Tatuarme la vagina me ayudó a relajarme durante el sexo

Desde los nueve años, he sufrido una afección cutánea que provocaba una obstrucción de las glándulas sudoríparas en la zona de las ingles, con la consiguiente infección e inflamación. Los síntomas se manifestaban en forma de grotescos forúnculos rezumantes de pus por toda la zona. A veces incluso tenía que ir al cirujano porque las pústulas crecían tanto que resultaban muy dolorosas y no me permitían caminar o realizar actividades rutinarias con normalidad. El dermatólogo me vaciaba la parte afectada y me la cosía. Muchas mujeres detestan sus vaginas, pero debido a mi dolencia, yo crecí pensando que la mía era especialmente horrenda. Cuando estaba en octavo curso, había acumulado tantas intervenciones que tenía la zona de la entrepierna repleta de cicatrices.

Además de las cicatrices, tengo los labios vaginales grandes, lo que acentúa todavía más mi convencimiento de que tengo las partes íntimas demasiado grandes y poco estéticas como para resultar atractivas sexualmente, una idea que me acompañó a medida que crecía.

Cuando por fin estuve preparada para el sexo, no estaba segura de cómo reaccionarían los chicos cuando vieran mis cicatrices y el tamaño de mis labios. Una tía mía me recomendó que lo hiciera en un ambiente con “luz tenue”. Mi mejor amiga, Pepper (también virgen), me sugirió que advirtiera a los chicos para que no se llevaran una sorpresa, y otra me aconsejó que los emborrachara.

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Finalmente perdí la virginidad con un chico muy comprensivo y tolerante que conocí en clase de dialéctica y que más tarde acabaría siendo mi novio. Después de varios meses tonteando, empecé a tomar la píldora y lo intentamos. No habíamos bebido nada de alcohol y no podíamos controlar demasiado la luz en la habitación bañada por el sol de mi novio. No mostró ningún tipo de reacción cuando me vio la vagina.

Desde aquel día, empecé a tener una vida sexual muy activa. Muy pocos hombres hicieron comentarios sobre mis cicatrices, y fue siempre por pura curiosidad. Ninguno de ellos mostró rechazo o se lo replanteó. De hecho, me cargaba más erecciones pronunciando las palabras “inflamación de las glándulas sudoríparas” que enseñando la vagina.

Pese a todo, durante más de diez años sentí la necesidad de cubrir todas esas cicatrices, por lo que en cuanto cumplí los 18 años, me fui sin dudarlo a hacerme un tatuaje en la vagina. Pensaba que el diseño distraería la atención de mis “horribles defectos”. Escogí la flor del cerezo por varias razones. En aquella época quería dedicarme a la política y relacionaba esta flor con Washington, DC. Y también con mi “flor”; era joven y el doble sentido me pareció de lo más ingenioso. En cualquier caso, todavía hoy me sigue pareciendo una flor preciosa que representa la belleza y la fragilidad de la vida.

Lo cierto es que no tenía el coraje suficiente como para tatuarme algo en una parte visible del cuerpo, sabiendo que sería para siempre. Siempre he tenido un aspecto de lo más normal. Me gusta saber que tengo abiertas las puertas de la mayoría de espacios sociales. En público, suelo dar una primera impresión de chica dulce. Digamos que me sirvo de mi aspecto como escudo para asumir ciertos riesgos.

Pero en la cama… soy la chica del tatuaje en la vagina, la rebelde, la bala perdida. El tatuaje sirve un poco como advertencia de que no tengo intención de seguir las normas, como marca física con la que lanzo un mensaje de “No soy de las que se casan”. Alguien que tenga flores de cerezo tatuadas en sus partes ya ha sido desflorada.

No me he acostado con nadie que me haya dicho algo al respecto aparte de “No veo ninguna cicatriz” o “¿Qué tatuaje?” o “¡Joder, eso tuvo que doler!”. Por cierto: sí que dolió. Es una zona muy sensible. Cuando te haces un tatuaje ahí (y en cualquier parte, realmente), notas como si te estuvieras quemando, pero el dolor desaparece rápidamente. Al cabo de un momento, la adrenalina y las endorfinas, o los analgésicos que sea que produce el cuerpo empiezan a invadir tu sistema, y a veces incluso disfrutas de ese dolor, de alguna forma. Es como conducir a toda velocidad o practicar sexo en público, te da un subidón. Pero bueno, haciéndome la depilación brasileña lo he pasado peor que con el tatuaje, aunque quizá fuera porque no es tan emocionante ni transgresor. Es muy compleja, la relación entre el cerebro y el dolor.

Estoy segura de que no soy la única que cree que no es deseable debido a un defecto físico. Decidí marcar mi cuerpo de forma permanente con flores de cerezo y creo que escogí la imagen más adecuada al estilo de vida que he escogido llevar, traspasando mis propios límites y asumiendo riesgos. La vida es delicada, pero hay que saber reírse de todo.

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Traducción por Mario Abad.