Era domingo y no me funcionaba internet, así que no podía trabajar, y aunque no necesitaba internet para hacer mi trabajo puesto que todo lo que hago es escribir en un Word, cuando no me puedo conectar para buscar cualquier cosa que necesito empiezo a sentirme como Unabomber y lo que estoy escribiendo empieza a parecerme una mierda total. En lugar de ponerme a escribir o salir por ahí para disfrutar del día como una persona normal, decidí que vería La montaña sagrada, de Alejandro Jodorowsky, con mi madre.
Mi madre vive veinte minutos al norte, en un suburbio de Atlanta, donde cuida de mi padre, que tiene demencia. Mi madre era profesora de arte en un instituto en los años 70, justo antes de que yo naciera, y aunque discrepamos en algunas cosas, tiene una mentalidad bastante abierta. Siempre lee todo lo que escribo, sin importar si el texto trata de bebés deformes u océanos de sangre. Aun así, no estaba seguro de cómo reaccionaría a un torrente de personas con miembros amputados, cadáveres de animales, tíos desnudos saltando por campos de colores, niños serpiente y los típicos monólogos espirituales de iniciación que ocupan una fracción de una película de 113 minutos. Pensé que sería un buen día para averiguarlo.
Mi madre estaba terminando de ver un capítulo de Cosas de marcianos cuando llegué. La tele es un gran método para desconectar cuando estás en casa, y es precisamente delante de la tele donde mi padre se pasa la mayoría de sus días en su delirio, paseándose de una punta a la otra del comedor, recolocando los muebles y liándola un poco accidentalmente. Sin embargo, siendo la buena persona que es mi madre, inmediatamente me dio el mando a distancia y me preguntó si quería que viésemos algo. Le contesté que sí, que quería ver La montaña sagrada, y le enseñé la carátula del DVD, en la que salía la imagen icónica de dos mujeres desnudas inclinando sus cabezas hacia dos hombres vestidos de negro en una habitación redonda. “Me parece que va a ser que no”, contestó mamá.
Quizás no se había olvidado de que la última vez que escogí una película: Deconstruyendo a Harry, de Woody Allen, que no recordaba que empezaba con una pareja teniendo sexo muy explícito, aunque en eso momento, gracias a Dios, mi madre ya se había retirado a sus aposentos. Le expliqué que no era pornografía, sino una película más bien psicodélica. “Psicodélico no significa psicodélico para mi”, dijo. Incluso dijo que, siendo de Kentucky, en los 60 ella no sabía lo que era un signo de la paz hasta que hizo un viaje a California y creyó que todo el mundo la estaba mandando a la mierda en vez de con un dedo, con dos. Sea como fuere, le leí la descripción de la película de la parte de atrás de la carátula, hablaba acerca de su controversia, su contribución a ser la progenitora de la American Midnight Movie, y su estatus icónico, y entonces dijo que sí la vería, aunque mantenía sus reservas. Me prometió que si no le gustaba se iría. Imaginé que no duraría ni cinco minutos y que se iría justo cuando el tío se come la cara de la réplica de Cristo. Pero aún así, estaría bien haberlo intentado.
Vi la primera tentación que tuvo de levantarse justo cuando solo llevábamos dos minutos de película, cuando apareció una imagen de un tío con la cabeza cubierta de moscas. “Bichos, un montón de bichos”, dijo. Pero al final se volvió a apoyar en el asiento. Miraba la pantalla medio boquiabierta. Como a mi hermana, a mi madre le encanta ir comentando lo que va viendo, así que hoy tampoco se contuvo: “Por ahora pienso que están todos locos, no entiendo por qué alguien haría una cosa así”. “Es asqueroso”. “¿Cómo puede encenderse un cigarrillo un hombre sin manos? No lo entiendo”. “¿En ese cartel ponía Cristos en venta?” “Qué asqueroso”. “Creo que es un programa anti guerra. Las armas apuntan y disparan a la gente. ¿Qué más podría ser? Aunque parece que lo disfruten”.
Mi madre tenía la mano en la cabeza, se estaba sujetando el pelo hacia atrás. Conservó esta posición durante casi toda la película. Parecía que se estuviese preguntando cosas antes que mostrando una repulsión total. Mientras continuaba el torrente de imágenes religiosas y el uso de símbolos misteriosos, ella ofrecía anécdotas históricas y significados simbólicos que surgían de haber crecido en una familia cristiana y su posterior interés por las religiones. Fue gracioso ver lo rápido que arremetía contra lo que podría resultarle totalmente vergonzoso o confuso al estar viendo una película así con su propio hijo.
No podía evitar no mirar la tele sino a mi madre y ver cómo le iba cambiando la cara. Siempre he estado a favor del arte de poner a la gente en situaciones incómodas para luego expandir su percepción de lo bello, y no hay mejor modo de probar eso que con lo que estaba haciendo ahora. Hay un plano de una orgía, y tu madre dice, “Toda esta gente parece estar como en una Placa de Petri llena de gérmenes”. Un hombre rompe una pirámide de hielo con un martillo, golpeando justo en la cima, y ella sonríe y te mira y dice “Así es como se rompe un alma”. Hay un entramado de ataúdes colgados de una ciudad, y ella dice “¿Así que todo el mundo duerme en un ataúd? Supongo que, al final, sí. Exceptuándome a mí. A mi me quemarán”. No pude evitar oír la pequeña voz dentro de mi cabeza de que no estaba flipando por el hecho de que mi madre estuviese viendo a una mujer desnuda dándole golpes a una máquina con un consolador hasta que empieza a salir líquido marrón. Durante esta escena, accidentalmente, mi padre se puso de pie al lado de la televisión y se la miró detenidamente. Le pregunté qué pensaba y él dijo “No creo que sea nada”, y continuó mirando un poco más hasta que por fin se alejó. En aquel momento tomé consciencia de la muerte de un modo en el que no creo haberlo hecho nunca, y me sentí cómodo e incómodo a la vez, como una broma que no se supone que debe ser graciosa pero lo es. Al final el shock disminuyó. Hoy los tres hemos sido más adultos que nunca.
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Cuando se terminó, mi madre me pregunto qué era lo que me gustaba de la película. Le dije que me gustaban las imágenes, porque eran cosas que no se veían en ninguna otra parte. Sugerí que no todo tenía que ser entretenimiento, o no teníamos por qué disfrutar de todo, que simplemente te acordarías de ello con solo verlo una vez y eso ya era suficiente.
“No creo que sea divertido”, me contestó mi madre. “Creo que es triste y que todo el mundo debería saberlo. Sangre saliéndole de las orejas. Partes del cuerpo desparramadas por el suelo. Eso no es algo que yo quisiera volver a ver. Si tuviese que apodarlo de alguna manera, lo llamaría ‘Blasfemia de la Humanidad’. Encima involucran todo el sistema solar, los nueve planetas, lo cual solo es una pequeña parte de todo el universo. Nuestro sistema solar no lo es todo. Pero ellos hacen que todo lo que conocemos parezca malo y asqueroso. Me hace pensar que hay algo aún peor que lo que ya está sucediendo ahora en el mundo. Pero es interesante. Definitivamente no lo olvidaré jamás”.
Le pregunté a mi madre cuantos planetas cree que existen.
“Incontables”, contestó.