“Estamos hasta la madre”: custodios de cárceles de máxima seguridad

De los penales mexicanos trascienden muchas cosas: conocemos la espectacularidad de sus fugas, las excentricidades o lujos de sus ‘peces gordos’, o la violencia de sus riñas y motines. Pero en medio de cada una de estas situaciones están miles y miles de custodios o guardias de seguridad, de quienes muy poco se sabe a pesar de ser piezas clave dentro del sistema penitenciario.

Ellos son los encargados de mantener el orden y la disciplina dentro de los penales, y también tienen a su cargo la vigilancia de los prisioneros de alto perfil criminal; sin embargo ¿alguien se pregunta por ellos?, ¿qué se sabe de sus condiciones de trabajo y sus salarios?, ¿de los peligros o el estrés al que están sometidos?, ¿de las amenazas de sus jefes o de los propios reos?

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Por primera vez una investigación —a la que tuvo acceso VICE News a través de fuentes oficiales— nos revela las condiciones de vida y de trabajo a las que está sometido el personal de los penales de máxima seguridad, y el panorama es simplemente desolador.

El estudio realizado a petición del propio Comisionado Nacional de Seguridad, Renato Sales, llega a la conclusión de que “existe un efecto acumulado y preocupante” en la desatención a los trabajadores de los penales que ha prevalecido por muchos años. “Las personas que trabajan en los centros penitenciarios suelen encontrarse tan privados de la libertad como los internos”, y son en suma, el ‘patito feo’ de la burocracia nacional, reconoce él mismo.

Los custodios son el último y más olvidado eslabón de esta cadena y llevan años acumulando una larga lista de agravios entre los que se encuentran jornadas de trabajo extenuantes de más de 30 horas —15 de ellas de pie— y sin paga extra, amenazas de sus jefes para firmar contratos en blanco o realizar maniobras ilegales, humillaciones e intimidaciones por parte de reos, y como consecuencia de todo ello, graves efectos en su salud y en su vida familiar.

Todo ello por un un salario insuficiente que va de 6.000 a 15.000 pesos (entre 320 y 800 dólares, respectivamente) mensuales, en el mejor de los casos.

Ilustración de Clementina León.

“Somos hombres, no máquinas”

Hay situaciones en que, por no estar con la familia, los hijos se intentan suicidar o tienen problemas con drogas porque necesitan a sus padres y madres. / Tampoco consideran a los que tenemos hijos con alguna incapacidad. / Nuestro estado de ánimo afecta mucho a nuestra familia. Llegamos cansados, con mucha hambre y enojados y la familia nos dice que nuestro carácter ha cambiado. / A veces no llegamos en dos o tres días y empiezan a pensar mal. / Este trabajo genera muchas rupturas matrimoniales por la distancia con nuestras familias, y estar lejos de ella me deprime. Se pierden hijos, esposas, y luego tenemos que pagar su manutención.

Esta es la voz de diversos guardias entrevistados en las cárceles del país. No podemos saber sus nombres, ni sus rasgos físicos, ni su género, ni su edad, porque el estudio preserva su identidad a fin de evitar represalias o venganzas por contar cómo trabajan y cómo viven.

El estudio al que tuvo acceso este medio fue realizado por un grupo de investigadores del Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE), del Centro de Investigación y Estudios Superiores en Antropología Social (CIESAS), y encuestadores del Grupo Opinión MUND, quienes entrevistaron a una muestra representativa de 350 custodios en cuatro Centros Federales de Readaptación Social (Ceferesos); es decir, penales de máxima seguridad a cargo del Estado.

El primer Cefereso del país, el de Almoloya, se construyó en 1988 — durante el mandato del entonces presidente Carlos Salinas de Gortari— y desde entonces no se había hecho un registro de lo que viven los guardias dentro, e incluso fuera de sus gruesos muros. Hasta ahora.

Los testimonios, elegidos al azar para la investigación titulada Condiciones de vida y trabajo del personal de los Ceferesos (octubre 2017), provienen de cuatro de los más importantes centros: El Altiplano, el Femenil de Morelos, el penal de Occidente —mejor conocido como Puente Grande— y el número 12 de Guanajuato; y en todos ellos se encontraron historias muy similares.

Los custodios creen que les toca hacer el trabajo difícil y más sucio del sistema penitenciario. Y tienen razones de sobra para decirlo así.

Aún cuando formalmente sus jornadas laborales deberían ser de 24 horas, por 48 de descanso, sólo el 10 por ciento de ellos reconoce que se le respetan como tal. La mayoría asegura que trabaja hasta 30 horas continuas, y 15 de ellas estando de pie.

Como no les pagan tiempo extra y, como generalmente sus casas les quedan lejos de los Ceferesos, muchas veces optan por quedarse en los dormitorios de las cárceles. Y eso, aunque no lo parezca, les repercute más allá de lo laboral.

Es como si los custodios permanecieran 24/7 en su rol. Pasan tanto tiempo dentro de una cárcel, y llevándose fuera de ella las consecuencias del encierro, que parece que nunca salieran de ahí.

Aceptar un trabajo de esta naturaleza lleva aparejada la altísima probabilidad de minar sus relaciones interpersonales. Gran parte de ellos dicen volver a sus hogares exhaustos, tristes y hasta molestos.

Cuando se trata de mujeres, las cosas se complican. Cerca de un 40 por ciento de las custodias son madres solteras y, cuando tienen que quedarse noches seguidas en el penal, echan mano de abuelas, vecinas y hasta desconocidos que puedan cuidarles a sus hijos. Con los riesgos que ello conlleva.


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Una de las cosas que más les preocupa es que las autoridades del penal a veces los hacen firmar “formatos en blanco” en donde no se especifican sus condiciones de trabajo. Con el tiempo se han dado cuenta que esa práctica da pie a indefiniciones en sus contratos, que a su vez desembocan en abusos.

Ilustración de Clementina León.

Basta sólo una pequeña dosis de sentido común para saber que un trabajo en el que hay que estar activo ininterrumpidamente por más de un día, recibiendo comida escasa y hasta en mal estado, con uniformes que ni siquiera están adaptados al clima de las zonas donde se ubica cada penal y hasta con dormitorios en los que no hay más opción que pernoctar sobre colchonetas sucias y “cobijas apestosas”, debe ser bastante inhumano.

Por eso, cuando se les pregunta en general acerca de su vida dentro de estos centros de seguridad, muchos celadores —también se le llama así— coinciden en hacer una distinción básica: “somos hombres, no máquinas”.

Estar en riesgo, y “hasta la madre”

Desconfianza, enojo y temor. Esos son los tres sentimientos más mencionados cuando a los custodios se les pregunta qué les hace sentir su trabajo.

Desconfianza, porque consideran que sus jefes son corruptos. Casi el 90 por ciento de los encuestados por el estudio lo afirmó. De ese porcentaje, cerca de la mitad no sólo aceptó la existencia de esos manejos ‘por debajo del agua’ por parte de los mandos, sino que señalaron que su recurrencia era muy alta.

En una cárcel federal las reglas son estrictas y las prohibiciones —por lo menos en papel— inundan y acotan todos los aspectos de su funcionamiento. Sin embargo, los apellidos de ciertos reos ‘pesados’ logran imponer a la norma ciertas excepciones.


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Esas, dicen los custodios, son cosas que negocian “sus jefes”. A ellos sólo les queda obedecer los acuerdos y pactos que hagan, incluso si entre las cláusulas convenidas a discreción está la de ofrecer “servicios y especiales” a determinadas celdas.

Así lo manifiestan diversas voces:

Los autores intelectuales de los delitos, los políticos y los narcos reciben mejor trato. / Las medidas disciplinarias se imponen dependiendo de quién se trate: si es un líder no se aplican como debe ser. / El trato que reciben los internos depende de su situación económica.

La mecánica de estos tratos preferenciales es casi siempre la misma: los directivos ingresan ‘encargos’ —objetos o sustancias— ilegales al penal; los custodios deben dejarlos pasar sin revisión; luego ellos mismos deben hacer llegar los ‘encargos’ a las celdas destinatarias, con la consigna de soportar a toda costa cualquier tipo de maltrato o vejación por parte de los prisioneros.

Ha habido mandos que nos dicen que nosotros debemos aguantar que nos escupan, que nos mienten la madre, que nos avienten comida o excrementos.

Los ‘tratos especiales’, les deja claro la realidad una y otra vez, “son servicios a prestar”. Y punto.

Si uno habla, el comandante lo toma como algo personal y nos dice que parecemos internos porque nada más nos estamos quejando y, a los que se quejan, los trasladan todavía más lejos.

Cuando dicen que sienten miedo, es porque literalmente están bajo amenazas. La percepción de riesgo de los guardias es alta y está directamente relacionada con las intimidaciones de los reos. Más que temer por su salud, viven en constante preocupación por su seguridad personal: el 36 por ciento de los entrevistados dijo que alguna vez había enfrentado una situación de peligro grave durante el desempeño de su trabajo.

En gran medida, esto se lo atribuyen a la falta de personal. Que, dicho sea de paso, es el problema que señalan como de mayor magnitud dentro de los penales.

La Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) recomienda que el número de personas privadas de la libertad que racional y factiblemente puede controlar un agente de este tipo debe ser de veinte para los centros de baja seguridad, diez para los de media seguridad, y uno en los centros de máxima seguridad.

Sin embargo, de acuerdo con los datos obtenidos en la investigación, los números de reos que los custodios tienen asignados exceden por mucho los estándares de la CNDH: casi el 60 por ciento de los encuestados reportó tener a más de 50 personas bajo su vigilancia.

Después de todo lo anterior, las razones de por qué su tercer sentimiento más recurrente durante el trabajo es el enojo, quedan bastante claras: su inconformidad con la situación que viven es permanente. Y siempre se acumula.

Esto, aunado a que las autoridades no los capacitan con la totalidad de protocolos que una cárcel de ese nivel de seguridad amerita, los lleva a justificar su uso de la fuerza en contra de reos, cada que tienen posibilidades de hacerlo.

La gran mayoría de custodios está convencida, y repite una y otra vez “que los reos viven mucho mejor” que ellos.

Los internos tienen mejor vida que los custodios: tienen comida, atención médica, visitas y no tienen que trabajar / La violencia (en contra de los prisioneros) es necesaria, pero por derechos humanos ya nadie se atreve / Nuestro personal está hasta la madre.

Cuando la cárcel acorta la vida

Encima de todo, ser custodio también enferma. Más de la mitad de ellos padecen alguna afección derivada del estrés al que dicen estar sometidos todo el tiempo. Viven deprimidos y con ansiedad, y no reciben ningún tipo de tratamiento especial por parte del área médica del penal.

A un compañero se le paralizó la cara y se le volteó. Otro murió de un infarto y otro más de un derrame cerebral y, aún en estos casos, no tuvimos apoyo por parte de nuestros mandos.

También son recurrentes los casos de gastritis y colitis, así como de enfermedades respiratorias. Está comprobado que permanecer durante un tiempo en las condiciones en las que ellos se encuentran también los predispone a ser hipertensos, o a tener distintas afecciones cardiacas y úlceras. O todo junto.

Los accidentes laborales también les juegan en contra más de lo que pudiera creerse. Cumplir con sus funciones diarias implica subir y bajar escaleras, así que se caen con mucha frecuencia y con el tiempo presentan desgaste en los cartílagos de las rodillas.

Ilustración de Clementina León.

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El colmo, dicen, ocurre cuando solicitan a sus superiores permiso para faltar por ese tipo de accidentes —cosa que es totalmente válida, pues les pasan mientras trabajan—.

Si pides una incapacidad por enfermedad o por accidente, te castigan y te mandan a otro penal. / Una compañera se cayó al venir para acá y se incapacitó y no puede venir a hacer los trámites, pero te exigen que te presentes como estés.

Las custodias embarazadas tampoco reciben tratos especiales. Más aún, los testimonios recolectados en el estudio refieren que no sólo no reciben una dieta especial, sino que les dan muy poco de comer.

Su salud es vulnerada una y otra vez, de formas distintas y a veces ni siquiera tan evidentes. Las facturas que les pasa su cuerpo y su psique llegan a ser tan altas, que el mismo estudio considera que “el personal puede verse afectado al grado de reducir sus expectativas de vida”.

Es decir, que la cárcel también les acorta la existencia.

Vulneradas, humilladas y mal pagadas

Aunque las condiciones de un Cefereso las sufren todos los custodios, para las mujeres la situación es más desafortunada.

De entrada, ocupan las posiciones más bajas en el área de seguridad. Casi ninguna llega a ser comandante o supervisora y si quieren crecer de rango, dicen, deben “congraciarse” con sus superiores, quienes invariablemente son hombres.

Para ascender hay que andar detrás del jefe y, como yo no soy de esas, no tengo ninguna posibilidad. / Sólo si le caes bien a la comandante, pues ella te recomienda. / Sólo a las colmilludas les dan los ascensos.

Según dicen, sólo contratan a “Barbies” y “Kens” y, por supuesto, la paga tampoco es equitativa. En general, sus salarios están entre los 6.000 y 15.000 pesos (320 y 800 dólares, respectivamente) brutos mensuales —a los que todavía hay que quitarles impuestos— y, aunque la mayoría gana más de 12.000 (cerca de 640 dólares), las mujeres tienen casi el doble de posibilidades de ganar menos que los hombres.

Si son solteras y tienen que pagar a alguien que les cuide a sus hijos, si tienen que gastar en pasajes de ida y vuelta incluso fuera de las ciudades donde trabajan y si encima corren con los gastos cotidianos de una casa, la pregunta surge involuntariamente: ¿realmente les alcanza con esa paga?

A todo ello hay que sumar el tema del acoso sexual. Independientemente de la forma en que sus jefes las condicionan para poder subir de rango, ellas cuentan que también son agredidas por los reos.

Aquí hay internos muy groseros. Nos toca llevarlos a que se bañen y se masturban intencionalmente frente a nosotras. También cuando hacemos rondines van al baño justo cuando nosotras pasamos.

Las vigilantes se sienten vulneradas, completamente prescindibles y, con bastante frecuencia, humilladas.

A las mujeres nos dan uniformes de hombre y tenemos que modificarlos. / Otras veces nos los dan usados, con botas que se rompen. Eso hace que los mismos presos se rían de nosotras. / Esto es discriminación de género.

*

Los custodios aseguran que la adversidad se les encadena de tal forma, que el mismo sistema hace que renuncien. Y cuando lo hacen y están decididos a recobrar poco a poco su vida fuera de un Cefereso, nadie los contrata. Su reputación se pierde en el camino, pues el estigma de la cárcel se lleva tatuado por siempre.

Nuestra popularidad cayó desde el momento que se fue el Chapo; entonces pasamos todos a ser corruptos.

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