Me encuentro rodeado de hileras de culos dispuestos, esperando a ser penetrados por miembros anónimos, haciendo fila en esta catacumba oscura. A pesar de que varios afiches sujetos a los muros del bar sugieren el uso del condón, me atrevo a meter mano y es así como puedo constatar que los asistentes están cogiendo a pelo, sin látex que medie el encuentro entre piel y piel.
Estoy en el Tom’s Bar Club, ubicado en el vecindario de Schöneberg, el barrio gay de Berlín, en Alemania. Me animé a venir por las reseñas, todas contradictorias, sobre este lugar: que si la clientela es racista, que si es el mejor lugar para sexo casual gay en Berlín, que si entrar a su cuarto oscuro no es apto para cualquier estómago. Y como lo más prohibido es lo más deseado, lo puse como uno de mis infaltables en mi itinerario de lugares “calientes” en mi viaje por Europa. Para un mexicano típico como lo soy yo (piel morena, de estatura promedio), sería fácil descubrir qué tan cierto es que en este sitio se discrimina a la clientela por motivos de raza. Y aunque en la puerta hay un fulminante letrero que reza “éste es un club privado y nos reservamos el derecho de admisión”, nadie pareció molestarse cuando abrí las puertas y me dirigí con paso resuelto hacia la barra de este leather bar. Desde esta posición estratégica le echo un vistazo al lugar y me sorprende que no sea más grande. Siempre pensé que el Tom’s mexicano, el club leather ubicado en Insurgentes Sur, sería más bien su hermano pequeño. Y pues no, el Tom’s mexicano aparenta ser más grande que éste, e incluso con algo más de clientela, a pesar de ser sábado. En las pantallas se proyecta una película porno en la que un postadolescente con cara angelical recibe una cogida multitudinaria.
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Aquí, como en el Tom’s de México, las mujeres brillan por su ausencia: es un lugar sólo para ellos, especialmente para los amantes del cuero, del bondage, y de los fetiches deportivos. La concurrencia, que en su mayoría pasa de los 30, se moja los labios en cerveza mientras ve la peli porno, charla amistosamente o arma equipos para jugar en el “futbolito” que hay en el fondo de la sala.
“¿Ya visitaste el dark room?”, me pregunta el barman, quién a excepción de un arnés de cuero y una boina negra, se encuentra completamente desnudo. Niego con la cabeza y él me contesta, en un español atropellado: “espero que te gustará”. No puedo con la curiosidad y dejo el vaso vacío de un solo golpe para meterme al cuarto oscuro, cuya entrada está bajando unas breves escaleras, y se abre para devorar a los asistentes, como el hocico negro de un viejo lobo desdentado.
Nada más la puntita
El Tom’s es como un animal bicéfalo: por un lado, en la parte de arriba, está el bar, que a excepción de las pelis porno y de la clientela exclusivamente masculina, podría ser un bar cualquiera en cualquier lugar del mundo. Pero es aquí, en el cuarto oscuro, donde parece desdoblarse una dimensión alternativa.
No es gratuita la advertencia de poner todas las pertenencias en el guardavalores: este búnker es tan oscuro que hay tramos en los que no se puede saber por dónde se anda mas que ayudado por el tacto, y es ahí donde cualquiera podría ser despojado de la cartera, el reloj o el celular por alguna mano hábil, fingiendo que te da un manoseo “bienintencionado”.
El enorme sótano, convertido en un laberinto con mamparas de madera, recuerda a un iceberg negro, en el que el bar es nada más la puntita que oculta un enorme submundo de sexo, sexo y más sexo. Aquí abajo es donde está la verdadera fiesta: hombres con el pene al aire, bocas golosas succionando, pelvis chocando contra nalgas y gemidos—unos contenidos, otros estridentes—, inundan estas catacumbas donde los amantes del cruising encuentran su festín.
No pueden faltar los famosos gloryholes: hombres ofrecen sus penes en un extremo del muro, mientras del otro lado hay bocas y anos que los engullen sin importarles la identidad del dueño. Más adelante es donde me encuentro a una fila de hombres, recargados en una pared con los pantalones abajo. Ante la ausencia de luz, paso las manos por encima de sus nalgas para contarlos: son nueve sujetos que ofrecen sus culos húmedos y dilatados para quien quiera venir a penetrarlos.
No piden explicaciones ni hay remilgos como en Grindr, aquí no existe el “no feos”, “no gordos”, “sólo similares” que abundan en las aplicaciones de ligue; los culos dispuestos reciben a todo miembro erecto que quiera penetrarlos. Un festín para los activos, que después de unos cuantos bombeos pasan de un ano a otro sin limpiarse o dar algún tipo de aviso. Algunos se vienen adentro de ellos, otros sólo penetran unos minutos y se guardan porque la noche es joven y todavía hay muchos más hombres por coger.
En este laberinto todos somos ciegos y nos valemos del tacto para encontrar lo que sea que andemos buscando: un pito, unas nalgas, un rinconcito para descansar de tanto sexo frenético, o, en mi caso, la salida. Una hora más o menos me bastó para que el claustrofóbico que hay en mí me exigiera salir de esta oscuridad total. Ya en la barra de nuevo, el barman desnudo adivina de dónde vengo y me dice con su español rasposo y un guiño picaresco: “Muy bueno lugar, ¿no?”, a lo que contesto que sí, y que por favor me sirva otra bebida. Platico con él un rato más y me informa que justo al lado del bar está el hotel/hostal Tom’s, donde se arman buenas orgías. “Te recomiendo las habitaciones compartidas. ¡Muy buenas las fiestas ahí!” Será para otra ocasión. Ahora miro mi reloj y es momento de regresar al departamento en el que estoy hospedándome. Me dirijo la estación del Metro Nollendorplatz, que con su iluminación arcoíris da cobijo a todos los homosexuales desmadrugados que vagabundean como zombies por el barrio después de haber comido una buena ración de carne humana.