Hola, pequeños novatos. Así que acabáis de mudaros a una residencia universitaria ¿eh? Venid, acercaos, escuchad las historias de una sabia veterana.
Perdonad que me ponga cursi y nostálgica, pero qué coño, para mí fue una etapa única. Claro que también he oído que hay personas para las que fue un infierno. Bah, ni caso. Lo único que es evidente es que alguien debería crear una serie ambientada en una residencia universitaria. ¿Y sabéis qué? ojalá seáis vosotros, después de haber pasado momentos increíbles. Si es así, no olvidéis incluirme en los créditos.
Empecemos por la habitación. Los habitáculos de las residencias son bastantes típicos, no solo porque siempre tienen la clásica tríada cama-armario-escritorio, sino porque cuando los universitarios los “decoran”, siguen siendo todos iguales: el juego de sábanas que te dio tu madre antes de irte — lloraría si supiera las pocas veces que lo vas a lavar —, un corcho con las fotos de los amigos del instituto — porque “os vais a echar mucho de menos” —, algún tótem a la delincuencia juvenil — un cono de tráfico, el chaleco salvavidas de un avión… —, pósteres de cualquier mierda y por supuesto, la vitrina de trofeos del estudiante: las botellas vacías de alcohol barato que te vas bebiendo durante el año. Ah, y el horario de clases pegado a la pared, que venimos a estudiar, por supuesto.
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Es triste, pero lo más especial de estas habitaciones son las “paredes”, más finas incluso que el colchón de la cama. Pero no nos ensañemos con las casi transparentes paredes: el problema real son los vecinos.
Yo viví al lado del “tío del meo potente”, de una americana que durante la época prenavideña SOLO escuchaba “All I want for Christmas is you” o de una cantante de ópera amateur que practicaba con la puerta abierta. Y cuando las paredes son finas, siempre surge un problema, el mismo problema. Sí, ese problema: el acto sexual.
Mi mejor amiga se echó novio en la residencia, y se ve que siempre ponían el colchón en el suelo y procuraban estarse calladitos. Pero eso no evitaba que escucharan a su compañero de cocina comiéndose los cereales mañaneros a solo tres centímetros de Pladur de distancia. Por supuesto, la situación más típica es la inversa: vivir el sexo de tus vecinos en Dolby Surround. Es lo que tiene estar rodeado de gente en la flor de la vida.
Pero oye, un momento, nos hemos saltado el principio: las novatadas. En mi mente esta palabra hace surgir tres conceptos: vodka Rachmaninoff, camión de limpieza de playas y carrito de la compra.
Mi residencia celebraba las novatadas en la playa, en plena noche. Las pruebas eran bastante cutres, un mero trámite para obligarnos a beber innumerables chupitos de Rachmaninoff, el vodka de cuatro euros del Lidl. Ese brebaje del infierno era letal, por ejemplo incitaba a la gente a bañarse desnuda en la playa. “Tía, qué hablas, eso es la polla”. ¡Chsss! Callaos y escuchad.
A un chaval que estaba en plena euforia nudista le hicieron la bromita de esconderle la ropa, perdiendo por el camino su móvil, cartera y llaves. Le entró tal cólera etílica que, aterrados, los que aún nos teníamos en pie empezamos a buscarlos por la playa. Cuando llegó el camión de limpieza aún no habíamos encontrado nada. El tío, desbordado de ira, se plantó ante los faros del camión en la oscuridad bloqueando su avance, y con los brazos en alto soltó un desgarrador “¡¡¡¡NOOOOOOO!!!!”. Nunca olvidaré la imagen de ese borrachín desquiciado gritando cual Gandalf el gris ante el Balrog de Moria. Tengamos en cuenta que esos vehículos han llegado a matar personas.
Sus cosas nunca aparecieron, pero el demente en cuestión se convertiría en uno de nuestros mejores amigos de la residencia.
Novatos siendo obligados a venerar a sus mayores, bajo amenaza de tortura Rachmaninoff
Otra maravillosa estampa novatil fue la de una chica a la que nos tuvimos que llevar de vuelta a la residencia en carrito de la compra, dado su estado de peso muerto. También a raíz de eso acabaría siendo una gran amiga nuestra. En realidad, los carritos de la compra formaban una parte inesperadamente importante de la vida en la residencia: siempre los traíamos llenos de víveres que luego no nos cabían en las minúsculas habitaciones. Un amigo incluso tenía uno siempre en su habitación — de la que ocupaba más o menos una cuarta parte —, y echaba en él la ropa sucia, algo que nos parecía tan triste como maravilloso.
En la residencia, los carritos de la compra eran un objeto muy preciado y versátil
Y ya que nos metemos en el tema de la suciedad, metámonos bien. La mugre era algo que campaba a sus anchas en la residencia.
Derrapadas de heces en el váter, bolsas de basura colgadas con chinchetas en una esquina para encestar la mierda a distancia, platos que se convertían en uno por la solidificación de los restos de comida nunca fregados…
En mi residencia se podía contratar servicio de limpieza, pero precisamente lo único que no hacían era lavar los platos. Por eso, mi amigo —el del carrito en la habitación— decidió sacar sus dotes creativas y escribir un poema a la señora de la limpieza. Aparentemente era un gesto de agradecimiento, pero si leías entre líneas, lo que en realidad pretendía era camelársela para que le fregara los platos:
Pero no todo era mugre en las cocinas de la residencia. También había espacio para la creatividad. La mayoría de nosotros llegábamos allí con 18 años, por lo que tampoco éramos, digamos, unos cocinitas. De esa ignorancia surgían creaciones sublimes: pechugas de pollo cocinadas con nata, queso Philadelphia y bacon, lasaña deliciosa cuyo ingrediente secreto era el paté, “tortilluza” —una tortilla hecha con merluza congelada— o la fritanga de los domingos, que básicamente consistía en patatas fritas con chistorra y salchichas, todo bien mezclado y listo para comer directamente de la olla.
Para ayudarnos en nuestra alimentación, la residencia nos regalaba cada año una caja llena de cosas, algo que en realidad era una vía para que las marcas promocionaran productos para “target joven 18-24, recién independizados, dinámicos e impulsivos, quieren que la comida no les quite tiempo para estudiar o disfrutar con sus amigos”. Que se noté que estudié.
Las marcas eran bastante condescendientes con nosotros: todo eran sobres de pasta exótica precocinada, latas de fabada, aperitivos raros que ponían cosas como “¿Te atreves?”… Joder, hasta nos intentaron colar un café soluble para tomar frío. ¿Pero quiénes os creéis que somos?
La deficiencia alimenticia llegaba a extremos en época de exámenes. Si eras listo, te aprovisionabas con tiempo, cual hormiga, pero como allí todos éramos más del tipo cigarra, pues te ponías a estudiar e ibas comiendo lo que tenías, hasta que solo te quedaba un sobre de palomitas de microondas.
Esto es real: una noche, a mi mejor amiga y a mí se nos hicieron las cinco de la mañana haciendo un trabajo para el día siguiente. No habíamos cenado y lo único que nos quedaba eran palomitas. Las pusimos en el microondas, pero teníamos tal cansancio que se nos quemaron. Empezó a salir humo e inmediatamente se puso a sonar la alarma antiincendios en toda la planta. A las cinco de la mañana. En época de exámenes.
El guardia de seguridad nos llamó por teléfono y pensábamos que nos iba a expulsar. Qué va, en realidad no teníamos la cabeza ni para pensar, y tan pronto colgamos nos dio un ataque de risa increíble. Los vecinos nos odiaron para siempre y no pudimos cenar, pero en el trabajo sacamos un nueve.
Esa no fue la única vez que la cagamos muy fuerte. Cuando vives en una residencia, libre de tus padres, de repente te dan ganas de hacer “locuras”, como teñirle a tu amiga el pelo con tinte del súper de color rojo. La susodicha amiga al final se rajó y se quedó solo con el pelo decolorado, y nosotros olvidamos que ya habíamos preparado el tinte. Al día siguiente, a mi mejor amiga se le ocurrió mirar si ella podía aprovecharlo y BUM. Explosión. De repente vi todas las paredes blancas teñidas de rojo, mientras mi amiga gritaba “¡¡MIS OJOS, MIS OJOS!!”. Efectivamente, el tinte rojo había explotado, y mi amiga estaba segura de que se había quedado ciega. Por suerte no, solo se habían teñido totalmente de rojo sus lentillas, su cara, parte de su cuello y tres de las cuatro paredes de nuestra habitación.
Era todo tan dantesco que lo único que se nos ocurrió fue llamar a todos nuestros amigos para que pensaran que en nuestra habitación había ocurrido una masacre. Obviamente, no le contamos nada a la directora de la residencia, decidimos limpiarlo nosotras mismas, hasta que debajo de la pintura empezó a verse el cartón —ya os había dicho que las paredes eran de cartón, no mentía.
Nuestro vandalismo era involuntario. Sin embargo, en la residencia campaban a sus anchas delincuentes de pasillo, que llegaban borrachos y se montaban fiestas de la espuma con los extintores, o también, y esto es especialmente chungo, entraban en las habitaciones de la gente mientras dormía abriendo la puerta con una tarjeta, cosa que era peligrosamente fácil.
Confieso que mis amigos y yo teníamos gustos más refinados: tirábamos frutas con petardos incrustados a la calle, para ver cómo explotaban en el aire. Tuvimos una planta carnívora que se murió, y como rito funerario, también la tiramos con un petardo por la ventana —descansa en paz, Dientitos. A nosotros nunca nos pillaron, pero siempre recordaremos a dos pobres insensatos a los que expulsaron por tirar por la ventana unos papelitos a los que habían prendido fuego. Pues vaya.
El surf de colchón era una de los deportes de riesgo que practicábamos en la residencia
Por supuesto, la diversión no venía solo de la delincuencia soft, también nos lo pasábamos bien con inocentes pasatiempos como el fútbol de pasillo, juegos de cartas como el culo —¿se sigue llamando así?— o surf en colchones por las escaleras. También disfrutábamos un montón haciendo regalos de cumpleaños, nos curramos desde videoclips hasta gincanas pasando por manualidades de lo más variopinto, consiguiendo múltiples llantos de alegría año tras año.
Y, por supuesto, también jugábamos a juegos para beber. Sofisticamos tanto el género que lo que al principio llamábamos el “Bebes” se acabó convirtiendo en el “Bebes plus portable”. Ahí salía de todo, desde declaraciones de amor subliminales a chorradas brillantes que todavía son nuestras bromas internas. Y también vómitos, claro, que podían empezar en el pasillo de la residencia y acabar en la mismísima pista de baile de la discoteca —esto, como todo lo que he contado—, con la consiguiente patada-en-el-culo-y-a-la-calle por parte de los seguratas. Pero daba igual, el próximo día de fiesta se pillaba con las mismas ganas o más. Y ese “próximo día” podía ser cualquiera: en la vida universitaria cada noche de la semana podía ser sábado.
Pero ¡ay, mis jóvenes novatos! en la residencia lo que verdaderamente parecía un juego era hacerse adulto. Por fin teníamos libertad total para hacer lo que nos diera la gana, pero a la vez, entre fiestas y tonterías de la convivencia, aprendíamos a apañárnoslas ante la vida. Y para este aprendizaje nos teníamos los unos a los otros, como una familia de iguales con los mismos deseos y las mismas preocupaciones, pero donde cada uno aportaba sus ocurrencias y su visión personal.
La residencia no fue solo el edificio donde pasamos la época universitaria, fue un limbo precario pero maravilloso que definió para nosotros el paso de la adolescencia a la madurez. Os digo una cosa, y es un deseo muy real: ojalá cuando sea vieja pueda volver a vivir con todos mis amigos bajo el mismo techo, solo separados por paredes de cartón, cerrando el círculo.