Cuando Saddam Hussein invadió Kuwait el 2 de agosto de 1990 inició un conflicto político que provocó una devastadora catástrofe medioambiental. Juró que si lo “expulsaban de Kuwait por la fuerza, entonces Kuwait ardería”, y resulta que no estaba bromeando.
Mantuvo su palabra y prendió fuego a todo. Durante la evacuación, las tropas iraquíes incendiaron casi 700 pozos petroleros en Kuwait. Los incendios comenzaron en enero de 1991 y el último se extinguió diez meses después. En total, se estima que se consumieron seis millones de barriles de petróleo al día.
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Debido al número de pozos en llamas, era imposible para un equipo de bomberos extinguirlos a tiempo para evitar una catástrofe global, de modo que el gobierno de Kuwait pidió ayuda internacional. Unos 50 países respondieron a su llamada, entre ellos el Reino Unido, en cuyo equipo estaba yo.
Llegamos el 28 de febrero de 1991 y todavía recuerdo la escena apocalíptica con la que me encontré cuando aterrizamos. El cielo estaba tan negro que parecía que el día se había convertido en noche, y mientras volábamos bajo las nubes, lo único visible eran 700 pozos en llamas, todos ardiendo al mismo tiempo.
Nos enviaron a trabajar a los campos petroleros del norte y el viaje de 50 kilómetros en coche desde el aeropuerto fue algo que jamás olvidaré. Al pasar por la Ciudad de Kuwait, las imágenes de la devastación y la masacre humana eran horripilantes. Había restos de vehículos y cuerpos abandonados por todos lados, los cuerpos colgaban de los vehículos y estaban tirados por las calles. Las cifras oficiales calculan diez mil muertos, pero las cifras extraoficiales hablan de cien mil.
El campamento en el que nos quedamos estaba entre los pozos en llamas, así que pasé varias noches sin dormir por el rugir de los incendios y porque el fuego iluminaba el cielo. La temperatura en el desierto bajaba a menos de cero grados por la noche. Por si eso no fuera suficiente, el campamento estaba rodeado de campos minados: millones de minas instaladas para dificultar el trabajo de los bomberos. Los tanques vacíos y las municiones tapizaban el desierto como botellas de cerveza después de un fin de semana de rave. Cuando tenía que conducir nunca me salía del camino, aunque muchos lo hacían. Y muchos murieron por ello.
Hacia noviembre ya se habían apagado todos los incendios, y todos los equipos de bomberos regresaron a sus casas, enriquecidos de múltiples formas por la experiencia.
Estas fotos son de mi primera semana en el lugar. Por desgracia, el servicio secreto estadounidense confiscó mis primeros cinco carretes cuando se los entregué para que me los revelaran. No estoy seguro, pero mis instintos me dicen que eso tuvo que ver con las atrocidades y violaciones a los derechos humanos que habían quedado retratadas en esos carretes.