Visité Lecumberri, el ‘Palacio Negro’ en la Ciudad de México

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Artículo publicado por VICE México.

Por fuera, las cuatro torretas frontales de Lecumberri lucen imponentes. La bandera de México ondea por lo alto. Nadie imaginaría que ahí, donde ahora se aloja el Archivo General de la Nación, antes hubiera una cárcel, una lo suficientemente cruel como para ser conocida como el Palacio Negro.

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Para entrar hay un registro en la entrada: ya sea para los visitantes ocasionales, investigadores o solicitantes de credencial para acceder a los documentos históricos.

Una vez adentro, un pasillo forrado con ladrillos color naranja da la bienvenida a una sala donde hay códices precolombinos, un facsímil de la Constitución mexicana, una colección de los antiguos escudos nacionales. Todo, dentro de vitrinas.


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A sólo unos pasos de distancia está la cúpula central, donde convergen dos siglos de anécdotas, y donde antes se alzaba una torre de vigilancia de 35 metros del altura. Aparecen de pronto siete galerías en forma de brazos radiales. Ahí están guardados todos los archivos, en donde antes estaban las crujías de la cárcel.

“Aquí espantan. Es mejor irse temprano. Yo trabajo acá en el turno de la mañana, pero mis compañeros de la noche me han contado historias feas. En este lugar rondan muchos recuerdos, muchos fantasmas”, me cuenta con recelo Adriana, una de las vigilantes del lugar.

Siete décadas de oscuridad

Al tratarse de un sitio donde fueron recluidos gran parte de los presos de la Ciudad de México, se entiende que haya muchas historias pululando en cada recoveco. Me acerco a leer un tablón informativo con carteles que enumeran la cronología del lugar.

De acuerdo con esa información acompañada de fotos antiguas, todo empezó en 1900, cuando en el mandato de Porfirio Díaz se inauguró la primera fase de la penitenciaría. “El cupo en ese entonces era para cerca de 800 personas, entre hombres, mujeres y menores de edad infractores”.

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Inicialmente Lecumberri —llamada así en honor al apellido de los dueños del terreno donde se erigió— había sido planeada como un esfuerzo para demostrar el progreso que se vivía en tiempos porfiristas. A eso se debe que su arquitectura importara el modelo panóptico de construcción, que fuera ideado en Inglaterra por el filósofo Jeremy Bentham para facilitar la visibilidad y control sobre la cárcel, desde cualquier punto.

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No obstante, en algún momento la realidad superó al sueño de progreso y la población penitenciaria empezó a crecer de forma alarmante. Cada celda estaba pensada para albergar de forma inicial a un reo, y terminaron siendo hasta 20 de ellos durmiendo en la mismo sitio: con sólo una cama y un servicio de sanitario.

A los internos ya no los podían agrupar bajo el mismo régimen. Para la década de los 60, se les separaba entre los que habían cometido reincidencias, delitos sexuales, lesiones y homicidios, robos, atentados contra la salud, fraudes, nuevos ingresos, delitos patrimoniales y los que estaban comisionados a talleres.

Recuerdo haber leído en el libro La negra historia de Lecumberri, de Aldo Coletti, que tras el movimiento estudiantil de 1968 llegó también una ola nutrida de presos políticos, alumnos subversivos, opositores de los regímenes priístas de aquel tiempo. Se hicieron aún más comunes las prácticas de tortura: el aislamiento, los castigos físicos, las temporadas sin exposición a la luz del sol. Más que nunca, el sitio se legitimó con el mote de Palacio Negro.


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En aquella época fueron bien conocidas las temperaturas ardientes e inhumanas de la famosa celda 61; el confinamiento de la comunidad homosexual en la crujía J; las numerosas muertes de prisioneros por asesinatos y enfermedades; las semanas sin baño, ventilación y poca comida en el calabozo conocido como El Apando —y que fuera inspiración para una de las obras maestras de José Revueltas, que lleva el mismo nombre—.

En las décadas de existencia de la cárcel, estuvieron ahí recluidos lo mismo muralistas como David Alfaro Siqueiros, que cantantes como Juan Gabriel. Dentro de la prisión escribió canciones como Me he quedado solo y Tres claveles y un rosal. No obstante, el expediente que hace constancia de su paso por el lugar nunca ha sido encontrado. Simplemente desapareció.

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También compartieron espacios escritores como José Agustín, William Burroughs y Álvaro Mutis; historiadores como Adolfo Gilly y Luis González de Alba; militantes comunistas como Valentín Campa, Heberto Castillo, Othón Salazar, Demetrio Vallejo, y homicidas como Ramón Mercader —quien mató a León Trostsky—, o Goyo Cárdenas, mejor conocido como “El estrangulador de Tacuba”. Incluso una escena de la legendaria película Nosotros los pobres, protagonizada por Pedro Infante, fue grabada en esas instalaciones.


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El 26 de abril de 1976, el narcotraficante cubano Alberto Sicilia Falcón, también llamado “El barón de las drogas” se fugó del Palacio Negro. Lo hizo mediante un túnel que cavó desde el corredor de la prisión, hasta una casa en San Antonio Tomatlán, a unos 600 metros de distancia.

Después del incidente, Lecumberri fue clausurada.

El horror reducido en un renglón

Más allá de la cúpula están los accesos a las áreas a cielo abierto. Camino hacia allá.

Luego de cruzar sus respectivos jardines me encuentro con el Torreón Norte —donde confinaban a los presos políticos—, que ahora es un centro con fotos que homenajean a José Revueltas. Otro de los pasillos desemboca en el Torreón Sur, que antiguamente estaba destinado para los reos no rehabilitables; es decir, aquellos que por sus delitos y alta peligrosidad tenían que cumplir largas condenas.

Ahora todo ha cambiado, pero no hay memoriales. Lecumberri pasó de una cárcel oscura, a la sede del Archivo General de la Nación en 1982, sin dejar más evidencia que algunas placas celebrando el apoyo del presidente José López Portillo, tres cartelones que explican la historia del sitio y muchas imágenes de presos famosos.


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El lugar ahora está habitado por los documentos fundamentales del Estado Mexicano y sus antecedentes históricos, así como por 11 gatos que eventualmente cruzan corriendo la estancia principal. El inmueble de cinco hectáreas es un centro de consulta para investigadores, así como un museo para el público en general. También tiene una biblioteca, una fonoteca, hasta una cafetería.

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“Aquí ocurrieron cosas que a cualquiera le pondrían la piel de gallina. En el cartel de la entrada explican el por qué de ‘Palacio Negro’. Es muy poquito lo que dicen, pero por lo menos lo pusieron”, me dice Adriana, la vigilante, mientras apunta hacia una familia que lee detenidamente el tablón informativo.

Y en efecto lo explican, pero como si no hubieran querido decirlo. Apenas le dedican al tema un renglón: “Adquirió el adjetivo de ‘negro’ a causa de las historias que describían lo que ocurría adentro del lugar”. Y así termina, sin más. Un escalofrío me recorre el cuerpo y decido salir de la oscuridad. Afuera, de nuevo, reina la luz.

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