El último partido de fútbol en la Alemania nazi

Sigue a VICE Sports en Facebook para descubrir qué hay más allá del juego:

29 de abril de 1945. La víspera del suicidio de Hitler y tres días antes de la toma de Berlín por los soviéticos se disputó en Hamburgo el último partido de fútbol bajo bandera nazi entre el Hamburgo y el Altona 93. Apenas una semana después, Alemania firmaba su rendición incondicional y el fin de la II Guerra Mundial en Europa era ya un hecho.

Videos by VICE

Se cree que el último encuentro en la Alemania nazi fue el derbi de Múnich que disputaron el 23 de abril el Bayern y el 1860 Múnich (3-2) pero no fue en la capital bávara si no en Hamburgo, seis días después, con Hitler desquiciado en su búnker y el país contra las cuerdas.

Héroes de Galicia y campeones de España: La memoria del SúperDepor

Alemania era presa de un clima histérico: los últimos bombardeos se sucedían y las tropas británicas alcanzaban el Elba, a escasos kilómetros de la devastada Hamburgo, destruida en más de un 70 por ciento. Sin embargo, el pueblo alemán seguía esforzándose en llevar a cabo una vida normal. Y en esa extraña cotidianidad se encontraba también el fútbol.

Un arma propagandística más

El III Reich, como el resto de dictaduras totalitarias, instrumentalizó el deporte para sus fines. Un énfasis que aumentó durante los primeros años de la II Guerra Mundial con la mimetización del fútbol con la guerra relámpago o ‘blitzkrieg’ que Hitler estaba llevando a cabo con éxito por toda Europa.

Adolf Hitler en el palco del Berlin Poststadion viendo el partido entre Alemania y Noruega. Imagen vía Federación de Fútbol Noruega

Esta desnaturalización venía impuesta desde las altas esferas nazis y pese a que Hitler no era para nada aficionado al fútbol, el dirigente deportivo Karl Oberhuber se empeño en conseguirlo. De hecho, solo hay constancia de que Hitler asistiera a un partido en su vida: la humillante derrota de Alemania ante Noruega por 0-2 en los Juegos Olímpicos de Berlín.

Pese a ello, las tácticas ‘blitzkrieg’ futbolísticas fueron propagadas rápidamente como reflejo de las campañas del Führer en Polonia y en el frente Occidental a través de un renovado manual que chocaba con el normativo y defensivo estilo inglés, tan despreciado por los gerifaltes nazis como cualquier otra cosa con acento británico.

El mantra del ataque como mejor defensa se impuso pese a la resistencia del seleccionador Sepp Herberger quien, pese a su militancia en el partido, siempre se había desmarcado en favor de ideas tácticas más ortodoxas a las que añadía un habitual proteccionismo con sus internacionales, llegando a alegar falsos méritos militares para que les permitieran acudir a las convocatorias y alejarlos del frente.

Estadio del Altona 93 en Hamburgo.

De todas formas, las ansias de erigir en el fútbol un nuevo estilo ario también comenzaban a tomar forma. La popularidad del deporte rey y su presencia en la prensa crecieron exponencialmente y los estadios atraían cada vez a más espectadores aunque el país estaba plenamente instaurado en una guerra de múltiples frentes abiertos y pese a tener millones de soldados repartidos por el mundo.

El cambio de rumbo tras Stalingrado

El impulso institucional dejó al fútbol nazi marcado por una popularidad que se situaba solo por detrás del boxeo —único deporte que Hitler menciona en su Mein Kampf—.

La derrota en Stalingrado a principios de 1943 no solo cambió los designios bélicos de la guerra sino que también propició el fin de esta doctrina futbolística utilizada como propaganda en la que un buen futbolista tenía que ser además el reflejo de un buen soldado. Pero el fútbol mantuvo su popularidad gracias al gran auge mediático.

El amateurismo de los clubes se profundizó a medida que Alemania retrocedía posiciones. La gran mayoría de los mejores futbolistas estaban en el frente y los que quedaban tenían otro trabajo como actividad habitual. Las ligas regionales se atomizaron, muchos equipos fueron obligados a fusionarse y los jóvenes proyectos de jugadores se perdieron con su integración en las Juventudes Hitlerianas.

FC Roman Decin, el equpo gitano que nadie quiere en la liga checa

La selección alemana de Herbeger dejaría de jugar en noviembre de 1942, con un partido en Bratislava como epílogo. Pese a ello, los clubes seguían siendo el hábitat de la vida pública y se convirtieron en puntos de reunión diarios para todo tipo de prácticas y círculos sociales con marcados tintes familiares.

El fútbol pasó a ser otro elemento destinado a mantener álgida la moral de la población dentro de un clima ya de guerra total en el que Goebbels había puesto a prueba —con resultados positivos una vez más— el compromiso de los alemanes con el III Reich. La mayor parte de la gente creyó hasta el último aliento que Hitler tenía un as bajo la manga que cambiaría el signo de la guerra y que haría que Alemania venciese. No podían imaginarlo de otra manera.

¿No sentíamos miedo? Esta pregunta no estaba en nuestras mentes

Helmut Schön, jugador del Herbert Pöhl

“Los aliados habían desembarcado en Francia. En Bielorrusia los soviéticos comenzaban su ofensiva pero el mapa de Europa decía que conservábamos fuerza suficiente: Noruega, Dinamarca, Italia, Grecia, Bulgaria, Rumanía y Hungría estaban firmemente bajo nuestras manos. Nadie sospechaba lo pronto que todo se vendría abajo”, afirmaba el propio Schön en su autobiografía respecto a aquellos extraños días.

Hamburgo, la única ciudad con fútbol

El fútbol sucumbió de forma inevitable a la demoledora guerra pero siguió siendo un espacio de alivio, camaradería y patriotismo, además de reflejo de un espejismo adulterado en el que una inminente victoria sobre el barro del campo de juego iba a ser también una victoria sobre el barro del campo de batalla.

De las dieciséis ligas regionales creadas en 1933, más las adicionales que se unieron a medida que Hitler conquistaba territorios, la única que concluyó la temporada 1944/45 fue la de Hamburgo. Su estadio, el Rothenbaum Stadion, resistía aún en pie en zona no liberada pese a que los bombardeos habían asolado la ciudad y a encontrarse a escasa distancia de un objetivo militar como el búnker del mando antiaéreo.

El propio Hamburgo, con un estadio con 27 000 asientos, fue uno de los equipos más represaliados durante los primeros años del nazismo pero ha mantenido su estatus del club más popular de la ciudad hasta hoy, por delante del Sankt Pauli y del propio Altona 93, que terminaría segundo aquel torneo pero que hoy se pierde en la quinta categoría del fútbol teutón.

Imagen de Hamburgo en 1945 tras los bombardeos de la II Guerra Mundial. Parece imposible que en este escenario se jugara a fútbol

El presidente del Hamburgo, Emil Martens, pese a militar en el partido, fue apartado tras la llegada de Hitler al poder y, acusado de homosexualidad, fue castrado en un proceso “voluntario” que el condenado debía abonar de su bolsillo. Además, uno de los grandes mitos del club, el goleador ‘Rudi’ Noack, fue capturado en la URSS, donde moriría prisionero en 1947.

Pese a ello, el Hamburgo se alzó con ese último campeonato regional que se disputó en la Alemania nazi sin perder un solo partido, marcando más de 100 goles y con una espectacular media de más de cinco tantos y medio por encuentro. Ejemplo perfecto y último vestigio de aquel fútbol bélico, ario y arrasador que intentó imponer un Oberhuber que terminó sus días como vendedor de leche.

La última tarde de partido en el III Reich

El día antes de la celebración del amistoso entre el Hamburgo y el Altona 93 arrancó la ofensiva británica sobre Hamburgo y el mismo 29 de abril, representantes de la ciudad se reunieron con altos cargos ingleses para negociar una rendición que acabaría oficializándose el 3 de mayo, el mismo día que Berlín.

En medio del caos que acabaría asestando el golpe definitivo a Alemania —que haría que Hitler se suicidase— y mientras gran parte de la población de la ciudad cruzaba a la orilla occidental del río huyendo de los soviéticos, el Hamburgo ganó 4-2 al Altona 93 con tres goles de Rolf Rohrberg. Esa temporada el delantero solo jugó ese partido con su equipo, antes de integrar más tarde la peculiar selección alemana de la zona británica.

Un soldado ruso y un inglés se abrazan al terminar la guerra. La parte alemana que quedó debajo de la dirección inglesa y americana formó una selección en la que acabó jugando Rolf Rohrberg, el héroe del último partido bajo la bandera nazi.

El fútbol —que nunca se detiene ni ante los peores escenarios— comenzaba a pasar sin saberlo, de pretexto encaminado a reafirmar una viciada, terrible y ciega conciencia colectiva en plena guerra, a instrumento posbélico destinado a superar los traumas del III Reich. En ambos casos su máxima misión era ser utilizado como distracción popular para que la población tuviera a qué aferrarse. Sin embargo, su futuro próximo era bastante más halagüeño que sus últimos años.

Solución final. Victoria final. Pitido final. Por fin el final.

Con la guerra concluida, el fútbol fue la primera práctica deportiva organizada que se puso de nuevo en marcha. Y lo hizo otra vez en la misma ciudad, con un partido amistoso entre la reserva del Hamburgo y el equipo británico de la RAF, en el que venció el cuadro alemán ante más de 6 000 espectadores. Hitler y Goebbels se hubiesen removido en su lecho de muerte de haberlo sabido.

Sin embargo, el primer partido entre clubes reales en la Alemania de la posguerra se produjo apenas tres meses después del último y enfrentó también al Hamburgo con el Altona 93 —dos auténticos símbolos del fútbol en los días claves del epílogo de la II Guerra Mundial. El partido lo vieron más de 10 000 personas en un Rothenbaum que había vivido milagrosamente erguido tras más de cinco años de vilezas, miedos, manipulaciones, bombas y guerra.

Pitido inicial. Saque inicial. Por fin el principio.