Una aldea zapatista de mujeres: la posibilidad de vivir sin miedo

“¡Bienvenidas mujeres del mundo!”, “¡Prohibido entrar hombres!” y “Aquí solo para mujeres”, decían los lienzos sobre un portón con las iniciales del EZLN. Después de 26 horas de viaje por carretera, llegamos 11 camiones y 500 mujeres desde la Ciudad de México, hasta Altamirano, en el estado de Chiapas.

Al caracol de la Zona Tzots Choj llegamos cansadas, pero ansiosas y expectantes. Nos encontramos con una fila enorme para el registro, un cielo estrellado que parecía caernos encima y una hilera infinita de mujeres con pasamontañas que nos daban la bienvenida sin pronunciar ninguna palabra. Sus ojos hablaban por ellas. Pasar la reja fue ingresar a una posibilidad: la de vivir, al menos por unos días, sin miedo.

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Son pasadas las 05:30 de la mañana del 8 de marzo. Es el segundo día del encuentro. Una voz interpreta “Las Mañanitas”, alguien toca un acordeón y se escuchan aplausos y un movimiento masivo, algo poco habitual al alba. Afuera de la tienda de campaña, mujeres se pasean, conversan, ríen y elongan despeinadas, apenas despertando. Estamos en una aldea habitada y administrada por mujeres.

No hay preocupación por darse los buenos días con la cara lavada, sin rastro de maquillaje, en pijamas alejados de la vanidad. Todas, cisgéneros y transgéneros, componemos un campamento heterogéneo en el que se hablan más de 10 idiomas. Destacan la diversidad de cuerpos, estilos y colores. Aunque el lugar está en las entrañas chiapanecas, a cinco horas de San Cristóbal de las Casas, mujeres con discapacidad llegan en sillas de ruedas, bastones y muletas, y acampan, como manifestando su doble o triple rebeldía en un país —o un mundo— que casi siempre les recuerda que no está preparado para recibirlas.

Las tiendas de campaña se mezclan con las habitaciones abiertas, con tejado y muros de cemento, que albergan a las que se aventuraron y llegaron apenas con un sleeping. No hay un orden que obedezca a nacionalidad o edad. Las participantes se instalan según como llegan o como las zapatistas estiman. Ellas son las anfitrionas y nosotras sus huéspedes. Es un acuerdo implícito que genera una predisposición que pocas veces se ve en el mundo exterior, ese donde también habitan los hombres. La sensación es que acá lo colectivo prevalece y es parte de un acuerdo que firmamos sin papel ni lápiz, sino desde una voluntad sorora.

Colgando del borde del monte hay una fonda improvisada. El café de olla humea y en una gran sartén se revuelven los huevos para el desayuno. Las zapatistas visten sus polleras coloridas, delantales estampados y un pasamontaña o paliacate. Ríen, algo nerviosas y sobre todo, emocionadas.

En la primera mañana de esta República de Mujeres, aparece María del Jesús Patricio, quien pudo ser la primera presidenta indígena de México. Con el cabello suelto y largo, el brazo enyesado y una sonrisa diáfana saluda bajito: “Buenos días, compañeras, vamos a almorzar, ¿no?”

La exaspirante a candidata presidencial se sienta. Se nota algo incómoda por la atención que despierta, porque sabe que es una invitada y no la anfitriona. Una actitud que recuerda que éste es un encuentro que desafía, según sus convocantes, la jerarquía y el liderazgo patriarcal donde prevalecen los personalismos.

A las nueve de la mañana, el caracol de la Zona Tzots Choj se paraliza. Todas esperan el discurso desde el templete principal. La voz que da la bienvenida consigue el silencio absoluto. Es la Insurgente Érika, quien dice que representa al colectivo, mientras un ejército de zapatistas la escucha. Las otras, las de fuera, se instalan dispersas confirmando que no fueron 605 inscritas las que llegaron hasta los montes de Chiapas, como aparecía en el registro un día antes del encuentro, sino miles. Tantas, que no se sabe con certeza si pasan los cinco o siete mil.

El mensaje comienza con un abrazo de condolencias a la familia de Eloísa Vega Castro, de las redes de apoyo al Concejo Indígena de Gobierno (CIG), fallecida en el accidente que sufrió la delegación el pasado 14 de febrero y que dejó a Marichuy herida del brazo.

“Esperamos hasta este día para saludar la memoria de Eloísa para que nuestro abrazo fuera más grande y alcanzara a llegar lejos, hasta el otro lado de México”, dice la vocera en medio de una ovación general.

La Insurgente Érika habla y el público alrededor escucha atento secándose las lágrimas. Mientras, avanza en la historia de su pueblo, de sus luchas, sus liberaciones y lo que significa para ellas la presencia de este “bosque de mujeres”.

Es el Día Internacional de la Mujer y en este paisaje de cielo azul, árboles tupidos y muros cargados de mensajes de resistencia, arte y rebelión, el ambiente carga emociones por todos los dolores que unen a las asistentes, en un lugar donde aceptaron intercambiar siendo iguales en su diferencia.

En tiempos en que campañas como el Time’s Up o #MeToo se han tomado escenarios internacionales con famosos rostros íconos de occidente, aquí son las mujeres de piel morena, bajitas, rurales, obreras, pobres e indígenas quienes han leído un manifiesto político, cargado de críticas al sistema, a ellas mismas, con mucho sentido del humor y una narrativa excepcional.

“Tenía algo de miedo antes de venir sola desde Nicaragua, pero ahora que las escucho confirmo mi intuición. Nos dan una lección de valentía y no podemos ser nada menos”, me dice Alejandra, activista en su país y profesora universitaria.

Son las protagonistas de la Dignidad Rebelde quienes en la primera jornada salen a la cancha a jugar futbol con el rostro cubierto con más de 30 grados, vistiendo sus polleras coloridas y zapatos de fútbol. “La compañera del caracol Oventic le pega duro y sale de la cancha. Va la compañera del caracol La Realidad y hace tiro de esquina”, dice la relatora, con tono festivo.

El público acompaña con risas y aplausos, mientras ellas patean la pelota y relatan un partido desafiando el modo masculino histórico, ese en el que sólo existe como objetivo ganar.

Antes, Érika lo aclaraba: “podemos escoger: hermanas y compañeras, o competimos entre nosotras y al final del encuentro, cuando volvamos a nuestros mundos, vamos a darnos cuenta de que nadie ganó”.

Arriba, en el borde del monte, la escena se repite en una cancha de básquet. Ellas, como anfitrionas, no sólo cocinan, limpian, registran y mantienen la seguridad. Ellas, las zapatistas, mujeres indígenas, se saben protagonistas y nos presentan bailes, teatro, música para relatarnos sus historias, cargadas de resistencia y organización.

Fotos por María Fernanda Muñoz.

La inmensa oscuridad de la noche llega como prueba irrefutable de lo que podría ser un experimento social: en una aldea sin hombres, todas caminamos tranquilas. Se esfuma el temor a ser violentada, tocada, violada, piropeada. Se baja la guardia y se deja de vivir a la defensiva.

“Es muy raro sentir que puedes caminar desnuda en medio de esta multitud y al mismo tiempo sentirte segura, con la certeza que nadie te va agredir”, me dice Carla, una feminista que viajó desde Argentina.

La escena se repite cuando se avisa por los parlantes que una niña de cuatro años se encuentra perdida. O que a un niño de diez lo busca su mamá. Se asume que aparecerá. Nadie entra en pánico. Pero lo que podría ser una idealización o apenas una utopía, confirma que avanzar en una sociedad con estas características es tan inminente como necesario.

Éste es uno de los temas que se discute en las decenas de talleres simultáneos que se darán en los siguientes dos días. Un intercambio para conocer lo que traen las visitantes desde sus mundos y universos.

En una esquina del dormitorio 2, una fila de mujeres baila formando un tren humano. Se intercalan una güera, una encapuchada, dos morenas y una chica de pelo morado. Más allá, más de 50 mujeres escuchan atentas una charla donde una periodista brasileña les explica cómo generar comunicación compartida. Una zapatista, cámara en mano, registra el momento. Algunas toman apuntes desde sus sillas, mientras otra graba con su celular al mismo tiempo que amamanta a su pequeño hijo.

En este ensayo de otro mundo posible, están presentes también las que no vinieron. Mujeres desaparecidas, asesinadas y asiladas. Mujeres que luchan en tierras australes desde comunidades mapuche, junto a minorías étnicas en Estados Unidos o intentando volver a un hogar llamado Palestina.

Cada día se les ha rendido un homenaje, en donde las zapatistas enseñan que nadie queda afuera, aunque no se puede luchar por la otra pues “cada quien conoce su rumbo, su modo, su tiempo”. Lo dijeron al principio y lo dicen ahora, en la clausura, en donde nos enseña a mujeres extranjeras como yo, lo que significa que la piel se ponga chinita, cuando la emoción se vuelve llanto y risa al mismo tiempo.

Así, la noche avanza, el campamento poco a poco se desarma y las anfitrionas descansan o bailan. Todas me dicen que prefieren no sacar conclusiones apresuradas de la experiencia, pero concuerdan en un hecho innegable: Aquí, en las montañas del sureste mexicano, por primera vez más de 8 mil latidos femeninos pudimos preocuparnos sólo de vivir.