Vivir el tercer género en la voz de personas trans

Del fondo, sale un hombre de estatura corta y barba rala. Camina encorvado y con las manos en los bolsillos. Sentadas hay por lo menos veinte pacientes esperando por el ginecólogo. Veinte pares de ojos que le caen encima. Que lo atraviesan, que lo siguen. Veinte miradas que no entienden nada. Seguro es un error. Él se encoge, se hace pequeño. La enfermera pierde la paciencia y llama por segunda vez. Se escucha muy claro en la sala de espera. La siguiente paciente es una mujer. El hombre se paraliza, ya no puede moverse. Las piernas han dejado de responderle y de apretar los puños tiene blancas las falanges. Tanto silencio ya es perverso. “Soy yo”, dice, “por favor, llámeme Camilo”.

El 20 de octubre de este año, el estado de California hizo legal el tercer género. Jerry Brown, el gobernador, firmó una ley que permitió a sus ciudadanos registrarse como hombres, mujeres o géneros no binarios. Cinco años antes, una activista alemana exigió ante la ONU que le fuera respetado su derecho a no definirse entre categorías femeninas o masculinas y siguiendo las recomendaciones de Tribunal Constitucional, Alemania se convirtió en el primer país europeo donde un recién nacido podía registrarse sin sexo.

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En Colombia, cambiar de nombre y de sexo en la cédula es posible desde el 2015. Hacer transformaciones corporales por medio de la EPS, también. La sentencia T-771 del 2013 reconoció que las intervenciones físicas de las personas transexuales no son estéticas, son necesarias. Pero en Colombia, sólo existen dos de formas de vivir. Dos formas trabajar, de tener una familia, de enfermarse y poder curarse. Sólo existen hombres y mujeres.

De Camilo no supe más. Pero hay muchos otros que cuentan su historia. Sus miedos, sus amores, sus luchas. Una historia que se repite y se lleva inscrita cuando se es transgénero. Que pesa, que cuesta, pero que al final libera. Andre, Tara, Jonathan, Isa, Brian y Gustaff. Hablé con ellos y ahora son ellos los que hablan.

Puta, y a mucho honor

“Necesité veinte años para decir en voz alta “soy una mujer trans”. Fue por miedo, por miedo a morirme. Yo soy de un pueblo en Boyacá, Chiquinquirá se llama. Uno machista. De minas y esmeraldas, de paramilitares y mujeres degolladas por ser transexuales. Un pueblo católico y rezandero, en el que uno estaba mal si le gustaban los hombres y dos veces mal si además se sentía mujer. “Usted es así y yo no quiero un hijo marica”, me dijo mi mamá a los 14 años. Llegué a Bogotá sin conocer a nadie, sin tener más en la maleta que una adolescencia humillada. Dormí en Lourdes, dormí en la 13, dormí en la Caracas. Vi como la policía cogía mujeres travestis del pelo, las empelotaba y les robaba el bolso. Me tragué la vida repitiendo: yo quiero todo, menos eso.

Me tocó educarme para poder entenderme. Para saber que podía ser lo que quisiera. Lo que sintiera. Crecí con un prejuicio: o puta o peluquera. De peluquera tengo poquito y, pues, de puta tengo mucho porque la calle no deja opciones. Pero ejercer cansa. Después de 10 años en los mismo, uno quiere otra cosa. A mi me ayudaron. Uno de esos tipos “de a veces”. Uno que me quiso en serio. Terminé el colegio y comencé a trabajar en algo que para entonces se llamaba Misión Bogotá. Luego hice un técnico en Asistencia Administrativa y ahora estoy haciendo una tecnología. Soy una mujer transexual. Estudio, trabajo, como, duermo. Como cualquier persona”.

Andre Smith, mujer trans de 28 años.

Yo lo hice despacio y de a poquitos, como todos. Es difícil dar el salto de un sólo impulso. Primero, me dejé el pelo largo y me operé las nalgas. Dicen que el culo te da para las tetas y las tetas para la cara. Yo ya voy en la sonrisa. Luego, comencé a usar prendas de mujer, pero no todas. Una blusa, una cartera. Algo de aquí y algo de allá. Fueron dos años horribles. La decisión me costó. Amigos, familia, trabajo. Tuve que buscarme la comida en la calle. Tuve que ejercer. Yo ejercí y lo digo sin pena. Cuando uno se apropia de las palabras, las palabras dejan de lastimarlo. Si hoy me dicen puta, yo digo: puta y a mucho honor”.

Tara Arias, mujer trans de 49 años.


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¿Un niño o una niña?

“Para una navidad, mi mamá me compró un vestido amarillo que tenía a Blanca Nieves y a sus mil enanitos bordados alrededor. Me lo puso y tan pronto dio la vuelta, fui a mi cuarto y me lo quité. Me vestí con un buso blanco de cuello alto y un jean azul. “¡Pero cómo te cambias!”, me dijo cuando me vio. “¡Pero cómo te cambias con toda la plata que me costó ese vestido!”. Yo no lo quiero, le dije llorando. Yo no lo quiero porque soy un niño, no una niña. Tenía dos años y desde ese día he vivido como un hombre”.

Jonathan Espinosa, hombre trans de 43 años.

“Cuando era una niña no tenía muchos amigos. Para qué digo muchos, la verdad es que no tenía amigos. Nunca fui de Barbies ni esas cosas. En el colegio, cuando hacían actividades especiales y nos dejaban llevar un juguete yo llevaba mis carritos, mis camioncitos de cuerda, y me los decomisaban porque no eran para niñas.La puerta del consultorio se abre y la enfermera, con lista en mano, lee el nombre de una mujer.

Tampoco me gustaban los vestidos. Prefería las pantalonetas y los tenis. Era mucho más práctico jugar canicas con los primos así. A mi mamá sí le gustaban, los vestidos. Y también el pelo largo. Por ella que ojalá me llegara a la cola. Una vez, entrando a la pubertad, me dejó solo en la peluquería. Ella quería un despunte rápido y yo aproveché y me hice el honguito. Pedí que me lo cortaran a las orejas. “¡Parece un puro chino!”, me dijo cuando llegué a las casa. No respondí nada, pero en el fondo lo celebré”.

Gustaff Andrés Garzón, hombre trans de 30 años.

A los 13 años, un tipo me paró en la calle y me dijo: “¿Usted es qué es?, ¿un niño o una niña?”. Me siguió pasando toda la vida. Cuando trabajaba en el taller de mi familia, me agaché para levantar un repuesto y el dueño del carro hizo todo el trabajo porque no había otro hombre que me ayudara. Y ya grande, una amiga de mi madre, de esas de toda la vida, me felicitó por haber salido tan guapa para el trabajo. Doña Carmencita, le dije yo, ¿usted no se acuerda de mí?, yo soy de los hijos mayores. Ella me miró de arriba a abajo y me dijo: “¡Pero es que usted tiene una cara de vieja!”.

Tara Arias, mujer tras de 49 años.

Esa música tuya, amor

“—¡Pero qué son esas preguntas! Nosotros nos demoramos en darnos el primer beso. Dos semanas, casi. Es que el amor nace de muchas maneras. De Brian me fui enamorando entre conversaciones. Caminábamos juntos por el centro y se nos iban las horas hablando. Conociéndonos. Encontrándonos tan iguales y al mismo tiempo tan diferentes.
—A Isa, por ejemplo, le gusta la música… ¿Cómo se llama? ¿Cómo se llama esa música tuya, mi amor? Silvio Rodríguez, Mercedes Sosa, Los Fabulosos Cádilacs. A mí me gusta el rock, pero Isa me muestra canciones y yo me quedo pensando en las letras. Ella me las explica, me las enseña.
—Lo que pasa es que él ve la vida más tranquila y yo más rebelde. Le ayudo a cuestionarse algunas cosas y él me ayuda a aterrizarme en otras. Somos una buena mezcla. Y eso fue lo que me enamoró desde el principio. Las historias de amor no siempre comienzan con un beso.
—¡Pero yo te di uno! Esa vez en la Plaza de Bolívar. Tú te recostaste en mi hombro y yo te tuve tan cerca, tan cerca mío, que me di la vuelta y te di un beso. ¿Te acuerdas?”.

Brian Tique, hombre trans de 28 años, e Isa Garzón, mujer trans de 23.

<<—Y me corté el cabello, me fajé las tetas, cambié los tacones por unas punteras. Caminé a la farmacia, me inyecté la testo, me cambié de nombre y me creció la barba. Y miré la noche, ya no era oscura y dejé de ser ella.>>

250 miligramos, banda de hombres trans.

Supe porque me dijeron

“Yo no supe que era transgénero hasta hace 6 años. Viví como un hombre, trabajé como un hombre, me case, fui papá y hasta me divorcié como un hombre. Crecí pensando que Dios se había equivocado. Que me había hecho lisiado, como aquellos que nacen sin un pié. Mi esposa nunca supo nada. Todavía no entiendo cómo. Fueron siete años en los que vivía los días por turnos. Sobrevivía a uno y después al otro. Todo el tiempo con miedo de que alguien me pillara. De que se dieran cuenta que no tenía un pene. Jamás me desvestía, me inventaba excusas cuando me llegaba la regla, hacía el amor con la luz apagada. Fue violento. Me sentí siempre muy solo. La amistad genera cercanías y hacerme cercano a alguien ponía en riesgo mi secreto.

Eran otras épocas. La vida tenía más tabúes, la religión tenía más peso. Hasta las cédulas funcionaban diferente. Había un registro para hombres y otro para mujeres. A los 18 años, le pedí a mi mamá que me registrara como hombre. “¿Eso se puede?”, me dijo. Alegamos que se había perdido mi registro civil y como mis huellas no salían en la base de datos masculina, me volví oficialmente Jonathan Espinosa. Fue así como me casé, fue así como le di el apellido a la hija de mi novia. Fue así como fui papá.

Cuando supe, supe porque me dijeron. Una expareja de varios años que preguntó cómo iba mi tránsito. Ella es lesbiana y había entendido todo desde el principio. Me acompañó por primera vez a un grupo de apoyo y me dijo lo más importante que me han dicho en la vida: existen más hombres como tú. Me explotó la cabeza. Yo no estaba solo, yo no tenía que esconderme. Yo podía ser”.

Jonathan Espinosa, hombre trans de 43 años.

Estudié, conseguí un trabajo, me armé una vida. Pero había algo que me hacía infeliz, algo que me faltaba. En una de esas tristezas volví a la calle y vi una ropa de mujer tirada en el piso. La recogí y la tuve conmigo mucho tiempo. Me daba miedo ponérmela porque algo dentro mí sabía que usarla era aceptar que quería ser una mujer. Y eso no estaba bien, así me habían enseñado. Menos mal hasta el más débil se hace fuerte y al final decidí usarla. Al principio sólo en las noches y luego todos los días. Ahora que lo pienso, ni siquiera era ropa bonita. Un buso y jean como cualquier otro. Pero eran prendas de chica y estaban ahí.

Andre Smith, mujer trans de 28 años.

A los 20 años dije en mi casa que era lesbiana. A los 25, ya estaba seguro que no. Comencé por el pelo. Cada vez más corto. Fui ganando rasgos masculinos y perdiendo femeninos, pero todavía sin decirle a nadie. Y es que si yo no sabía que era un chico trans, los demás si que menos. Tuve una novia que siempre me pidió ser más femenina. “Déjate crecer el pelo. Ponte una blusa más ajustada. Maquíllate”. ¡Mira desde dónde vienen las violencias! No estoy buscando culpables, ya no me importa. Pero esas cosas te dejan marcas.

Un día dije: bueno, no me aguanto más, Necesito que alguien me diga qué pasa conmigo. Busqué ayuda y di con el único centro de apoyo que había entonces. Me dijeron que no me afanara por ponerme cosas en el cuerpo, que arrancara un proceso médico y que tuviera paciencia. Pero yo lo quería todo y lo quería ya. Dejé la universidad, les dije a mis papás y quise borrarme de un plumazo. Error, error garrafal. No necesitaba ser una persona nueva, necesitaba entender la persona que siempre había sido”.

Gustaff Andrés Garzón, hombre trans de 30 años.

Mamás, familias e hijos

“De mi casa no me fui en buenos términos. Fue por el tránsito. Yo ya había empezado y los cambios comenzaron a notarse. “Si las cosas van a ser así, yo prefiero que se vaya”, me dijo mi mamá. Para ella fue muy difícil, pero lo ha ido aceptando de a pasitos. Hace poco volví a visitarla. Ya me dice Brian”.

Brian Tique, hombres trans de 28 años.

“Cuando uno hace un tránsito en su vida, la familia también lo hace. Para ellos es un proceso. Mi mamá no me llama por mi nombre. Me dice que es horrible y que el único cristiano es con el que ella me bautizó. No voy a decir cuál es porque ese hombre murió de parto cuando nació esta hermosa niña. Yo a veces siento que ella tiene miedo. Me dice que me cuide, que no ande así en la calle. Que Dios me proteja para que no me vayan a pegar”.

Tara Arias, mujer tras de 49 años

“—Yo creo que con amor y demostrando cosas todo se puede. Por lo menos con mi familia ha sido así. Al principio ellos tenían muchas dudas y muchos prejuicios sobre lo que iba a ser mi vida y lo que iba ser yo como persona. Pero uno tiene que luchar por sus sueños, por lo que cree y por lo que siente. No puedo ser injusta. En mi casa me reconocen y me respetan. Saben quién es Brian y mi mamá lo adora.
—Mi mamá sí no dice mucho. Ella es muy seria e Isa es la primera chica que le presento.
—Pero yo siento que me llevo bien con la señora. ¿No?
—Pues… Yo lo que creo es que mi mamá es muy seria”.

Brian Tique, hombre trans de 28 años, e Isa Garzón, mujer trans de 23.

Ese mal sabor a sesgo

“Hay cosas que uno a veces prefiere no contar ni recordar. Yo siempre fui muy femenina. En el colegio nadie me respetaba. Me cogían el culo, me decían que era la novia. Una vez, una profesora me dijo: “Cállese, que usted es un marica”. Me sentí siempre predispuesta. vulnerable. Todavía me siento así. A veces, noto que la gente me mira, que me señala. Y más ahora que tengo un hombre trans como pareja. Vivo con ese mal sabor a sesgo. “Usted para que se volvió así si le iban a gustar las mujeres”. Una vez nos dijeron que todavía estábamos a tiempo de hacer un retroceso y dejar todo al derecho. Y yo pensaba: todo esto que he vivido, todas estas veces que me he muerto, toda esta mierda que he comido, ¿para que nadie entienda?”.

Andre Smith, mujer trans de 28 años.

Femenino, masculino y no binario

“Nosotros estamos por fuera del sistema. En todo. En la familia, en las leyes, en el amor. Tenemos que luchar todos los días y hemos aprendido hacerlo con ganas. A dar la pelea, a hacer flexible lo que no se dobla, a vivir en una sociedad que no está lista para nosotros. Uno lucha hasta por reconciliarse con uno mismo. Y es difícil, claro que es difícil, pero también es bonito.

Yo la verdad no creo en géneros binarios. El ser humano tiende a verlo todo por polos. O Bueno o malos. Blancos o negros. Hombres o mujeres. Y me pregunto, ¿para qué? ¿Para qué dividirnos? ¿Para qué ponerle etiquetas a la diferencia? ¿De verdad importa? Deberíamos quitar esas categorías. Dejar de reducirnos a penes o vaginas y entender que somos humanos. Humanos y ya. El resto sobra”.

Isa Garzón, mujer trans de 23 años.

“Libérate de prejuicios, no más cuerpos excluidos. Todos somos un pueblo, todos somos humanos. El eco de nuestras voces resistencias y memorias, tatúan para la historia nuestras marcas transgresoras”.

250 miligramos, banda de hombres trans.

“Se llama Testoviron, la testosterona que nos inyectamos mes a mes. Viene en dosis de 250 miligramos y se puede comprar por 25 mil pesos en una droguería. También se puede pedir a la EPS, pero es una batalla. Hay que pasar por sicólogos, siquiatras y endocrinos. Hay que convencerlos, uno por uno, de que no estás confundido. De que quiere un pene y una esposa hacendosa que le lave la ropa. Ellos no entienden que no existen una única forma de ser hombre. Que la masculinidad no se mide en puños ni la feminidad en tacones y rosado.

A mí todo me lo ha hecho la EPS. La testo y las dos mastectomías. No mentí, pero comencé a automedicarme y no les quedó más remedio que ayudarme a hacerlo. Al principio todo era un complejo, mirarme al espejo era encontrarme a un enemigo. Ver como mi cuerpo cambiaba, como se deformaba poco a poco. Como ya no estaba aquí, pero seguían sin llegar allá.

Luego dejo de importarme. ¿Llegar a dónde? ¿Ser qué? Hombre, mujer o no binario, como dicen en California. Es útil para dar las luchas políticas que nos tocan, es la apuesta de una sociedad por incluir la diferencia. Por volverla visible para hacerla normal. Pero es una categoría inútil en tiempos más largos. Hablemos de hoy. Si pudiera, yo me la pondría. Cambiaría la “M” de mi cédula por “no binario”, por una “T” o por un espacio en blanco como el Alemania. Y lo haría porque las etiquetas hay que ponérselas para dejar de necesitarlas algún día. Nos han hecho creer que nacimos en el cuerpo equivocado, pero ¿si no era este, entonces, cuál? Hay más de dos formas de vivir, de reconciliarse con un mismo, de enamorarse. Lo digo y lo digo convencido: ser trans ha sido una de las mejores cosas de mi vida”.

Gustaff Andrés Garzón, hombre trans de 30 años.