Ser travesti en La Habana

La noche en La Habana es tranquila y silenciosa. Calles vacías y oscuras que esconden secretos inconfesables de sus habitantes se abren ante aquellos que quieren encontrar lo que buscan.

Y en La Habana puedes conseguir lo que quieras. No existe el “NO”, porque es la derrota, la improvisación permite que nada sea imposible en una ciudad babilónica, decadente y maravillosa. En la zona de La Rampa, cerca del malecón, después de las ocho de la noche, turistas insolados se mezclan con habaneros y las “jineteras” [prostitutas] tratan de entablar conversación, vigiladas a lo lejos por dos patrullas de la policía. Camino delante del Hotel Habana Libre (antes Hilton) y una figura femenina, morena, con un vestido amarillo chillón escandaloso se me acerca con la excusa de pedir la hora aunque su intención es otra. Yo deseo conversar, nada más, y me advierte: “No me entretengas mucho, porque la policía me va a pedir los papeles y me meten presa”. No es hasta ese momento que me doy cuenta que su voz y sus movimientos no pertenecen a una mujer. Entonces se aleja por un callejón

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Al rato, la veo apostada en otra esquina junto a dos más, que a lo lejos me parecen atractivas y sexys mujeres. Una de ellas es una rubia con un vestido rojo precioso muy entallado y tiene unas piernas de vértigo. Me acerco y me presento: maquillados todos a la perfección, con olor a perfumes baratos, los travestis habaneros tienen la tragedia en sus ojos.

La del vestido amarillo de antes es Malú, que me recibe simpática y las demás un poco recelosas porque saben que conmigo no hay negocio. Pero tienen ganas de hablar. Malú es una morena despampanante que tiene 23 años. Su osadía de vestirse de mujer ya le costó ir presa en medio de una redada policial para sacar de las calles a los travestis. Malú afirma que “ser travesti en este país tiene un componente de peligrosidad enorme, y no me importa, yo no voy a desistir de mi condición, para nosotros los cubanos nada es fácil pero tampoco tan difícil”.

A él (o ella) y a varias de sus amigas les levantaron una “acta de advertencia” y podrían ser procesadas hasta cuatro años por el delito de “peligrosidad”. Todas se prostituyen, aseguran que obligadas por la situación de no obtener un trabajo “normal”, ya que nadie se los da por ser travestis. Comparten negocio con las “jineteras” que dentro de ese mundo paralelo cubano underground tienen un rango social diferente, y también una categoría económica, que si bien es cierto no es una profesión homologada en la isla, es la que más dinero ofrece a quien la practica.

Tras un largo proceso psicológico y agotador, las personas aceptadas por especialistas como transexuales pueden cambiar su identidad legal, pero el sistema de salud pública cubano no incluye operaciones. Sólo una cirugía de este tipo se realizó en la isla, hace más de 15 años. Malú, cuyo verdadero nombre es Joel, sí quiere cambiar su identidad pero no desea “cortarse la pinga“, ya que “uso mi sexo también para darme placer y dárselo a mi marido”. Su marido es un chiquillo simpático que se prostituye en el malecón proporcionando y recibiendo placer con los extranjeros “en su mayoría españoles”, asegura. Con el cabello pintado de verde y verborrea cubanogang, me dice que de vez en cuando “le doy palizas a Malú porque no me da lo que yo quiero”. Generalmente “eso” que pide Jimmy es dinero y sexo. Malú lo defiende y lo excusa de su inmadurez, pero “qué lo voy a hacer, me tiene loca, estoy enamorada de este semental, que a veces me protege”.

Mónica, la del vestido rojo y piernas perfectas posee un extraordinario cutis, que cualquier mujer envidiaría. Tiene 20 años y el nombre que aparece en su documento de identidad es Joyce, al igual que Malú, quiere mantener su sexo entre las piernas. “No es fácil mantener esta doble vida”, me dice, “tenemos miles de cosas en contra para ser nosotras mismas, si no es la policía que nos persigue, multa o chantajea, está la sociedad, que juzgadora nos señala negativamente”. Su familia la apoya al cien por ciento, sin embargo, no es suficiente para mantener el estatus social básico de ser humano en un país con contradicciones cada vez más marcadas.

Gina es otra rubia teñida que me pregunta cómo puede hacer para poner una foto de ella en internet para que un hombre de afuera se interese en ella y la saque de la isla. Balbuceo cualquier cosa, no sé qué responderle. Su nombre real es Lexter y es la única de las que entrevisto que desea cambiar de sexo.

Al día siguiente, antes de que ellas salgan a “hacer la calle”, las visito en su casa. Cambian de domicilio casi cada semana ante la amenaza de multa por parte de la policía a los caseros que se atreven a rentarles viviendas, y suelen tener una economía inestable ya que la marginalidad que las rodea las coloca en una situación vulnerable.

Las tres viven en un pequeñísimo apartamento cochambroso de un viejo edificio del centro. Conozco a Iván, el marido de Mónica, otro chamaco vestido de marca que no para de jugar con su celular (regalo de Mónica) y a Francisco, el maridito de Gina, que la noche anterior le ha dejado una enorme cicatriz en la cara tras una de las tantas palizas que recibe. Gina jura que se cayó por las escaleras pero los gestos de Mónica y Malú con sus ojos torneados hacia atrás demuestran lo hartas que están del maltrato de Francisco con la inestable y frágil Gina. Por lo general los maridos de los travestis son sus chulos y se identifican como heterosexuales pese a que mantienen relaciones homosexuales. Las “niñas” se acicalan perfectas para salir a la calle y me quedo maravillado con la pulcritud de sus vestidos y pieles, que contrasta con el oscuro y sucio ambiente que las rodea.

Se pierden en la noche oscura que las ampara. Los tres son cubanos orgullosos, que sólo desean tener una identidad conforme con su sintonía sexual. El futuro lo dirá.