que rechazan sus políticas excluyentes y antimigrantes; y además, se están organizando para combatirlas.
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El origen de esta red tuvo lugar en abril pasado, cuando todos estos personajes participaron en la que se llamó “Caravana contra el miedo”, una iniciativa liderada por la ONG Global Exchange y el sindicato de trabajadores de servicios SIEU-USWW. Medio centenar de personas viajaron desde Sacramento, California hasta Corpus Christi (Texas) en el Golfo de México y de vuelta a California por toda la frontera, junto al Río Bravo. Otras personas se unieron en algún tramo, participaron en actos puntuales o se convirtieron en anfitriones del convoy. Fueron miles de kilómetros de intercambio de experiencias, mítines, cabildeo, marchas, plantones y mesas redondas. Tres semanas de cantar y llorar juntos, pero sobre todo de aprender de los éxitos del otro y de tejer redes.
Esta caravana fue también el último acto de resistencia de la activista mexicana Miriam Rodríguez, madre de una joven desaparecida en 2012 que logró encontrar no sólo los restos de su hija, sino a sus asesinos y nunca dejó de buscar a otrosdesaparecidos en el violento estado fronterizo de Tamaulipas. La asesinaron en su tierra dos semanas después de participar en un mitin en Texas.
‘Resist’ es la palabra que unió a todos los miembros de esta caravana. VICE News te presenta un perfil de los rostros de la resistencia, que prometen seguir luchando –cada uno a su manera- a un lado u otro de la frontera.
Los escudos de Dios
Son monjas pero actúan como bomberos ante una llamada de emergencia. “Salimos con los coches, las cámaras, confirmamos qué pasa y si hay detenciones avisamos a abogados”.
Isabel Galbe, un terremoto de casi 70 años, conocida como “sister Chabela”, considera que las nuevas políticas de la Casa Blanca, van no sólo contra los migrantes, sino contra la naturaleza social del ser humano porque están haciendo que en una comunidad pequeña como la suya, El Chaparral (Nuevo México) con muchos ciudadanos que carecen de documentos, la gente desconfíe de su vecino. “Nos preparamos para lo peor”, asegura esta religiosa española.
Ante una deportación, como ante un sismo —que puede ocurrir en cualquier momento—, la planificación es básica. Por eso muchos niños ya tienen una lista de a quién llamar si llegan a su casa y su mamá no está. O la tienen sus maestros.
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Pero lo fundamental es no abrir la puerta. “Si llegan [los de Migración] no les vamos a dejar entrar”, explica otra monja, esta estadounidense, Rosemary Welsh, quien dirige un centro para víctimas de violencia doméstica en Laredo (Texas) muchas de las cuales no tienen papeles y no denuncian por miedo a la deportación. “Todos saben que deben llamarme y llamar a la prensa. Vamos a defender a las personas hasta el final”.
Ambas religiosas acogieron a la Caravana, cada una en su ciudad, y se deshicieron en agasajos para los visitantes, con quienes compartieron sus estrategias. El encuentro las animó pero las dos son realistas. La situación no es preocupante, es una tragedia, coinciden, una emergencia humanitaria que multiplicará las familias desestructuradas. Y todo porque Estados Unidos no se ha atrevido a hacer una reforma migratoria, dice Galbe. “Ese es el cáncer de este país”.
Welsh tiene claro de dónde tiene que llegar la cura. “Somos nosotros, los gringos, los que tenemos que levantarnos y reconquistar nuestro país y nuestros valores”. Pedírselo a quienes están sufriendo y son vulnerables, añade, no es justo.
¿Para qué sirve un control fronterizo?
El cartel azul y rojo de “La Gitana Cantina & Café” cuelga de unos hierros bajo un sol de justicia frente a la pequeña “Oficina de Ayuda Humanitaria” que de pronto queda invadida por el medio centenar de personas de la Caravana. Quieren saber cómo funciona. La primera pista está en la entrada: “la ayuda humanitaria nunca es un crimen” dice otro cartel, desmintiendo lo que se llegó a creer en Arizona, el estado que antes de la llegada de Donald Trump fue laboratorio de las políticas antiinmigrantes más duras de Estados Unidos.
Un poco más al norte, otra advertencia: “Los ciudadanos de Arivaca apoyan el retén de nuestra Patrulla Fronteriza”.
Los mensajes de un bando y de otro confunden a los visitantes. Leesa Jacobson suspira ante la división de su comunidad y explica que resistir al racismo y la militarización de la frontera no es fácil en este pueblo de 700 habitantes —muchos jubilados— en medio de rocas, cactus, arena y controles fronterizos, uno en cada salida de Arivaca.
Los retenes, colocados desde hace una década, hicieron que los migrantes tomaran otras rutas, letales, por el desierto. También enrarecieron el ambiente, sobre todo desde la llegada de Trump. No parece que ahí se detenga a nadie, ni se requise nada. Entonces, ¿para qué sirven?, se preguntaron muchos vecinos.
El colectivo de Jacobson, llamado “Gente que ayuda gente”, solicitó una respuesta oficial. Como nadie contestó, decidieron averiguarlo ellos mismos, y durante meses varios habitantes de Arivaca se apostaron en cada control por turnos, silla y sombrilla a la mano. “No sabíamos realmente qué hacer, así que apuntábamos todo lo que veíamos”, explica la mujer.
Al concluir el experimento y pasar los datos a unos académicos, quedó claro que existía discriminación racial a la hora de controlar a la gente. Lo denunciaron, pero nada cambió.
Y ahí siguen, día y noche, cinco agentes, en esa esquina de Arizona pegada a México, que parece salida de un western. Y ahí sigue el grupo de Jacobson vigilando a los vigilantes para evitar que la militarización aumente y poniendo agua en el desierto para evitar más muertes de migrantes aunque, en algunos de esos lugares la patrulla fronteriza ha empezado a hacer redadas.
“Todo por nuestra seguridad”, ironiza la activista. “Eso nos dicen, que no es por la inmigración, ni por el narcotráfico, sino para proteger a América del terrorismo”.
Salvo cuando llueve, que el control cierra.
Prejuicios que dan fuerza
Si una mujer tiene miedo de cruzar la calle porque teme que un coche la atropelle intencionalmente o la arrastre al querer quitarle el pañuelo que lleva en la cabeza, algo preocupante está pasando.
Antes, el hiyab de Daisy Maldonado provocaba curiosidad. “Ahora es odio. Lo puedo sentir”. Las razones las tiene muy claras: ser chicana y musulmana.
Maldonado sabe que la vida en la frontera nunca fue fácil pero ahora vive los momentos más duros. La policía la sigue; los extraños la gritan que se vaya a su país sin saber que está en el suyo.
“Y todo por la idea de que como migrante y como musulmana soy una amenaza”, lamenta. Una idea que la administración Trump alimenta.
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Desmontar este prejuicio es una carrera contra reloj por la que lucha cada día desde Las Cruces, Nuevo México, donde se unió a los actos de la Caravana. No quiere que el racismo se enquiste aún más, ni que aumenten los crímenes de odio. Por eso alza la voz, cuenta públicamente sus miedos para que los aliados se sumen y los enemigos comprendan.
A sus 39 años, irradia fuerza y optimismo, algo imprescindible para sobrevivir si además de chicana y musulmana, eres madre soltera. Otros, por menos, se han cambiado hasta el nombre. Pero Maldonado cree que mostrar su trabajo de apoyo a las mujeres y niñas que han sido abusadas sexualmente, como parte de su labor como musulmana, puede ayudar a demostrar que no es la “amenaza” de la que habla Trump, sino una pieza más en un futuro de tolerancia y convivencia. Y por eso sale a la calle aunque tenga miedo. Y por eso no se calla.
La sheriff amiga
Cuando Sally Hernández, sheriff del condado de Travis (donde está Austin, la capital de Texas) se plantó ante las autoridades de Migración —ICE, por sus siglas en inglés— y dijo que no tendría en su cárceles a indocumentados por el sólo hecho de serlo, o para entregarlos a una deportación segura, pensó que sus palabras generarían una tormenta política. Se equivocó. “Fue un tsunami”, dice.
Con 34 años de experiencia, está convencida de que cuanto más unida esté una comunidad, más segura será y que es necesario que los migrantes se atrevan a denunciar crímenes porque si no, serán los delincuentes los que estén en la calle. “Queremos que la gente corra hacia la policía en lugar de que huya de la policía”.
La sheriff asegura que siempre ha cumplido la ley y que siempre la cumplirá. Pero eso no significa que no busque los resquicios legales para no cooperar con solicitudes que no son obligatorias. Por eso se negó a retener a personas en sus cárceles sin orden judicial para que el ICE luego las deportara.
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La venganza fue tremenda. El ICE inició una serie de redadas indiscriminadas en Austin en febrero, una ciudad santuario de inmigrantes, que sembraron el pánico y que nadie pudo detener.
Después llegó la reducción de fondos, nuevas amenazas y la aprobación de la ley SB-4 en abril que penaliza, incluso con cárcel, a los funcionarios que protejan a indocumentados. Hernández sabe que a partir del 1 de septiembre, cuando entre en vigor esa norma, tendrá que acatarla pero diversas autoridades trabajan para detener su aplicación en los tribunales, como ha pasado con otras decisiones en la “era Trump”.
“Llegan tiempos duros”, comenta Hernández en un debate con los integrantes de la Caravana en Austin, Texas. A su lado el reverendo Jim Rigby agrega: “Los sheriffs tienen restricciones que nosotros no tenemos”. Su tono, contundente. “Lo que hizo Hitler fue legal, porque él hizo la ley. No creo que ninguna persona de fe tenga que obedecer una ley hecha por criminales”. Aplausos.
Ante un público formado por quienes están movilizándose en las calles contra las deportaciones y las políticas de Trump, Hernández solo tiene una frase: “No desistan”.
Indígenas contra Trump
Para Zhooniya Ogitchida, un indígena de Minnesota, veterano de la guerra de Irak e integrante de una de las 200 tribus de Dakota del Norte que se opusieron a un oleoducto en la zona conocida como Standing Rock, era importante unirse al viaje fronterizo y mostrar su apoyo a Verlon José, vicepresidente de los ‘hombres del desierto’, la nación Tohono O’odham. Era el símbolo de que los pueblos originarios estadounidenses estaban unidos ante el republicano.
Los tohono son 34.000 personas dividas por el límite que separa México y EEUU. “No existe la palabra muro en nuestra lengua”, explica Verlon José al recibir a la Caravana. Él asegura que ha invitado a Donald Trump a que camine a su lado para ver la frontera y explicarle por qué “su” muro “no va a funcionar”.
El territorio de los tohonos es un desierto rocoso salpicado de remolques reconvertidos en viviendas. La pobreza, los cactus y el sagrado pico Baboquivari se ven desde casi todas partes.
Verlon José recuerda cómo han luchado contra las divisiones durante 160 años, cómo su relación con la guardia fronteriza ha pasado por todo tipo de fases y cómo Washington entró en pánico tras la destrucción de las Torres Gemelas y quiso sellar la frontera. También recuerda lo único que no cambió en todos esos momentos: nunca se pudo parar la inmigración.
Los tohono han solicitado encuentros con autoridades de EEUU y de México porque temen las consecuencias del muro en su gente y en la biodiversidad que les rodea. También recuerdan que defenderán sus tierras con la vida si hace falta. Saben que sus voces resuenan aunque parezca lo contrario. También saben que hay cosas que no cambian. “Los migrantes seguirán viniendo y nosotros les daremos agua”
Limpiadoras en armas
Dora Díaz no está acostumbrada a hablar con políticos, su trabajo es limpiar edificios en el turno de noche en Los Ángeles. Está cansada. La Caravana es agotadora: dormir muchos días en el suelo, no ver a sus hijos. Ese día, en Corpus Christi (Texas), la tocó sentarse y escuchar discretamente a un republicano. Era finales de abril, la víspera de que el congreso de Texas aprobara la ley antiinmigrante SB-4 que prohíbe toda ayuda a los indocumentados y penaliza a los funcionarios que les protegen. Activistas intentaban detenerla.
El encuentro estaba por terminar cuando la salvadoreña levantó la mano. “Tengo algo que decirle”. Las miradas se volvieron hacia ella. “Viajé a este país porque al padre de mis hijos lo mataron. Aquí fue bien difícil dejar a mis hijos por la noche para irme a trabajar, sacarlos adelante, y se encuentra uno en el trabajo, donde yo he sido violada, abusada, acosada”.
El republicano traga saliva. Díaz continúa, consciente de que puede ser el momento más importante de toda su participación en la Caravana; las lágrimas cubren su rostro pero mantiene firme la voz. “Por miedo nunca pude decir nada, por temor a que llamaran a Migración”.
El político la ofrece interceder en su caso. La mujer lo rechaza. “Yo ya tuve apoyo; son otras mujeres las que ahora tienen miedo a denunciar”. En Houston, desde que empezó a tramitarse la SB-4 -poco después de la llegada de Trump a la Casa Blanca-, disminuyeron las denuncias de este tipo más de un 40 por ciento. “Quiero que vote contra esa ley”, le pide.
No consiguió su objetivo. Pero Díaz no desiste. Otras veces ha ganado, como cuando en otoño de 2016 ella y otras compañeras se pusieron en huelga de hambre y lograron que California aprobara una ley para evitar abusos sexuales a trabajadoras migrantes como ellas. Ahora, limpiar en el turno de noche en California es un poco más seguro. Quizás mañana, sea más fácil ser migrante.
Los abogados, la diferencia
La ‘Güera Peleonera’ parece una apuesta segura. Es agresiva, según el anuncio de la radio, y si no gana tu caso no pagas nada. “Recuerde –entona la voz metálica de la abogada Nicole-: en este país , TODOS tenemos derechos, no importa su estatus migratorio”. Luego una cumbia y otro anuncio de abogados, las personas que hoy en Estados Unidos pueden marcar la diferencia entre una vida normal o la detención y deportación.
“La situación está gravísima, peor de lo que muchos se pueden imaginar”, dice Carlos Spector, otro de los muchos abogados que se está dejando la piel en Texas y que recibe a la Caravana en El Paso. “Estoy viendo la creación de un estado policiaco”. Y da cifras. Las deportaciones no han crecido pero las detenciones de migrantes han aumentado un 40 por ciento con este gobierno y el 60 por ciento de los presos federales son inmigrantes que entraron ilegalmente dos veces.
“Necesitan prisioneros”, asegura. Y más centros de detención. Todo un negocio. La empresa de prisiones privadas CoreCivic Co. subió un 43 por ciento en bolsa al día siguiente de la victoria de Trump.
Poco importa que estos centros de detención se hayan convertido en agujeros negros.
Spector estuvo luchando cien días para sacar al joven periodista Martín Méndez de uno de ellos. Méndez salió en febrero de México huyendo de las amenazas de muerte que recibió en Guerrero y pidió asilo en El Paso. Las autoridades le negaron la libertad condicional.
En abril la Caravana se manifestó donde estaba encerrado exigiendo su libertad. No funcionó. En mayo Méndez no pudo más y después de casi 4 meses, regresó al “infierno” del que huyó, según sus palabras. Martín ha vuelto al país en el que han matado a siete compañeros reporteros en lo que va de 2017.
Poder negro, poder latino
Nadie mejor que la comunidad negra sabe que las luchas por los derechos básicos son duras y largas. Nadie como ellos para sufrir el racismo. Durante años, negros y latinos se han enfrentado por las migajas del sueño americano ante el desprecio de los blancos. Ahora, grupos de afroamericanos se han unido a esa otra minoría que ahora es más vulnerable que ellos, la de los migrantes, la de los indocumentados: representantes de los dos colectivos recorrieron juntos más de 8.000 kilómetros, compartiendo hamburguesas y arroz con frijoles.
Kawana Anderson, una oficial de seguridad de Los Ángeles, y su hijo John Givan, de 14 años, son estadounidenses pero comprenden el dolor de una deportación; la separación de los tuyos. A ella le quitaron temporalmente a sus hijos por una falsa denuncia. Sudó sangre hasta recuperarlos. Hoy aspira a que John sea un líder social. Por eso se embarcó con él en un viaje fronterizo contra el miedo que, según dice, les cambió la vida.
El muro de Trump también es una amenaza para especies en peligro de extinción. Leer más aquí.
“Yo sé lo que es vivir en el miedo”, afirma el joven John en una de las paradas de esa caravana, miedo a las pandillas en las zonas más complicadas de Los Ángeles. “Todos los días camino con miedo, juego al baloncesto con miedo, voy a la escuela con miedo”. También tiene miedo de que Migración se lleve a su mejor amigo.
Por eso John y su familia creen que ha llegado el momento de involucrarse en el apoyo de los migrantes, para vencer el racismo.
Por eso tiene más valor que nunca que diversos colectivos intenten hacer renacer el movimiento que lideró Martin Luther King a finales de los años 60, la Campaña de los Pobres, para recuperar los derechos civiles de quien menos tiene, sean del sector o grupo social que sean; para hacer grande a América de nuevo, pero no al modo de Donald Trump.
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