Sexo

Todavía me calientan deseos que me avergüenzan

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Siempre quiero escribir la columna definitiva sobre la deconstrucción de mis deseos sexuales. Un texto que apunte al desmantelamiento de todo rasgo patriarcal de mis voluntades primitivas y fantasías eróticas, la erradicación de las estereotipadas escenas violentas que me excitan y la reivindicación del feminismo como una herramienta potente e inigualable para construir un deseo sexual y erótico totalmente nuevo, desprovisto de ese sucio machismo con el que aprendimos a sentir. Siempre quiero escribir esa columna, pero nunca puedo porque estaría mintiendo.

Me avergüenzo de las cosas que me calientan y de lo clichés que son. Me sonroja confesar que más de una vez he disfrutado reproducir escenas que en un contexto distinto al sexo me asquearían e incluso me parecerían ilegales. Pero sí, he practicado juegos violentos en mis relaciones sexuales. Me ha calentado dominar y ser dominada, he disfrutado tanto el poder de dar órdenes como la humillación. No he dudado en ponerme disfraces ridículos de colegiala y enfermera ni en replicar roles estereotípicos y sexualizados de género. Lo he hecho en el pasado pero también hoy, ya toda feminista, ya toda desarmada, ya toda crítica. Incluso he tenido fantasías y se me han colado imágenes que ni siquiera me atrevo a mencionar en voz alta. Pienso en ellas cuando cierro los ojos, justo antes de acabar: palabras, gestos, diminutivos, cortes de escenas que ya ni sé si experimenté alguna vez o si imagino porque lo he visto en algún lugar.

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En los últimos dos años me he dedicado a observar mi deseo sexual con atención. Creí que al hacerme feminista excitarme con una dramatización de la violencia sexual se iba a transformar en una imposibilidad física. Sin embargo, esto no pasó. Sí es nueva para mí, en cambio, la experiencia de hacer explícito mi deseo, sea cual sea. Muchas de las escenas estereotipadas y juegos de sumisión que me calientan ya los había vivido en tiempos pasados, solo que nunca había podido pedirlos y negociarlos yo. Hoy pienso entonces que quizás lo problemático no está en desear juegos que simulan violencia sino en que estos no se puedan dar siempre en escenarios consentidos. El consentimiento es complejo: no es tan sencillo como decir sí o no, porque este está atravesado por relaciones de poder y tensiones que son muy sensibles.

Algunas situaciones en las que accedí a alguno de esos juegos porque me sentí obligada a satisfacer el deseo de otros se tornaron violentas. Pero también lo hicieron relaciones sexuales totalmente “vainilla”, en las que no había ninguna palabra sucia de más, ninguna nalgada y ninguna fantasía infantilizadora, pero sí secuencias de sexo penetrativo y vaginal, suave y delicado. Violencia hubo en todas esas ocasiones en las que mis negativas fueron dulcemente ignoradas por tipos que me cogieron sin importar si les estaba diciendo que no, o incluso en muchas situaciones donde no sentía margen de negociación, aunque el juego no fuera ahorcarme o amarrarme.

En la medida en que he aprendido a negociar más sobre mi sexualidad, a hacer explícitos mis deseos, he podido aceptar que me calientan juegos que incluso alguna vez experimenté como traumáticos. Al principio esto me hizo sentir culpable y arruinada, fallada y devenida en perversa. Una chica violentada a la que le gusta jugar a la violencia, qué cliché. Una chica de segunda categoría, como las de las películas, que nunca va a ser amada correctamente porque sus desviaciones primitivas son inmorales y no son de las chicas bien. Sin embargo, hay algo de la performance de la violencia bajo las reglas de la negociación explicitada y consentida que me  parece liberador, saber que tengo autonomía hizo que dejara de sentirme culpable por un gusto que ni vale la pena explicar y que, además, no es solo mío.

¿Vendrá todo lo que me calienta de las cloacas del machismo? Puede ser. Y también es posible que este no venga exclusivamente de ahí, que a mí me caliente algo que a muchas contemporáneas no. Después de darle vueltas y vueltas a esa pregunta e intentar mucho que mi sexualidad se viera ideológicamente correcta, como mis comportamientos sociales, como me gustaría que se viera toda mi vida, me encuentro ante la enorme duda de por qué sería eso algo necesario o positivo. ¿Para qué tendría que modificar mis gustos sexuales? ¿No es acaso suficiente que los ponga en práctica de manera consentida? ¿Cómo tendrían que ser para verse “correctos”? ¿Para quién? Y mejor aún: ¿quién decide cómo se ve una sexualidad buena y feminista? ¿Quién pone el estándar sobre la fantasía?

Ya escribió Gayle Rubin sobre esto en los ochenta. La antropóloga feminista estadounidense advertía que hay múltiples peligros en tutelar las preferencias sexuales de las personas. Esto, decía, crea unas jerarquías sexuales excluyentes. Pensar en esa sexualidad ideal y homogénea es siempre caer en lo heteronormado y reproductivo. Rubin aconsejaba recordar que porque algo no te guste de manera personal en el sexo, no significa que sea inadecuado, incorrecto o inmoral.

Cuestionar mis deseos sexuales no es una tarea que me parezca tan fructífera como sí lo es revisar los términos en los que se da el consentimiento en cualquier experiencia sexual. No solo las prácticas que simulan la violencia necesitan del diálogo y negociación explícitos, esto debería estar presente en cualquier encuentro. Desde que me he hecho feminista muchos de mis deseos previos han seguido intactos; otros  no, y seguro seguirán cambiando según la época o los ánimos, pero la experiencia del consentimiento me recorre el cuerpo de una manera totalmente trascendental.

No es lo mismo que te ahorquen sin que quieras, que te ahorquen sin que te sientas cómoda para decir que no —porque el no es una posibilidad escasa para muchas de nosotras—, a que te ahorquen cuando pides, negocias y estás en constante diálogo sobre el juego. Tampoco es lo mismo que te penetren delicadamente cuando quieres y pides a cuando no quieres y tratas de escabullirte pero finalmente sucede.

En ambas escenas el problema no es la práctica, sino los términos casi siempre desfavorables para negociarla. La discusión sobre el consentimiento es imprescindible, porque una sexualidad menos violenta es una más consentida. No soy una feminista que cuestiona los deseos cochinos o estereotipados, pero sí me interesa indagar sobre la autonomía y la inequidad que impacta en la posibilidad de decir que sí o que no a cada uno de ellos.