En octubre de 1969, Daniel Lang, reconocido corresponsal de guerra del semanario The New Yorker, publicó “Casualties of War”, una perla del periodismo narrativo, donde hace un recuento del desgarrador episodio que marcó la vida del soldado de primera Sven Eriksson y con el cual contribuyó a abrir los ojos de la opinión pública frente a las atrocidades norteamericanas en la guerra de Vietnam.
Nacido en una comunidad granjera perdida en las planicies de Minnesota, a sus 22 años Eriksson fue reclutado por el ejército para ir a la guerra en Indochina. En octubre de 1966, a pocas semanas de su llegada a Vietnam, el comandante del pelotón asignó a Eriksson, junto con otros cuatro soldados, una misión de reconocimiento en territorio enemigo; el sargento Tony Meserve lideraría el grupo. Para ese entonces, el día a día del conflicto, lleno de violencia desenfrenada, de testosterona y de un amplio manto de impunidad, corrompía las conciencias de los soldados americanos, los volvía sádicos y delirantes —según le confesó Eriksson al reportero Lang.
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El sargento Meserve, que con 20 años era el más joven pero el más experimentado del grupo, reunió a sus compañeros, les explicó el plan de acción y luego les prometió que sería una misión “divertida”: él se aseguraría de conseguirles una joven vietnamita para levantar “la moral del equipo”. Ninguno supo si se trataba de un chiste, pero la reunión terminó y todos fueron a preparar el armamento y las raciones que necesitarían para el recorrido de cinco días.
Al día siguiente, los cinco partieron de la base, sobre el valle de Bong Son, y el sargento Meserve los desvío hacia el caserío de Cat Tuong. Allí, ante la mirada incrédula de Eriksson, los otros cuatro soldados revisaron casa por casa hasta encontrar una joven nativa de unos 20 años, Phan Thi Mao, a quien amarraron y se llevaron pese a las súplicas de su madre y de su hermana. Sin asomo de compasión, los marines mantuvieron secuestrada a la joven durante un día entero, la violaron y la humillaron y, finalmente, la asesinaron por miedo a dejar un cabo suelto que pudiera inculparlos. El reportaje de Lang, desapegado y preciso, revuelve el estómago.
Arruinado por haber sido incapaz de salvar a Mao, Eriksson delató a sus compañeros y procuró convencerse de que haber coincidido con cuatro desgraciados capaces de cometer semejante atrocidad era producto de su mala suerte. Sin embargo, su pretensión de justicia lo convirtió en un paria del estamento militar. Al emprender una lucha solitaria contra un sistema que premia el silencio, Eriksson comprendió que cualquier grupo de soldados hubiera podido incurrir en un acto similar y, de hecho, muchos lo hicieron.
Los crímenes atroces encuentran asidero en conflictos desbordados, en contextos que los permiten y los fomentan, en sistemas judiciales que sugieren la impunidad, donde reina la solidaridad de cuerpo y la doctrina jerárquica de “obediencia debida”, donde se menoscaba el valor de la vida y se deshumaniza al enemigo y al diferente. Así, la violencia sexual cabe cómodamente dentro de la lógica de la ocupación militar, bien sea en Polonia, en Vietnam, en Bosnia, Irak o en Colombia.
Como si se tratase de una recreación fidedigna del impactante recuento de Lang en The New Yorker, la semana pasada, una patrulla del ejército colombiano secuestró y violó a una niña indígena durante una misión militar al occidente del país. La noticia encabezó los noticieros nacionales y causó indignación: la pequeña tiene 13 años, sus victimarios son siete soldados (de entre 18 y 21 años) y la escena de horror ocurrió en un paraje boscoso del resguardo Embera Dito Dokabú, en las montañas de la provincia de Risaralda. La w era kau — niña en lengua embera— fue encontrada por miembros de su comunidad al borde de una quebrada, sola y desorientada, 15 horas después de haber sido raptada por los militares.
Desde tiempos inmemoriales, la violencia sexual ha sido práctica de guerra, herramienta represiva y estrategia de limpieza étnica, de desplazamiento forzado y de terrorismo. El cuerpo femenino ha sido botín y trofeo, reglamentario y merecido, según códigos de batalla medievales perpetuados a través del tiempo.
A partir de las Convenciones de Ginebra se reguló el Derecho Internacional Humanitario moderno pero, en todo caso, no fue sino hasta los Tribunales Penales Internacionales para ex Yugoslavia y Ruanda, en 1993 y 1994, que la violencia sexual en la guerra comenzó a condenarse jurídicamente como un crimen de lesa humanidad. En la práctica, sin embargo, esta todavía integra el ADN de muchos ejércitos.
En la guerra, la violencia contra la mujer no es aleatoria, y tiene una implicación simbólica profunda que atraviesa el plano individual y golpea con fuerza el ámbito social. Al ultrajar a una mujer se consigue violentar a toda su comunidad; el cuerpo de la mujer es un objeto de negociación bélica y del envío de mensajes en medio de la confrontación: venganza, humillación, dominación, desafío, desprecio. Las mujeres y la tierra son objetivos de conquista.
“La violación de una mujer es como violar a todo nuestro pueblo indígena, es como si hubieran matado a la madre del pueblo”, explica Doris Domicó Cuñapa, indígena Embera oriunda del resguardo Salaquí Tabarandó, de Río Sucio, refiriéndose al caso de la niña. “Eso fue un error gravísimo. La mujer es el pilar del territorio, de la cultura, de la enseñanza, es la mujer indígena la que abarca todo eso ”, sentencia Cuñapa, quien enseña en la escuela de una comunidad Embera Eyabida perdida en las selvas del Darién colombiano.
Para 2017, el Registro Único de Víctimas del Gobierno colombiano había registrado 24.576 casos de violencia sexual relacionada con el conflicto armado, aunque se estima que el número real es mucho mayor. Un 90% de esas víctimas son mujeres y una porción importante de ellas pertenecen a minorías étnicas —como las indígenas Embera—, especialmente vulnerables a las agresiones.
Desde la ciudad, los portavoces del Estado invocaron, como siempre, su proverbio predilecto para disculpar los crímenes y atrocidades que cometen sus ejércitos: fue “una manzana podrida”, dicen, omitiendo la segunda parte del refrán (echa a perder el cesto). Esa metáfora, cuando se recita completa, habla de la podredumbre colectiva y no de la individual. La fruta podrida emite etileno, un gas penetrante que contamina todo su entorno, así que una manzana mala basta para dañar todo un cesto, igual que un cesto con fruta mala en seguida dañará cualquier manzana que llegue limpia.
Preocupado por su propia imagen, el Gobierno se ufanó de haber resuelto el crimen en pocos días, apegándose al guion occidental (el mundo de los blancos, según los Embera), y no hubo ni un asomo de esfuerzo por entender lo que esta transgresión significó en el mundo indígena de la víctima. “El día de hoy la Fiscalía General de la Nación le imputó cargos a siete soldados regulares (…) como presuntos responsables del delito de acceso carnal abusivo con menor de 14 años agravado” , dijo el fiscal colombiano Francisco Barbosa para los periodistas. Vendrán algunos años de cárcel para los militares y, posiblemente, una reparación monetaria para la familia de la niña.
Pero, ¿y ella? “Limpiarla no se puede. Un Jaibaná trata de limpiarla, pero psicológicamente la niña y los familiares, las otras niñas de la comunidad, las mujeres quedan mal” , asegura la profesora Cuñapa. El daño ya está hecho. Otro más, como el que causó a los Embera la construcción de la represa de Urrá, que, en nombre de Colombia, inundó su tierra, desbarató su organización y asesinó a sus líderes. Indio sin tierra no es indio, dicen en las montañas, mientras más familias Embera huyen de la violencia y la pobreza para sumarse al exilio indígena en los barrios peligrosos de Bogotá y Medellín.
En algunos días, la horrible violación de la niña Embera quedará, como la de Phan Thi Mao en Vietnam, registrada en la historia oficial como un acto impulsivo y aparentemente ajeno a la estrategia militar. Y el engranaje de la guerra seguirá andando; no se preocupen, son daños colaterales, ¡es cuestión de unas pocas manzanas podridas!