Traemos adelantos de los libros que te van a ensartar las mesas de novedades.
Traemos un fragmento de Sentido común, simulación y paranoia de Fernando Lobo, libro publicado por la editorial oaxaqueña Sur+ que presenta una serie de ensayos que, entre cuba y cuba, cuestiona, critica y hasta defiende ciertos temas de todo el cagadero que vivimos actualmente.
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Por cierto, el día de mañana, jueves 16 de mayo, se llevará a cabo la presentación del libro entre pulques y chelas. Checa la invitación después de leer este fragmento.
XI. PARANOIA 1984
¿Quién enuncia la realidad? ¿Quién escribe las reglas del juego? ¿Alguien se lo pregunta todavía?
Al final, lo que encabrona de nuestro sentido común, no es la cadena de actos de simulación que lo conforman, sino el desgaste y el fastidio provocado por nuestros simulacros: el progresivo debilitamiento de nuestra voluntad ante la Historia.
El único problema verdadero de una sociedad simulada, es que eso no puede durar.
Prudencia, corrección política, buen gusto, sociabilidad: somos el cuarteto de cuerdas que sigue tocando una sonata exquisita mientras el Titanic se hunde. En nuestros buenos modales y nuestras prácticas sustentables se cocinan nuestras catástrofes, nuestros autoritarismos y nuestros odios.
Esto opera en los límites de mi paranoia, igual que las máquinas llamando a mi teléfono para anunciar productos (o, peor aún, las máquinas que responden mis llamadas cuando pretendo resolver un problema).
“¿Y si el pasado y el mundo exterior fueran una construcción de la mente y, por ser la mente controlable, puede, también, controlarse el pasado y lo que consideramos la realidad?”. G. Orwell, 1984.
Vas al aeropuerto, te quitas el cinturón y los zapatos para atravesar un detector de metales mientras el empleado de una compañía de seguridad privada mete sus manos en tu ropa interior, vigilado a su vez por un policía federal encapuchado y con metralleta al hombro. Puedes detenerte en lo extraño de la situación. Otro instante absurdo. Sólo un instante porque tienes que abordar ese avión y, muy a tu pesar, sonríes y de pronto descubres que el resto de los pasajeros en la fila también muestran esa sutilísima y fugaz sonrisa de aceptación. Es por nuestra seguridad. Es una cuestión de sentido común. Todos vimos la transmisión en tiempo real de la segunda torre colapsándose aquel septiembre de 2001. Ese espectáculo sí que fue convincente. Somos gente sensata que vuelve a ponerse sus zapatos.
Así de sutil.
Mi paranoia es pura y simple: sólo progresa en la medida que progresa la paranoia del Estado.
¿Alguien recuerda a Max Headroom? ¿Acaso lo aluciné?
Max es un diseño de computadora creado en 1984 para presentar videoclips que a su vez promocionaran discos en los primeros tiempos de mtv. Rubio, con gafas oscuras, corbata negra y un gran maxilar anglosajón, el monigote digital mostraba los torpes primeros pasos de la realidad virtual y se hacía el simpático por canales de cable. Para promover a Max, ABC produjo un largometraje: 20 minutos en el futuro, una saga de pesimismo corporativo. Ese mismo año, Max saltó a la publicidad promocionando New Coke, una mala idea que combinaba el sabor de Diet coke con la glucosa natural. La campaña fue un fracaso que, por cierto, capitalizó muy bien Pepsi. El brebaje, lo recuerdo, sabía a rayos. New Coke desapareció del mercado, pero el bonachón Max saltó ileso a su propia serie, Max Headroom, basada en el filme: gigantes corporativos que lo controlan todo, redes cibernéticas, publicidad subliminal, clases sociales ferozmente delineadas, miseria urbana, analfabetismo masivo, represión sistemática, elecciones regidas por niveles de audiencia, cadenas de televisión patrocinando candidatos, pantallas en todos los rincones de la urbe salvaje. La ratingcracia, 20 minutos en el futuro. Hay unos comerciales cuyos mensajes ocultos te impiden cambiar de canal y, si permaneces quieto por demasiado tiempo, tu cabeza explota. La serie duró al aire una temporada de 14 capítulos y nunca se retransmitió. Los ejecutivos argumentaron pérdidas económicas.
Pero eso es televisión. Nosotros, los sensatos, buscamos nuestra seguridad, resolvemos nuestros problemas, reparamos las averías y seguimos adelante en este monumental proyecto que llamamos civilización. Caminamos ordenados y amables hacia la máquina de picar carne. Nuestras prevenciones, nuestras manifestaciones y nuestra indignación, resultan útiles para evadir una certeza catastrófica: el desastre ya ocurrió. Sólo queda esta rara sensación de inercia.
Estamos en el futuro. ¿Puede habernos pasado algo más extraño que eso? ¿Acaso no deberíamos ir preparándonos para lo inconcebible?
Sin embargo, nadie le ha avisado a mi tío Mauricio. Por mi parte, prefiero guardar silencio y beber apaciblemente mi cuba libre.
Mi tío sueña con un mundo ideal en donde sus camisas nunca se arruguen. En unas horas, él escuchará su despertador al unísono con millones de despertadores en el hemisferio, sentirá la primera punzada de una resaca marca Bacardí, desayunará comprimidos multivitamínicos, alimentos bajos en calorías y una cápsula de seudoefedrina, abordará su auto exactamente al mismo tiempo que millones de conductores y permanecerá inmovilizado durante dos horas en una larga avenida elevada, acumulando estrés y bióxido de carbono. Se entiende. Hay que esforzarse, adaptarse, sobrevivir, buscar el éxito. Y si no piensas así es porque eres un mediocre, un desadaptado, un pusilánime. Eso, según mi tío Mauricio, es una cuestión de sentido común.
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