Entre cuerpos de jóvenes con músculos magros, risas y gritos motivacionales, las Barras de Praderas —o ‘El Valle del Mamado’, como también le llaman—, un hombre de 36 años, con una sonrisa eterna y sin una pierna, se ha convertido en un líder espiritual. Aquí no hay púlpitos ni biblias, pero tampoco hacen falta para que se realice la transmutación y el milagro.
“¡Eres el perrote mayor!”, grita Paul Villafuerte, la cabeza y el corazón de este gimnasio de barrio, mientras anima a un joven moreno y tatuado en sus veintes que trepa con destreza por una estructura metálica. Aquí, en el número 1 de la Calle Miguel Allende de Praderas de San Mateo, en el Estado de México, todos son bienvenidos, mientras las drogas se queden afuera.
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Justo en la entrada del gimnasio hay un grafitti en el suelo que reza: «prohibidas las drogas». Las únicas sustancias que corren a raudales son la dopamina y la serotonina, generadas naturalmente por las jornadas de ejercicio brutal a las que se someten con gusto estos cuerpos correosos.
Pero no siempre ha sido así. Muchas de estas historias tienen un pasado de uso de drogas, abuso, violencia intrafamiliar. Y es aquí donde Paul hace lo suyo: motiva a los jóvenes a cambiar sus vidas y darles un giro positivo sin cobrarles un solo centavo. «Me llegan historias bien culeras. Y no las cuento por respeto a ellos. Pero así pasa, la vida es cabrona. A lo mejor allá afuera el barrio y la vida siguen siendo ojetes, pero quiero que mientras estén aquí sientan que las cosas pueden ser distintas».
Paul se sabe de un barrio pesado y no teme a hablar fuerte cuando es necesario. «Una vez quisieron venir a vender acá sus chingaderas y les tuve que decir “órale, a la chingada; aquí no vengan con sus mamadas, aquí se viene a entrenar”», refiere Paul cuando le pregunto si es difícil mantener a raya a los dealers en una colonia de la periferia del Estado de México, famosa por sus índices delictivos.
Es precisamente el vivir en un barrio peligroso lo que llevó a Paul a hoy ostentar una prótesis metálica en donde debería estar su pierna izquierda. La misma colonia que es su orgullo también fue la causante de su discapacidad.
Un filósofo mamado del barrio y para el barrio
«Yo no me voy a hacer el que no: de los 15 a los 20 sí le entré mucho al desmadre», confiesa. «Ya después de los 22 ya comenzó una vida llena de tragedias. Justo por andar en el desmadre me plomearon, perdí una pierna y ya de ahí mi vida cambió mucho».
A pesar del bullying del que era objeto cuando niño —cuando aún no se usaba esa palabra— Paul refiere haber tenido una infancia feliz. Con sus momentos tristes, pero feliz al fin y al cabo. «Era muy bulleado, me tiraban mucha carrilla porque era muy gordito. En mi casa mi papá nos pegaba mucho. Pero con todo y eso yo le encontraba el lado bonito: un niño juega y se divierte».
Las cosas cambiaron cuando llegó la adolescencia. «Como te decía, mi papá era ojete con nosotros. Le pedía permiso para ir a un cumpleaños y con los amiguitos y siempre decía que no. Entonces cuando se separó de mi mamá yo ya me sentí libre, algo que nunca había podido tener. Y cuando llegué a los 15 años empecé a andar en el desmadre, empecé a echar cotorreo. Y como para eso se necesita dinero, pues dejé la escuela. Me gustó más el dinero que el estudio».
Aunque únicamente cursó hasta el segundo semestre de preparatoria para poder financiar las salidas con sus amigos, sí hubo una asignatura que lo marcó y a la fecha le sigue gustando: filosofía. «Tuve un maestro que era filósofo y era una eminencia. Él me enseñó a cuestionarme, a argumentar. Recuerdo mucho cuando nos leyó los primeros textos de Sócrates y yo me quedé deslumbrado».
Paul es mucho más que un cuerpo musculoso, también le gustó ejercitar la mente, hasta que llegó la edad en que prefirió los vicios y la diversión. «Yo odiaba las matemáticas y el inglés, aunque las demás materias las pasaba con 10. Cuando empecé a leer más sobre Sócrates me di cuenta de que así como hay miles de preguntas, también hay miles de respuestas. Me di cuenta de que los filósofos pueden involucrarse con todas las áreas de la vida: pueden dialogar con matemáticos, historiadores, hasta químicos. Si hubiera seguido estudiando, me habría gustado ser filósofo».
Una lluvia de balas, un mal lugar y un mal momento que lo cambiaron todo
Desde el día que pudo sacar su licencia de conducir, Paul se puso detrás del volante de un microbús. Y aunque la filosofía le gustaba, prefirió el dinero. «El primer día que manejé un micro me gané mil pesos y dije: “no, de aquí soy, para qué sigo estudiando”, y pues me jaló el desmadre. Así estuve hasta los 23 años, que fue cuando me metieron los plomazos».
Cinco impactos con arma larga, las llamadas ‘cuerno de chivo’, fueron suficientes para cambiar radicalmente su vida. Se impactaron en su pierna, en el brazo y le dejaron un canal en el cráneo, entre la frente y la coronilla. Según narra, solo estaba tomando cervezas con unos amigos afuera de su casa y todo fue una confusión. «No, yo no andaba en desmadres más fuertes. Si ya con lo del micro ganaba bien. Pero seguro nos confundieron con otros y así llegaron “pum pum” y nos balearon. Mataron a uno de mis primos y yo seguí vivo, pero mi sufrimiento apenas comenzaba».
Después de pasar una semana en coma, con una intervención quirúrgica infructuosa y una amputación que le comunicaron de la manera más fría, Paul ya no pudo volver a trabajar en el microbús. «Fue bien cabrón, me deprimí mucho y me aventaron a una silla de ruedas. Agarré el vicio de la mota y el perico, de los chochos. Me aventaba llorando desde que despertaba hasta que me dormía. Cosas que nunca me había preguntado ahora eran una incógnita: ¿Cómo iba a orinar? ¿Cómo iba a ir al baño? Fueron años así, de depresión culera».
Capacitismo, discriminación y odio: realidades en el barrio y en el mundo
Después de perder la pierna, Paul no solo no pudo trabajar en el microbús; no encontraba trabajo en prácticamente nada por su discapacidad. El bullying que recibió de niño por su complexión ahora regresaba multiplicado por el hecho de no tener una pierna. «Llegaba la gente a decirme “pues métete a estudiar, lee un libro, un poema”. ¡No mames! Lo que yo necesitaba era dinero para vivir. La vida es culera y en el barrio es todavía más culera. Si viviera en otras condiciones, en una zona residencial, todavía. Pero estamos en el barrio, aquí si no te la sabes, te mueres».
Ni siquiera su familia pudo arrancarlo de esa depresión. Peleaban constantemente y en varias ocasiones su padre le dijo que mejor ya se muriera de una buena vez. «Si no me suicidé es porque me faltaron huevos, pero sí tuve como diez intentos de suicidio», cuenta. Incluso cuando tuvo la fuerza para salir de la depresión y trazar su ruta, siguió siendo discriminado.
Cuando comenzó a hacerse viral, el hate también se multiplicó. «Así como hay gente que viene y se toma que la selfie y que te felicita, en las redes hay mucha discriminación. Me dicen “pinche cojo” o “pinches chilangos muertos de hambre, hablan bien culero”. De la misma forma que aquí se dan balazos los de una colonia contra otra, en el mundo todo el mundo se discrimina entre sí por cualquier diferencia. Pero te acostumbras a vivir con eso. Somos unos primates».
En este lugar todes son bienvenides, no se discrimina por ningún motivo. Cuando le pregunto si pueden acudir mujeres o personas LGBT+, responde afirmativamente. «Si no me gusta que me discriminen, ¿cómo voy a discriminar yo? Aquí vino a entrenar una chava trans que se hizo famosa porque unos youtubers pendejos la discriminaron. ¡Que venga cualquiera, mientras vengan a entrenar, con todo gusto los recibimos!».
Levantar un refugio ante la violencia y las drogas en un terreno baldío
Paul Villafuerte recuerda que lo que ni los tanatólogos ni los antidepresivos lograron, lo consiguió el fijarse una meta y hacer ejercicio. Ese fue el asidero que lo motivó a salir adelante. Un día vio un terreno baldío por donde pasaba un desagüe a unos metros de su casa y tuvo la visión de construir ahí un gimnasio. «Al principio me veían con mis muletas y mi pala ahí rascando y decían: “ese ya se volvió loco”. Pero cuando vieron que la cosa iba en serio, algunos me echaron la mano».
En sus primeros tiempos, en ese terreno descampado, la única evidencia de que ahí habría un gimnasio eran unas barras paralelas hechas de tubos de desperdicio. Pero cuando el proyecto fue tomando forma, recibieron donativos en especie por parte del municipio; incluso el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, lo mencionó en una de sus conferencias matutinas.
Hoy las Barras Praderas son un refugio para los jóvenes de la zona que buscan escapar de una realidad que les es hostil. «Cuando empecé a hablar con los chavos, me di cuenta de que yo no era el único que estaba en malas condiciones. Es la sociedad la que está podrida. Ellos venían golpeados de sus propias casas o con adicciones y yo les decía: “mírame a mí, el deporte es la salida”». Aunque pone su granito de arena, está consciente que se necesita mucho más que un gimnasio para que las cosas cambien de raíz en las zonas azotadas por la pobreza y la marginación.
«El desmadre siempre jala más que la disciplina, yo aquí los puedo entretener por una o dos horas, pero no sé si en sus casas los discriminan o los maltratan sus papás. Hay mucha gente que critica y dice “¿Tú qué vas a ayudar con eso?” pero esos que critican no viven la realidad del barrio. A estos chavos los corren de sus casas, ven cómo su papá le pega su mamá o ven a su ‘jefe’ drogarse y de ahí aprenden. Los que critican no saben cómo se vive acá. Por eso yo procuro darles otro camino a estos chavos, una distracción, algo para que ellos puedan salir de ese ambiente, aunque sea un rato», reflexiona.
Un motivador que vive en la indefensión
Con frases como «échale ganas, piensa en tu ex», «ira [sic], aquí estuvieras» o «uh, lalá, chulada, pura fábrica de muñecos», Paul Villafuerte ofrece a los jóvenes que acuden a entrenar a las Barras Praderas las palabras de aliento que a él le hubiera gustado recibir en sus primeros años o en sus momentos más oscuros. Sus frases se han vuelto icónicas y la más famosa «¡es sin miedo al éxito, papi!» se ha convertido en un clásico instantáneo del argot del Internet.
A pesar de que Paul vive para motivar a los demás, eso no paga las cuentas ni la comida. Sí, hizo una campaña con Netflix y lo han llevado a televisoras para dar entrevistas, pero sigue viviendo en la precariedad. «Pegó ahorita la fama, pero sé que es efímero. Yo no tengo chamba, no tengo casa, no tengo nada. A lo mejor una mención aquí o allá y con eso voy saliendo, pero que me den una chamba fija bien, hasta crees. Yo qué más quisiera que me dieran trabajo, de albañil, de lavar coches, de lo que sea. Pero en el barrio, en el país y en el mundo, a pesar de los discursos, las personas con discapacidad no tenemos las mismas oportunidades».
Mientras charlo con él, varias personas se acercan, piden la selfie para el recuerdo. Él nunca niega una foto ni una dedicatoria en video, mucho menos cobra por ellas —como sí hacen muchos influencers—. Aquí, en San Mateo, Naucalpan, Paul Villafuerte es y seguirá siendo ‘El Perrote Mayor’, el que sin una pierna, pero con mucho corazón y muchos huevos, sigue brindando un espacio gratuito para que los jóvenes de la periferia puedan tener un mejor futuro, más promisorio y luminoso.
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