Están siendo días complejos. La sentencia del juicio a los políticos del “Procés” ha hecho que parte de los catalanes salga a la calle, día tras día, a manifestarse en contra de unas medidas que consideran absolutamente injustas y que en un futuro podrían criminalizar acciones de desobediencia civil que hasta ahora se consideraban derechos fundamentales. Todas estas intervenciones del espacio público siempre han sido articuladas con ese habitual mantra de la no violencia que tanto esgrimen los independentistas. Y así está siendo.
No para cierta prensa española ni para los políticos, tanto catalanes como españoles, quienes no han dudado en comunicar su rechazo e indignación ante ciertas actitudes vandálicas (que no violentas) que se han podido observar en los momentos más crepusculares de las manifestaciones, es decir, de la fabricación de barricadas y la quema de mobiliario urbano por parte de una evidente minoría de los manifestantes.
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Me veo en la obligación —no moral, sino por la risas— de añadir a estas actitudes gamberras —que de hecho forman parte de la dinámica habitual que define una revuelta urbana— ese anecdótico y esperpéntico incidente ocurrido en Tarragona y perpetrado por un tipo (ya detenido por la Policía Nacional) que está a las antípodas de la guerrilla antisistema que convierte las noches de Barcelona y otras ciudades en un mini (minúsculo, de hecho) campo de batalla, ese acontecimiento en el que un hombre tiró al suelo a una militante de VOX poseída por un espíritu nacionalista grotesco e hipertrofiado.
Un acto que por lo que parece ofendió soberanamente a personalidades de la talla de Ana Rosa Quintana o Susanna Griso, para quienes ha parecido ser el suceso más importante y noticiable (con entrevistas a la víctima incluidas) de todas estas masivas movilizaciones pacíficas, incluso más destacable que los enfrentamientos causados por un grupúsculo ultraderechista nazi
que ha sido tildado por los medios nacionales como “grupo de constitucionalistas”, “partidarios de la unidad de España” o el llamativo “gente con banderas de España”, sin ningún tipo de alusión a sus tendencias fascistas.
Porque primero habría que considerar qué es violencia. Aquí no quiero entrar en todo ese discurso teórico de la izquierda de “la violencia es un desahucio” o “la violencia es la precariedad laboral” que es algo que todos ya puto sabemos sino concretar si violencia es solo lo que proviene del activismo o si, por otro lado, también existe la violencia policial, algo que parecen negar constantemente los políticos.
El abuso físico perpetrado por las fuerzas y cuerpo de seguridad del estado no forma parte de esta narrativa de lo violento, en cambio, un acto vandálico contra el mobiliario urbano en el que ningún cuerpo resulta magullado, sí que es violencia. La violencia solo va en una dirección y se concreta en actos que no coinciden semánticamente con lo que entendemos como violencia.
Cuando consideramos “violencia” un desahucio estamos haciendo uso de una figuras retórica para denunciar una injusticia, de la misma forma, cuando un contenedor quemado es violencia, debemos suponer que el Estado está haciendo un uso similar del lenguaje, un uso casi poético, porque un contenedor quemado no es violencia. Pero no, el Estado considera estas travesuras inofensivas de ciertos antisistema como una representación pura de la violencia porque arremete contra ellas de igual a igual, con pura violencia, es decir, con el significado literal de la palabra violencia: con golpes, persecuciones, sangre, dolor, ojos reventados, testículos amputados y atropellos.
Es evidente que un contenedor quemado no es exactamente lo mismo que una persona atropellada con una BRIMO.
¿En qué momento se ha generado este desequilibrio semántico? Un desequilibrio que desgraciadamente comparte gran parte de los políticos, ciudadanos españoles y catalanes e incluso gran parte de los independentistas que siguen los mandatos de asambleas, asociaciones, fundaciones y plataformas opacas. ¿En qué momento ha empezado a ofender tanto esta “violencia” de los “radicales”?
Estos actos vandálicos no deberían molestar a nadie, es más, de hecho deberían incluso convertirse en violencia real. Y no estoy haciendo un llamamiento al caos, estoy haciendo un llamamiento al diálogo, porque parece ser que la violencia es el diálogo del Estado. Que el Ministro de Interior, el conseller d’Interior de Cataluña, el Govern de la Generalitat y las fuerzas y cuerpos de seguridad del estado (ya sean Mossos d’Esquadra o Policía Nacional) no toleren grupos violentos es un absurdo, porque precisamente ellos son los primeros en generar un diálogo de violencia. Cuando la ciudadanía pide diálogo la respuesta siempre viene aliñada con golpes de porra y disparos de foam.
Un estado policial dialoga mediante la violencia, que es el idioma con el que trabaja. La violencia como diplomacia, los porrazos y los proyectiles de foam funcionando como axiomas, sentencias y discursos lingüísticos. Su forma de comunicación es esta coreografía del horror, estamos envueltos por la dialéctica del dolor y el acoso. Este es el camino marcado por el estado, este es el soporte de su contenido dialéctico.
La no violencia ya no tiene sentido, alzar los brazos ante las porras sería como hablar en lenguaje de código de programación con alguien que está mandando señales de humo desde una colina lejana. Si lo que se pretende es llegar a un entendimiento entonces habría que igualar los canales y el código del lenguaje que utilizan los interlocutores, y como el Estado no quiere abandonar la violencia como medio de comunicación —que es lo que parece evidenciar con las cargas y enviando miles de Policías Nacionales a Cataluña— entonces, si el Estado habla “violencia”, están obligando a la población aprender a hablar “violencia”, ese idioma. Y menudas clases particulares les están dando.
Con este panorama, es absolutamente lógico que el otro interlocutor —los manifestantes— opten también por utilizar la agresión física para intentar llegar a un acuerdo, para poder generar un diálogo con el mismo idioma. Aquí es donde los adoquines, las piedras, los contenedores ardiendo y las barricadas entran en juego. No puede denunciarse lo que es un intento de diálogo con el Estado, esta gente solo está adaptándose a su lenguaje, aprendiendo su idioma para llegar a un entendimiento.
Porque al final es normal que haya conflicto en la calle. ¿Qué es el espacio público sino el lugar de encuentro entre personas con ideas distintas? El paisaje ocupado por las masas, por lo racional “desracionalizado”. El peligro sería que todos pensásemos igual, que se erradicara el conflicto, que se negara la posibilidad de la discordia y la oposición. La calle fue, es y siempre será un espacio de conflicto.
Sigue a Pol Rodellar en @rodellaroficial .
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