Empecé a ser prostituta con 18 años. Llevaba en curros de mierda desde los 15 porque nací en una familia muy humilde y tenía que ayudar en casa. Cuando cumplí la mayoría de edad estaba trabajando en un centro comercial de Pozuelo, en una tienda de cremas. Mi familia no podía permitirse que fuera a la universidad, no podían seguir manteniéndome y yo no podía compaginar mi trabajo durante 40 horas, que era las que necesitaba para ser independiente, con mis estudios, que era lo que realmente me apetecía hacer.
Aquello me tocaba muchísimo el coño. Me frustraba. Y cuando cumplí la mayoría de edad me planté. Llevaba ya tres años trabajando y supe que tenía que dar un cambio. Que no quería que mi vida se planteara de esa manera, que se resumiera en currar y currar para conseguir sueldos de mierda por no haber podido acceder a una educación superior.
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El único camino laboral que veía posible sin sacarme una carrera era ponerme a trabajar como prostituta. Llevaba dándole vueltas desde los 17 años y no paraba de recibir señales. Empecé a conocer a algunas chicas que lo habían sido, a relacionarme con gente que me podía hablar de ello… y, de repente, una compañera del centro comercial llegó con un flyer de un sitio de putas que había en Aravaca. Se lo habían puesto en el coche y decía que buscaban chicas. Llamamos todas juntas por la coña. Para el resto se quedó ahí, pero yo me quedé con toda la información.
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Pasé cuatro o cinco noches sin dormir dándole vueltas, y al final llamé y concerté una cita para conocer el sitio. Les avisé de que era muy joven y de que ni siquiera había chupado nunca una polla. Me dijeron que no pasaba nada. Recuerdo estar preparándome ese día en casa pensando en cómo tenía que ir vestida para una entrevista de ese tipo de trabajo.
Cuando ya estaba en la calle tuve que volver a casa para mirarme en un espejo grande que había en mi cuarto. Quería hacerlo para verme por última vez sin darme asco. Volví, me miré y pensé “despídete de esta persona porque cuando vuelvas ya no serás la misma. Cuando vuelvas te darás asco para siempre”.
Me había criado pensando que ser puta era algo horrible, así que pensaba que estaba tomando una decisión horrible. Y, sinceramente, si tuviera que decir si estoy traumatizada en algún aspecto por haber ejercido la prostitución es por eso, por cómo me he criado: odiando a las putas, teniendo tantos prejuicios, sintiendo que lo que estaba haciendo era algo asqueroso. He tenido más secuelas psicológicas por eso que por cualquier experiencia que haya vivido con un cliente. En aquel momento era una niña y mirarme en el espejo y sentir que estaba despidiéndome de mí misma fue muy duro.
“Estoy en un país que no me ha ayudado a estudiar, que me ha obligado a ejercer la prostitución y que me ha obligado a vivir en un limbo legal”
El caso es que fui a la entrevista y me recibió una tía muy guay, muy maja. No defiendo el proxenetismo ni muchísimo menos, porque tiene que ver con la trata, que es algo que hay que erradicar completamente. Pero sí que es cierto que si está bien visto un manager en el mundo de los artistas, para mí esa chica, María, era mi manager. No hubiera llegado a tener tantos contactos para acostarme con tantos hombres ni hubiese sabido desenvolverme en ese mundo sin ella. Y sé que he sido una privilegiada en ese sentido y que no todas las chicas corren esa misma suerte.
Por eso, para que todas las chicas que ejercen la prostitución no dependan del azar, creo que lo que hay que hacer es regular. Establecer cuánto se puede llevar un manager, cuánto no, pactar una cobertura sanitaria, un amparo legal, unas condiciones dignas… Estoy en un país que no me ha ayudado a estudiar, que me ha obligado a ejercer la prostitución y que me ha obligado a vivir en un limbo legal.
He trabajado en países con legislaciones muy distintas respecto a las putas. En Italia, donde la prostitución está prohibida, he conocido casos de compañeras a las que las ha violado la propia policía, que luego las ha denunciado. En Suiza, sin embargo, si quieres ejercer la prostitución tienes que registrar tu piso para poder hacerlo y pasar una entrevista con la Policía, que va a visitarte dos veces a la semana para asegurarse de que estés bien.
Cuando empecé a ser puta no lo sabía nadie. Decía que trabajaba para una marca de alcohol. Solo se lo conté a mi grupo de amigas de entonces, pero al final, en el pueblo de la sierra de Madrid en el que vivía, terminó sabiéndolo todo el mundo. Todas se lo contaron a alguien que se lo contó a alguien que se lo contó a alguien. Y aquello supuso un sufrimiento horrible. Tuve que escuchar más de una vez y más de dos “estas son las putas del pueblo”, “ten cuidado no te vayas con las putas”.
Una vez, iba a enrollarme con un chico del pueblo de al lado pero de repente me di cuenta de que me había bloqueado en todas las redes. Le habían “avisado” de quién era yo. Porque para la gente, “eres” prostituta no “trabajas” como prostituta. Tu oficio, la manera en la que ganas dinero, se convierte en parte de tu idiosincrasia, de quién eres.
“Lo que más me asustaba de todo esto no era lo que pudieran hacerme a mí, sino lo que pudiera pasarle a mi madre o a mis hermanos”
Dejé la prostitución porque empecé a tener una pareja y empecé a trabajar en una tienda de ropa de una gran marca —en la cual tenía que aguantar que mi primer encargado me diera palmaditas en el culo cuando hacía algo bien—. Me sentía más humillada por él de lo que me sentí por cualquier cliente cuando era prostituta. Cuando conseguí el trabajo en la tienda, alguien mandó una carta contando a qué me dedicaba antes para informar a mis nuevos jefes. Lloré un montón. Solo podía pensar en que la siguiente se la enviarían a mi madre, a la que no le había contado nada.
Porque lo que más me asustaba de todo esto no era lo que pudieran hacerme a mí, sino lo que pudiera pasarle a mi madre o a mis hermanos. Pensar que se podían meter con ellos por ser “los hermanos de la puta” como se metían conmigo por serlo. Eso era lo que más me dolía.
Cuando mandaron aquella carta y cuando después le contaron a quien entonces era mi pareja que había trabajado como puta supe que sería algo con lo que tendría que cargar para siempre.
Decidí contarlo porque, cuando empecé a ser conocida en redes gracias a Nailz Boo —el centro de belleza que fundé gracias al trabajo y al esfuerzo de los años anteriores—, empezaron también a acosarme. Nunca había dicho que me había dedicado a la prostitución, pero sí que hablaba mucho de los derechos de las trabajadoras sexuales. Recibía muchísimos mensajes del tipo, “Vanessa” —que era mi primer pseudónimo— “tengo unas fotos tuyas muy chulas, ¿se las mando a tu hermano”. o “¿Le has contado a tu novio a lo que te dedicabas?”.
Había empezado a salir con mi novio actual, Darío, y me amenazaban con contárselo. Y entonces me empecé a plantear que tenía que hacerlo yo. No quería que ocurriera lo mismo que con mi anterior pareja, aunque a la vez me parecía que era injusto tener que contar algo que pertenecía a mi pasado.
“Cuando se lo dije a mi madre su reacción fue simplemente decirme ‘¿tú crees que nací ayer?’”
Una noche, en un restaurante, le dije a Darío que tenía algo importante que contarle. Estaba muy nerviosa, tenía mucho miedo. Y, antes de contar lo que era, se lo pinté de manera tan horrible que empezó a ponerse muy nervioso. Cuando le conté que lo que tenía que confesarle era que había sido puta me regañó.
Me dijo que no volviera a darle un susto así, que se había imaginado lo peor, que tenía una enfermedad grave o algo. Y su reacción me ayudó un montón. Me animó a contárselo a mi familia, me dijo que ellos me querían y que iba a sentirme mejor. Estuve dos semanas pensando en si contárselo o no, en cómo hacerlo, hasta que al final fui a casa de mi madre.
Aquello también me daba muchísimo miedo. No quería que se sintiera culpable, que se sintiera fracasada como madre. Me dio todo lo que pudo, se vino España con 18 años, trabajó limpiando bares, en McDonalds, de teleoperadora… no me pudo dar más. Su reacción fue, simplemente, responder “¿Tú crees que nací ayer?”, y me abrazó. Lloré un montón en sus rodillas. Llamó a mi hermano, porque también le dije que había que contárselo a él, y su respuesta también fue la de normalizarlo mucho más de lo que yo misma lo había normalizado.
Mi hermano, que es un chaval de 18, me respondió que no me preocupara, que si alguien le decía en el instituto que era “el hermano de la puta” él le iba a responder que también era el hermano de la fundadora del centro de uñas más importante de nuestro país. En ese momento sentí que tenía la mejor familia del mundo y el mejor novio del mundo. Me sentí muy privilegiada, y no quiero que la gente piense que todas las mujeres que ejercen la prostitución tienen esta suerte, estos privilegios ni esta visión, pero esta es mi historia.
Después de contárselo a mi familia, Darío me animó también a contarlo en redes. “Con todo lo que haces por muchas mujeres, piensa que podrías usar tu experiencia, y lo que has sufrido por esto, para seguir haciéndolo”, me dijo. Le daba igual que lo supiera su hermana, que me sigue en Instagram. Que lo supieran sus padres… Y eso hice.
Sentirme apoyada por los que me querían me dio ánimos para poder apoyar a otras chicas que estuvieran en mi situación. Y aproveché una pregunta a través de Curious Cat que amenazaba con contarle a mi madre que fui puta para contarlo yo misma. En Twitter e Instagram, ante más de 50.000 seguidores. Lo hice por la noche y pensaba que no me iba a dormir, pero caí rendida. Por la mañana tenía 3.000 seguidores más y un montón de mensajes de apoyo.
“Ejercer la prostitución no me hacía feliz porque no era para mí una profesión vocacional, pero tampoco me hacía feliz ni era vocacional doblar camisetas en una tienda”
De ahí surgió la idea de crear MoodBoo, una plataforma para ayudar a gente. A personas trans, a mujeres víctimas de violencia machista, a personas racializadas. Gente que hubiera tenido que sufrir estigmas como los que yo sufrí, y como los que aún soporto. Hace muy poco le pedimos a la amiga de una amiga, que es influencer y feminista, que promocionara un taller del colectivo en redes, para que tuviera más difusión. Todos los beneficios iban a ser donados a la Fundación CAVAS, que ayuda a mujeres que han sido víctimas de agresiones machistas. Pero no quiso darle promoción porque lo organizaba yo. Yo, que había sido puta.
Durante un tiempo, aunque siempre he sido feminista, renegué del movimiento. Sentía que el feminismo me rechazaba, que no me quería. Que me decía que vendiendo mi cuerpo estaba vendiendo el de todas las mujeres. Hasta que empecé a leer sobre la rama del feminismo pro sex, y pensé “vale, estoy en casa, este es mi sitio”.
Ejercer la prostitución no me hacía feliz porque no era para mí una profesión vocacional y no se la recomiendo a nadie si no lo es. Tampoco le recomiendo a nadie cuidar a un anciano y tener que limpiarle el culo si esa no es su vocación.
Para mí era una putada despertarme e ir a un sitio a trabajar en algo que no me gustaba, pero tampoco me gustaba doblar camisetas y por eso también estaba amargada cuando trabajaba en la tienda de ropa. Volvería a ser puta si algún día me fueran las cosas mal.
Si algo me hizo daño, si algo me traumatizó de mis años currando como puta no fueron los clientes, ni los sitios en los que trabajé, ni las condiciones. Fui tremendamente privilegiada en todos esos aspectos, lo reconozco. Otras no corren la misma suerte. Lo que más daño de esto me hizo fueron los estigmas con los que tuve —y tengo— que cargar. Los comentarios de la gente, el sentir que estaba dedicándome a algo que me convertía en una persona horrible, el que no me aceptaran ni las feministas radicales ni los machistas. El saber que tendría que cargar para toda mi vida con una mochila: la de haber sido puta.