Artículo publicado originalmente por VICE en francés.
Estamos en el invierno de 2018. El mundo cada vez se mueve más rápido, pero aquí, en el noreste de Groenlandia, la tranquilidad sigue imperando. Con un clima duro que ha limitado en gran medida la inmigración, Groenlandia tiene tan solo 56.000 habitantes, a pesar de ser más grande que México.
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Al otro lado de la bahía de Baffin, que separa Groenlandia y Canadá, se encuentra una diminuta isla: Akunnaaq. En 2018 tiene tan solo 70 habitantes, inuits en su mayoría y principalmente cazadores. Unas 50 casas pequeñas se extienden por un promontorio, pero menos de diez tienen agua corriente.
En el exterior, la temperatura ronda los -20 grados centígrados en invierno. No hay carreteras ni árboles en cientos de kilómetros; tampoco hay hoteles, restaurantes ni médicos. Solo hay un puerto congelado, una fábrica de conservas de pescado y una pequeña tienda con municiones, bebidas y dulces. Aparte de eso, hay hielo, nieve y, claro está, el mar.
Los temas principales del día a día en Akunnaaq son las consecuencias del cambio climático en las prácticas de pesca y caza tradicionales, las quejas al gobierno y el éxodo masivo. En 2013, la población era de 115 personas; en 2018, 70 y en 2020, 66. Para la gente joven que quiere tener un futuro, es difícil resistir el llamado de las ciudades más grandes como la capital de Groenlandia, Nuuk.
Cuando pregunto a la gente del lugar si el pueblo puede sobrevivir y seguir con sus tradiciones, me dicen “Immaqa”: quizás.
Durante mi estancia en la isla, me encuentro un pueblo con pescadores de focas, adolescentes obsesionados con el teléfono, un campeonato de fútbol regional, un profesor-escritor, un pastor luterano y un puñado de personajes interesantes.
Un día normal en Akunnaaq consiste en comer foca y ballena, caminar para traer agua de un lago congelado, ver cómo se acumulan los témpanos en el pequeño puerto y esperar pacientemente a que lleguen las provisiones en helicóptero.
Así es como se vive en una comunidad aislada del resto del mundo durante varios meses del año. “La diferencia entre la gente del sur y los inuits”, me dice un paisano, “es que la gente del sur piensa que el hielo es agua congelada, mientras que los inuits saben que el agua es hielo derretido”.
Pero en 2018, el hielo no se acumula como debería. A finales de noviembre, las temperaturas llegan a los -5 grados, algo poco común, que quiere decir que en ciertas partes solo se forma hielo durante unas semanas en invierno.
Pero eso no impide a Jacob, uno de los residentes que conocí, montarse en su Ski-Doo y dirigirse al sur cruzando los témpanos. Siempre le rondan dos preguntas: ¿será el hielo lo suficientemente sólido? ¿Podremos llegar a la siguiente isla, a la Europa continental para poder cazar en una tierra más rica?
Pero el hielo sigue siendo demasiado fino. Jacob golpea cuidadosamente el hielo con la punta de su tuk, un palo largo con una cuchilla en un extremo, para comprobar el espesor. “No es lo suficientemente fino”, concluye. “Quizás mañana, si hace más frío”.
Los territorios del Ártico se encuentran en medio de las nuevas guerras comerciales e industriales, especialmente con la apertura del paso del Noroeste, que conecta el océano Pacífico con el Atlántico a través del océano Ártico. Luego está también la llegada de los cruceros turísticos, además de la exploración de hidrocarburos y la minería de uranio autorizada por un gobierno empeñado en conseguir la independencia económica de Dinamarca. Groenlandia ha estado históricamente gobernada por los daneses, pero obtuvo su independencia en 2009. Sin embargo, sigue recibiendo ayuda del país europeo que supone un cuarto del PIB nacional.
Por si todo esto fuese poco, los inuits tienen problemas para defender su cultura y estilo de vida. Cada vez más, las grandes empresas danesas exportan los recursos locales —especialmente de pesca— a Europa y Estados Unidos, lo que dificulta mantener la dieta tradicional de los habitantes locales.
En su lugar, se ven forzados a comprar comida cara y procesada y a tratar de ganar dinero vendiendo el pescado que queda. Es un círculo vicioso para aquellos empecinados en habitar esta esquina tan dura y bella del planeta.
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