Imagen por Noah Van Sciver.
Desde que tenía 17 hasta que cumplí 19, creía que Dios me había maldecido con un testículo izquierdo inflamado que medía lo mismo que una pera y también tenía su forma. Pero en realidad padecía de algo llamado hidrocele, lo que significa que había una gran acumulación de fluido alrededor de mi testículo y se veía como si hubiera metido una bombilla en mis pantalones. Este padecimiento surgió a raíz de un traumatismo: a mi querida hermana le parecía divertido patearme la entrepierna cada que me veía tomando una siesta. Tener una máquina de esperma con la forma y el tamaño de una pera podría parecer algo traumático pero en realidad es inofensivo y puede corregirse con un procedimiento quirúrgico muy simple. Por desgracia, no le conté a nadie acerca de mi problema y viví con él por casi dos años.
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Tal vez te cueste creer que un joven sea capaz de ocultarle este padecimiento a sus padres y amigos. Acepto que no fue nada fácil pero en esa época me parecía algo totalmente necesario. Viví mi pubertad en el mundo evangélico de la ciudad de Clear Lake, en el estado de Iowa, EU, donde los campamentos de la iglesia y las novelas sobre éxtasis religioso conformaban toda mi experiencia cultural. La pequeña escuela cristiana a la que asistía (cuando me gradué sólo había seis estudiantes en mi generación) no tenía mucho que ofrecer en la materia de educación sexual; en resumen, nos enseñaron a temerle a nuestro cuerpo y condenar a cualquiera que despertara nuestros impulsos oscuros. Por un tiempo, traté a mi entrepierna como si fuera la temible cabeza de Medusa: un vistazo sería suficiente para convertirme en piedra.
La inflamación continuó hasta que mi escroto se infló como las mejillas de Dizzy Gillespie.
Pero la promesa de estar condenado a quemarme en las llamas del infierno no fue suficiente para disuadirme. Controlar mi hambriento pene adolescente era como agarrar una olla caliente sin tener dónde ponerla. Me avergüenza aceptarlo pero me masturbaba constantemente y metía mi pene en todos los orificios remotamente vaginales (como cojines o tubos de aspiradoras). Creía que era el único que tenía que lidiar con estos impulsos, igual que la mayoría de los niños que crecen rodeados de una cultura moralista agresiva. No tenía con quien hablar de este tema. Confesar que me masturbaba era suficiente para que me expulsaran de la escuela. Eyacular en la palma de tu mano era humillante. Y lo era aún más si te atrapaban haciéndolo junto a otro chico –otro chico igual de atormentado por su propio cuerpo, desesperado por encontrar donde poner esa olla caliente.
Como en mi caso cuando tenía 17 años. Cuando mi testículo izquierdo me empezó a doler y a ponerse morado, creí que era el castigo de Dios por haber pasado una tarde con un amigo cristiano. Derramamos nuestra semilla juntos en la regadera y la vimos mezclarse sobre la porcelana húmeda y obstruir el drenaje. Con el orgasmo también llegó la reflexión de que Dios estaba viéndonos desde el cielo.
La inflamación continuó hasta que mi escroto se infló como las mejillas de Dizzy Gillespie. Era un miembro extra no bienvenido que no me dejaba navegar a gusto. Me dolía cada que cometía el error de cruzar las piernas, hacer una rueda de carro o sentarme muy rápido. Después dejó de doler y se puso duro. Se calcificó y quedó colgando en la humedad del verano, como una papa dentro de unas medias.
Cuando Judd Nelson le preguntó a Molly Ringwald si quería ver la foto de un tipo con elefantiasis en las bolas en el programa The Breakfast Club, ella se negó con asco. “¿Cómo le hará para andar en bicicleta?”, continuó Nelson. En serio, cómo.
Esconder este feto alien entre mis piernas era fácil siempre y cuando no me bañara con los otros chicos de la clase de gimnasia (me escondía en el baño hasta que acababan). No tuve ningún contratiempo durante todo un año hasta que dejé la escuela y empecé a trabajar en una fábrica de casas rodantes en Forest City, Iowa. Por más raro que suene ese trabajo, era muy común para los chicos que iban a mi escuela. Trabajabas en la fábrica, te hacías adicto a la mariguana y empezabas a salir con una de las chicas que trabajaban ahí.
“Cuando me bajé los calzones, el doctor dio un grito ahogado, lo miró fijamente y salió de la habitación”.
Aunque tenía una vida sexual muy activa, mantener mi secreto a salvo de la mujer que chocaba su pelvis conmigo era agotador. Años después me enteré que la artista Brigid Berlin no quería que los hombres vieran lo gorda que estaba cuando tenían sexo, así que siempre se desnudaba y se metía entre las cobijas antes de que ellos entraran a la habitación. Me identifiqué con ella. Cuando mi novia y yo nos desnudábamos, siempre me aseguraba que la habitación estuviera a oscuras, hubiera muchas sábanas y casi no probábamos posiciones.
Para este entonces, ya vivía solo y el mundo se estaba volviendo un lugar muy complicado. El pensamiento crítico retaba constantemente a mi educación religiosa. La moralidad y el deseo luchaban todo el tiempo. Después me volví un ateo descarado, pero a los 18 años me odiaba a mí mismo porque el sexo y las drogas habían pasado a formar parte de mi vida cotidiana. Aunque para ese entonces ya empezaba a aceptar que el mundo era más complejo que la mitología con la que me habían educado.
No estaba listo para aceptar la idea de que el universo era una mezcla explosiva de belleza compleja y caos desenfrenado. Pero ya estaba listo para ir al doctor. De pequeño casi nunca tuve contacto con hospitales y no tenía idea de cómo navegar a través de ese mundo como adulto. Expliqué por teléfono todos los detalles de mi testículo del tamaño de un puño a una mujer, pero solo era la recepcionista. Después de contarle mi historia a otras cinco personas, por fin logré programar una cita con un urólogo.
Creí que los doctores (en especial los urólogos) ya habían visto de todo. Como mujeres con penes creciéndoles de los muslos y hombres con un ojo dentro de su ano. De todo. Entonces, si tenía a revelar mi secreto del tamaño de una pera a alguien, ¿qué mejor que revelárselo a un doctor? Sin embargo, cuando entré a su consultorio y me bajé los calzones, el doctor dio un grito ahogado. En serio dio un grito ahogado. Después lo miró fijamente y salió de la habitación.
Cuando recobró la compostura, me dijo que tenía un hidrocele y me explicó: “Técnicamente tu testículo no tiene nada de malo. Sigue funcionando y no es canceroso. Podemos drenar el fluido con una cirugía pero se consideraría un procedimiento cosmético”.
Al principio no sabía si había escuchado bien. Después de todo, ese pequeño yunque en mis bolas estaba jalando tanto mi músculo cremáster que lo sentía hasta el abdomen. (Aunque en ese entonces no podría haberlo descrito de ese modo porque no sabía nada de anatomía.)
Pensé: ¿Cirugía cosmética? ¿Por vanidad? ¿Algo innecesario? ¿Al igual que una cirugía de nariz o implantes en las pantorrillas?.
Era un chico que creció en la pobreza con ayuda de los programas de beneficencia del gobierno. La idea de ir al doctor para que mi hicieran una cirugía carísima en las bolas sonaba tan rara y frívola como tener un mono de mascota o un pulmón artificial. El seguro que me daba la fábrica no iba a cubrir el costo de esa operación. Pero me explicaron que no tendría que pagar de inmediato la cirugía y acepté con la promesa de que podría pagar la deuda en cómodas mensualidades. Una promesa que, 13 años después, aún no he cumplido.
Me informaron que debía llevar a un conductor designado el día de la cirugía o si no, no me dejarían salir del hospital, entonces tuve que contarle a mi abuela la verdad sobre mi escroto asimétrico. Mi abuela siempre fue para mí un apoyo materno. Fue muy amable conmigo y me hizo compañía en la sala donde me prepararon para la cirugía en lo que la morfina hacía efecto, las enfermeras afeitaban mi escroto y pasaban música ochentera en la televisión.
Después de la cirugía, cuando aún no se pasaba el efecto de la anestesia (antes de que empezara el horrible dolor), empujó mi silla de ruedas hasta el estacionamiento y me llevó a su casa, donde me quedé en cama una semana viendo repeticiones de Beverly Hills y comiendo sus platillos noruegos mientras gemía de dolor.
“No hay nada peor que tener un balón entre las piernas y que lo rebanen como a un pavo en Navidad”.
Hoy en día me encantan la pastillas. Tomo pastillas por todo. Podría tragarme un iPod shuffle si me convencieran de que tendría el mismo efecto que la oxicodona. Pero en esa época le tenía pavor a la medicina. Cuando estaba recuperándome en casa de mi abuela, escuchaba la voz de mi padre constantemente en mi cabeza: “La palabra farmacia se deriva del griego ‘pharmakeia’, que se traduce como brujería”. Por lo tanto, tomar pastillas era lo mismo que participar en una orgía satánica.
Así que rechacé todos los opiáceos que me recetaron y me aguanté el dolor. O al menos traté de hacerlo. Por más horrible que parezca el proceso de sanación de un hueso roto o de una quemadura de tercer grado, no hay nada peor que tener un balón entre las piernas y que lo rebanen como a un pavo en navidad, que lo cosan para unirlo otra vez y sentirlo punzar por semanas. Sin drogas.
Después de un tiempo, regresé a mi departamento y mi novia se encargó de cuidarme (después de hacerme un drama por no decirle sobre mi padecimiento o sobre la cirugía). Se puso histérica pero yo estaba seguro de que estaba fingiendo. Después de todo, ¿cómo pudo no darse cuenta de mi enorme testículo pegando contra su trasero cada que teníamos sexo?
Lo más probable es que su mente se negaba a aceptarlo con la esperanza de que se curaría si fingía no saberlo. En ese entonces ya tenía 19 años, era demasiado viejo como para actuar de una forma tan infantil. Tras varias semanas de sentarme sobre bolsas de hielo mientras fumaba mariguana y leía novelas de Tom Robbins, la inflamación bajó y por fin volví a tener testículos normales. Al ver mis nuevas bolas en el espejo, me di cuenta de que mi cuerpo no tenía nada malo ni vergonzoso. También estaba ansioso por todos los años que me esperaban de disfrutar el sexo libre de vergüenza.
Hasta que descubrí las ladillas.
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