“Voy a matar a tu familia el día que salga”: Así es dar clases de yoga en el Reclusorio Oriente de la CDMX

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En lo personal nunca, nunca me había llamado la atención el yoga, ni siquiera cuando salí con una chava que estaba por certificarse como instructora de Hattha Yoga. Sin embargo, un día mi padre me platicó que su profesor daba clases en el Reclusorio Oriente todos los fines de semana a través de una fundación llamada Cautiva Yoga.

Óscar Xingu empezó a dar clases en el tutelar de menores ubicado en la esquina de Dr. Vértiz y Obrero Mundial, como parte de su servicio social; ahí estuvo un año y medio. Después de terminar su servicio se quedó como profesor voluntario en varios penales entre ellos el de Valle de Bravo y el que hoy en día frecuenta más, el Reclusorio Oriente, ubicado en Iztapalapa, en la Ciudad de México.

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Platiqué con el para saber cómo es dar clases de yoga en el reclusorio.

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Me sentía identificado con los chavos del tutelar de menores. De alguna forma pensaba que yo también merecía estar ahí metido y fue de esta manera que comencé a hacer mi servicio social para la certificación de yoga. Tenía dos opciones para realizar el servicio: practicar yoga con personas con lesión medular, o enseñar esta disciplina a jóvenes privados de su libertad. Opté por la segunda, ya que pienso que de alguna forma la sociedad se suma más fácil a apoyar causas de salud que a personas que delinquieron.

Cuando voy a dar una clase al reclusorio, mi día comienza levantándome muy temprano en la mañana. Me baño y desayuno algo de proteína, porque sé que hasta que salga de dar la clase no comeré nada. Me subo al camión y me deja en la entrada del reclusorio. El proceso de ingreso es bastante complicado. Lo que más se nos complica a los profesores de yoga que trabajamos en prisiones son los temas burocráticos; tanto te pueden dar una entrada bastante rápida y sencilla con tu oficio, como te puede tocar el comandante que no amaneció muy de buenas y te la puede hacer súper cansada. Han habido veces que he tardado hasta dos horas solamente en entrar.

Después de pasar los múltiples filtros de seguridad y cateos, entro al dormitorio número uno: Adicciones. En este grupo le doy clase a casi 200 personas. La mayoría de ellas son de nuevo ingreso y no cuentan con ningún tipo de contacto con los demás dormitorios ni mucho menos con el exterior del reclusorio. Para estas personas la clase de yoga es obligatoria en su programa de readaptación y es la única actividad que reciben durante sus tres meses de aislamiento para su desintoxicación. Después de la sesión paso al otro lado del dormitorio, ahí le doy clase a un grupo de 40 personas más o menos. Éstas ya se inscriben por iniciativa propia y llevan otro tipo de actividades, como carpintería, box, lucha libre o hasta tienen un empleo.

El cambio en los alumnos se nota desde la primera clase. El simple hecho de que se vayan con una respiración más consciente ya marca un cambio. Después de unas sesiones hay una mejora en su desempeño físico: en su flexibilidad o su fuerza, así como en su actitud.

El recluso lo primero que pierde es su identidad. Ha perdido la conexión con su cuerpo ya sea lacerándose, metiéndose droga, o tatuándose, (por esto no quiero decir que sea malo, ya cada quién tendrá su opinión al respecto). Entonces el habitar su cuerpo, sentir su respiración y sentir otra vez sus músculos los hace más conscientes de su cuerpo, sus emociones y sentimientos, haciendo que se puedan reflejar en otras personas. Cuando alguien se siente reflejado en otra persona, es más difícil que le haga daño.

La psicología de los custodios y de los reclusos es bastante similar y en todo momento es una lucha de egos y autoridades que se han impuesto en la prisión. Entonces cuando yo doy una clase lo quiera o no, me convierto en una autoridad para los presos y eso me hace susceptible a esa lucha de egos. Sin embargo, los custodios te dejan claro que ellos son los que mandan en el reclusorio. Parte de mi trabajo es que los presos nos vean, sí como una autoridad, pero una autoridad alterna a la que ellos regularmente tienen que suele ser represiva, aplastante o hasta humillante. Lo que nosotros queremos que ellos vean y parte de nuestro trabajo es que nos tomen como una autoridad que busca empoderarlos.

En el tutelar de menores, a diferencia del reclusorio, sí me ha tocado recibir amenazas. Desde las típicas: “te voy a madrear”, hasta “voy a matar a toda tu familia el día que salga”. Y no es que no las tome muy en cuenta, pero es más comprensible ya que un adolescente es más inestable. Pero mi labor ahí es transformar esa idea, dejarles bien en claro que yo estoy ahí para ayudarlos y cambiar ese pensamiento retador por uno más de aceptación. Inclusive me ha tocado ver en la calle a algunos de ellos que en su momento me amenazaron y ahora ya salieron que me saludan muy a gusto y en ocaciones hasta me han ofrecido disculpas.

En los años que llevo dando clases de yoga como voluntario, tanto en reclusorios como en tutelar de menores, me he sabido de historias fuertes que los mismos alumnos me han contado y te hacen caer en cuenta del lugar que estás pisando. Definitivamente no es una guardería. En ocaciones por presunción ya que a algunos les causa orgullo haber salido en los periódicos o en la tele a causa de sus delitos y otras veces porque se sienten en confianza con uno. Luego me llegan a ver como un psicólogo. Alguien al que le pueden contar cosas y saben que no irá a su expediente. Estas historias pueden llegar a ser demasiado impactantes, así que trato de no llevarme nada a casa. Acabado el día hago mi ritual de desapego: me lavo las manos, me lavo la cabeza y todo lo que pasó en el reclusorio, se queda en el reclusorio.