Este artículo se publicó originalmente en VICE US.
De las peligrosas calles de Manila a las favelas brasileñas, las granjas de cocaína colombianas y los fumaderos de opio de Irán, Niko Vorobyov ha viajado por todo el mundo intentando conocer mejor a quienes hacen que el engranaje del narcotráfico siga funcionando.
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El resultado ha quedado plasmado en su libro, Dopeworld: Adventures in Drug Lands. Nos sentamos con Niko, nacido en San Petersburgo y criado en Inglaterra, para que nos cuente qué le ha enseñado su aventura sobre la relación entre la humanidad y el consumo, la venta y la fabricación de drogas.
VICE: Te has metido de cabeza en el mundillo de la droga. Cuéntame cómo ha sido.
Niko Vorobyov: Hace unos diez años, cuando estaba estudiando, tomé una serie de malas decisiones. No era Tony Montana, pero digamos que si alguien necesitaba algo en el campus, era a mí a quien llamaba. Vendía maría, coca y MDMA: todo lo necesario para pasar una buena noche de juerga.
Fue una época muy movida: una vez me apuñalaron y me robaron, y cuando llegué al hospital había perdido tanta sangre que la enfermera flipó con que no me hubiera desmayado. Las heridas me jodieron las terminaciones nerviosas y estuve un tiempo sin sentir nada. Al final ya manejaba kilos, trataba con tres proveedores distintos y tenía a un par de tíos trabajando para mí.
Pero te pillaron. ¿Cómo fue el periodo que pasaste en prisión y qué aprendiste?
Fue una condena relativamente leve —dos años y medio—, pero con solo 23 años y sin haber estado ahí dentro nunca antes, la cárcel es todo un shock. Tuve mucho tiempo para reflexionar sobre cómo me había metido en esa situación tan jodida y para leer mucho. Leí Mr. Nice, de Howard Marks, el famoso contrabandista de droga, y El Narco, de Ioan Grillo. Esos dos libros avivaron mi curiosidad por el tema.
Luego empecé a escribir cartas y a mandarlas fuera. Era una forma de mantener la cordura. Cuando salí, quise convertir la experiencia negativa en algo positivo. Además, hubo unas cuantas personas a las que les gustaron mis cartas y se me ocurrió que podría viajar por todo el mundo y escribir un libro sobre drogas.
¿Te colocabas durante tus viajes?
Ya no voy tan a saco como antes. Prefiero cosas que me mantengan anclado a la realidad y que no me hagan ver elefantes rosas. Pero lo más chungo que me he metido es ayahuasca, el brebaje que toman los chamanes de la Amazonia para viajar al mundo de los espíritus. Fui al límite del universo y volví. Aquel fue un viaje que nunca olvidaré.
¿Cómo encontraste a la gente que consumía y a los traficantes?
Bueno, no olvides que yo he formado parte de ese mundo, por lo que ya conocía a muchos de ellos o eran amigos de amigos. En México y Filipinas, donde no conocía mucho la situación, tuve que buscarme un contacto. No podía presentarme en una ciudad mexicana controlada por un cártel, libreta en mano, y empezar: “Bien, señores, ¿de quién es este campo de opio?”.
¿Qué momentos se te quedaron grabados en la memoria mientras escribías el libro?
Tuve una experiencia muy interesante —yo, que fui traficante de éxtasis— con un hombre del norte de Inglaterra que el mismo día perdió a sus dos hijos por esa droga. Tomaron seis veces la dosis letal. Fue desgarrador. Ningún padre debería tener que lidiar con eso. Pensarías que este hombre me odiaría a muerte, pero lo cierto que es los dos estábamos en el mismo barco. Quizá si hubieran tenido la opción de comprar esas pastillas en una farmacia o una tienda, habrían podido comprobar su composición y saber la dosis que iban a tomar y aún estarían vivos.
Pero lo que más me impactó fue la pobreza extrema. No sabemos lo bien que estamos en Occidente. Conocí a una familia que se vio envuelta en la guerra contra el narcotráfico en Filipinas. Encerraron a la madre, el padre no ganaba suficiente para mantener a la familia y el más joven de sus hijos acabó muriendo de hambre.
Hostia, qué jodido. En Brasil estuviste con la famosa banda Comando Vermelho, en una favela de Río. ¿Cómo fue la experiencia?Esa noche fue una locura. Uno de mis amigos me llamó para preguntarme si quería ir a una fiesta. La banda que manda en la zona, el Comando Vermelho, cada semana monta unas fiestas llamadas “bailes funk”. Básicamente son como raves pero con más chavales de 13 años armados con ametralladoras pesadas. Aquí los políticos hablan de zonas “que hay que evitar” y áreas con alto nivel de delincuencia, pero allí, como a la poli se le ocurra ir, acaban por los aires, como los fuegos artificiales. Pero bueno, en esas fiestas no hay peligro. Los miembros de la banda no quieren problemas en su propio territorio.
También visitaste un fumadero de opio en Irán.
Irán es un país increíble para viajar de mochilero. La gente es muy maja y hospitalaria. El problema es que viven bajo un régimen represivo. Está prohibido beber alcohol [para los musulmanes iraníes], pero el opio es muy popular. De hecho, en dos ocasiones acabé fumando con la policía. Una vez fumamos en el coche de un poli que se ofreció a llevarnos.
En otra ocasión, estábamos sentados junto al río durante la puesta de sol, dando caladas a un vafoor, una pipa de opio tradicional, cuando un tío saca el teléfono y me enseña una foto suya de uniforme. No era un poli normal, sino un basij, uno de esos matones que mandan a dar palizas a manifestantes. Con esto quiero demostrar lo profundamente integradas que están las drogas en la sociedad, incluso en una república islámica.
¿A qué otros lugares remotos has viajado?
Es muy interesante ver cómo elaboran el hachís en Marruecos: pican la planta de maría y luego la golpean en una especie de tambor para extraerle el polen. En las montañas del Rif hay aldeas enteras que viven de hacer hachís que luego se vende en coffee shops de Ámsterdam y Barcelona. Un sitio al que fui del que no se habla mucho es Tajikistán, un pequeño país rocoso de Asia del que sale toda la heroína hacia Rusia a través de Afganistán.
Condujimos a lo largo de la frontera y al otro lado del río está Afganistán. De vez en cuando muere de un tiro algún desgraciado que llevaba una mochila que cruzaba la senda montañosa con una mochila cargada de droga. Pero todo eso es menudeo. Me dijeron que el ejército afgano transporta cientos de kilos de heroína en sus aviones.
Después de conocer el mundo de la droga en tantos sitios distintos, ¿qué diferencias y similitudes has encontrado?
Lo que consume la gente en cada país para colocarse tiene muy poco que ver con la ley y mucho con la cultura. Fumar opio es un hábito tradicional en Irán, pero beber alcohol está mal visto. También les gusta consumirlo, claro, pero por extraño que parezca, los opiáceos están más aceptados socialmente, al menos en determinados círculos. En Japón, por otro lado, hay una cultura muy conformista y colectivista que desprecia todo lo que sea ilegal. Allí la droga más consumida es la metanfetamina. Encaja perfectamente con el estilo de vida acelerado y la adicción al trabajo de los japoneses. Con turnos leoninos de 12 horas, no hay quien pueda escaparse un momento a disfrutar de un buen porro.
En las favelas o los barrios controlados por la Mafia en Sicilia, el consumo de drogas era muy evidente. Lo que sí observé en países más estrictos, como Japón, es que allí este mundillo es aun más sórdido, ya que tanto consumidores como distribuidores de droga están, si cabe, aún más marginados socialmente. Conocí a un agente de la yakuza (la mafia japonesa) que me dijo que había tenido que despedazar cadáveres de traficantes muertos. La droga está en todas partes, solo que hay sitios en los que la ocultan mejor bajo la alfombra.
¿Cómo has logrado sobrevivir en tus viajes? ¿Alguna vez estuviste en peligro?
Intento hacer una planificación previa en la medida de lo posible y tener contactos que me puedan poner en comunicación con las personas adecuadas. La experiencia más aterradora que he tenido seguramente fuera cuando estuve cara a cara con un sicario filipino. Estábamos en un karaoke de mala muerte en los barrios bajos de Manila y se sentó entre mí y la salida; llevaba un pasamontañas y movía una pistola de lado a lado, delante de mi cara, mientras yo le preguntaba a cuántas personas había matado (32).
Pero si te digo la verdad, siempre me ha atraído el peligro; luego, en cambio, puedo pasarme el día entero sin mirar el móvil porque me da pavor ver qué me ha respondido una chica que me gusta. Supongo que es un tema de hasta qué punto tienes capacidad de decisión. Si estás delante de un tipo armado y enmascarado, ya es tarde para echar atrás. Si decide que no le gustas, poco podrás hacer tú.
¿Qué cosas nuevas has aprendido con este viaje?
A ver las cosas desde varias perspectivas. Antes creía que Duterte es un gilipollas y un asesino. Y sigo creyéndolo, pero después de haber estado en Manila, puedo entender por qué hay gente que lo apoya. Incluso aunque una banda de moteros asesinos matara a sus familias, seguirían pensando que el tipo hace lo correcto. Es un recordatorio de que todos vivimos en nuestras pequeñas burbujas. Yo antes era de los que estaba a favor de legalizarlo todo. Ahora, en cambio, soy un poco más cauto.
¿Qué hay de los consumidores, los traficantes, los gánsteres y los policías que conociste? ¿Qué cosas averiguaste que la mayoría de la gente no entiende?
Vale, voy a ponerme filosófico un momento. He estado con gánsteres y asesinos —y no los estoy justificando porque algunos, por cierto, eran pura maldad—, pero si miras dónde han nacido, toda la violencia que han presenciado o sufrido de niños, entiendes que no acaben siendo astrofísicos. Y pasa lo mismo con los toxicómanos. Si a una niña pequeña la viola repetidas veces un amigo de la familia, ¿cómo vas a decirle que no se coloque para aliviar el dolor? A mí me pasa igual. A lo mejor si en el colegio no me hubiesen tratado como al niño inmigrante y raro, nunca hubiera sido camello ni me hubiera jodido la vida. Aunque tampoco habría escrito este libro, claro.
En el corazón de la selva colombiana, un granjero elabora cocaína
¿Cuáles crees que son las falsas creencias más habituales en el mundo de la droga y a qué conclusiones has llegado?
No nos gusta reconocerlo, pero casi todo el mundo toma drogas. Bebemos, o fumamos o nos metemos rayas enormes el fin de semana. Incluso la cafeína es una droga. El hecho de que se haya decidido que fumar porros es malo pero tomar Jägerbombs no se debe más a los fenómenos sociales, culturales o políticos de una época que a los efectos de las propias drogas.
Lo que me fascina es esa relación amor-odio con esas pastillas, esas plantas y esos polvos que juegan con nuestra mente, y es lo que intento explorar en el libro, y también las consecuencias no deseadas de esa relación: tiroteos de la policía; gánsteres y delincuencia organizada; la guerra en países como Colombia; la marginación de sectores enteros de población tachándolos de yonquis y camellos; el genocidio en Filipinas y el poder de la droga para filtrarse por todos los estratos de la sociedad.
Al mismo tiempo, he intentado asumir mi papel en esta enorme jodienda. ¿Estaba ofreciendo un servicio caro pero muy apreciado, como los contrabandistas de licor de los años 20, o envenenando a la comunidad? Pues resulta que un poco de las dos cosas.
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