Sobreviví a un infarto cerebral gracias a la música

Yago Mahúgo.

Su historia parece sacada de Musicofilia, el anecdotario del neurólogo Oliver Sacks que cuenta, por ejemplo, cómo un tipo no puede dejar de escuchar música de Chopin en su cabeza después de haber sido alcanzado por un rayo. En el caso de Yago Mahúgo, clavecinista y fortepianista madrileño de 38 años, el cortocircuito lo produjo un coágulo en una de las arterias encargadas de regar su cerebelo. Sucedió hace dos años durante una cena que Mahúgo recuerda abundante y proclive a los brindis. A la mañana siguiente se levantó con un dolor de cabeza muy fuerte que derivó en vómitos. “Al principio pensé que me habían hecho mal las gambas”, sostiene Mahúgo.

Cuando llegó a la clínica San Camilo de Madrid no podía mantenerse en pie. Le hicieron varias pruebas, incluida una tomografía (TAC) que sorprendentemente no reveló nada extraño, y decidieron mantenerlo en observación durante toda la noche. Mientras dormía entró en coma por hidrocefalia (un exceso de presión en el cerebro) y gracias a que estaba conectado a una máquina, hoy puede vivir para contarlo. Después de sufrir un infarto cerebeloso, lo trasladaron en estado crítico a la Clínica Moncloa, donde le practicaron una operación de urgencia para liberar el exceso de líquido cerebroespinal. Horas más tarde, fue intervenido de nuevo para practicarle una craneotomía. “Dicho con otras palabras: me tuvieron que partir el cráneo y me quitaron un trozo de hueso occipital para poder albergar la inflamación del cerebro”.

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Los puntos que recorren toda la coronilla del músico hasta la cuarta vértebra y lleva unas gafas especiales para la diplopia (visión doble).

Recuperó el conocimiento en una cama, creyendo haber despertado de una larga siesta. “Tenía la sensación de que habían pasado sólo pocas horas, cuando en realidad llevaba una semana debatiéndome entre la vida y la muerte”. Mahúgo permaneció un mes en el hospital, y el día en que por fin lo dieron de alta, ninguno de los médicos que lo atendieron sabía hasta qué punto su vida volvería a ser como la de antes. No tardó en comprobarlo por sí mismo. “Cuando me regresaron la ropa para vestirme, me puse el pantalón con cierta torpeza, me abotoné la camisa como pude y cuando llegué a los zapatos me quedé bloqueado. No sabía qué hacer con las agujetas”.

Para alguien que se gana la vida con las manos aquello suponía un descenso vertiginoso a los infiernos. “El ictus me había dejado medio cerebelo necrosado, y las secuelas afectaban gravemente a la sincronía fina de las manos, a los movimientos concretos, a la coordinación y a los automatismos. Tras años de estudio y preparación en conservatorios de España y Alemania, me habían formateado el cerebro y no recordaba qué movimiento hacer, qué fuerza aplicar, o cuánto pesa una taza en comparación con una silla”. Abrir un cajón, girar la manija de una puerta o escribir su nombre en un papel entrañaba de pronto la misma dificultad que los pasajes más complicados de las partituras de Bach, Scarlatti o Beethoven.

La tarde en que volvió a sentarse delante del clave no fue capaz de articular una simple escala. “Sentía las manos agarrotadas, lentas, inánimes, desobedientes”. Sí recordaba, en cambio, cómo leer la partitura y mantenía aún frescas las lecciones que impartía en el Conservatorio Teresa Berganza de Madrid. “Así que una mitad de mí se convirtió en profesor de la otra mitad”. Mahúgo empezó de cero, con los ejercicios básicos de piano, las digitaciones para principiantes y el método Hanon que utilizan los niños en su primer contacto con el instrumento. Cuatro meses después, volvió a dar un concierto en la Fundación Carlos de Amberes. “No fue lo que se dice ‘un derroche de virtuosismo’, pero conseguí superar una barrera, mi particular barrera del sonido”.

Mahúgo entró en coma por hidrocefalia. “Me tuvieron que partir el cráneo. Me quitaron un trozo de hueso occipital para poder albergar la inflamación del cerebro”, explica.

Cuenta Mahúgo que la música le ha salvado la vida. No es una frase hecha sino la constatación de un misterio neurológico. Para José María Roda Frade, el neurocirujano que le operó, sólo una vida dedicada a la música —cuya práctica se ha demostrado que estimula las conexiones neuronales— puede explicar su rápida recuperación. Pero Mahúgo no sólo ha vuelto a tocar, sino que ahora lo hace mejor que antes. “Empecé con el clave y el fortepiano a los 20 años, después de haberme curtido como pianista romántico: Prokófiev, Rachmaninov, Tchaikovsky… Es como si un tenista se apunta a un campeonato de ping-pong. Por mucho trofeo que gane, para los demás siempre será un tenista. Y digamos que yo, al tener que reaprenderlo todo desde el clave, he acabado de sacudirme esos pequeños vicios de mi pasado como pianista”.

Mahúgo ha demostrado ser un músico todoterreno, capaz de sobreponerse a los golpes y de adaptarse a las circunstancias más adversas. Una serie de puntos le recorre toda la coronilla hasta la cuarta vértebra y lleva unas gafas especiales para compensar la diplopia (visión doble) que padece desde el accidente. “Cuando leo una partitura, la clave de sol y la de fa se mezclan en un mismo pentagrama, lo que no es precisamente cómodo”. Por eso ahora, dice, mira menos el teclado. “Me he vuelto un poco más intuitivo e imprevisible, y me atrevería a decir que mis interpretaciones han ganado frescura y fluidez”. Su memoria a corto plazo le sigue jugando malas pasadas, pero ya no se molesta cuando sale de la regadera y comprueba que la toalla está mojada. “Me pongo post-its, me mando mails y pongo alarmas. De lo único que no me olvido es que hace dos años volví a nacer, y no pienso dedicar un solo segundo a lamentaciones”.

Si Mahúgo ha recuperado las constantes vitales de su música, ha sido, entre otras cosas, porque es un artista constante y vital. En los últimos meses se ha empapado de artículos de neurología. No cómo el ictus pudo pasar inadvertido al escáner. “Al parecer, algunos infartos cerebrales tardan en manifestarse hasta 48 horas. Están ahí, pero nadie puede verlos”.